Aquí os dejo el 2009.
¡¡¡Cuánto escribían estos malditos, válgame Dios!!!
Estamos en tiempos en los que los recuerdos ocupan mayor espacio que los proyectos, con lo que sin saberlo practicamos lo que Isidro, siempre tan preciso, dice que es la anámnesis. Y hete aquí que estos días “he recuperado’ el recuerdo el del problema del agua en la Paramera.
En una entrada anterior Cirauqui habla de casi todos los oficios de la Paramera. Pero no cita el de “encargado del agua”, poco conocido, aunque esencial pues del buen control del depósito, situado entre la Escuela Mayor y la Menor, dependía que tuviéramos o no agua. Si no podía pasar lo que ha motivado este recuerdo.
Un día, estando en cuarto o en quinto año, oigo por aquellos inmensos pasillos del colegio la recia voz del Padre Felipe Lanz: “¿Dónde están los encargados del agua?”. Iba envuelto en la capa, con la cabeza y la cara chorreando más jabón que agua: estando en la ducha, había cerrado el grifo mientras se jabonaba y cuando iba a aclarar su fornido cuerpo…. ¡no había agua!.
El encargado del agua era Pesquera y yo el aprendiz, para garantizar la continuidad cuando él fuese al noviciado. Habíamos controlado, como todos los días, el depósito que estaba mediado. Una fuga era imposible; se hubiese visto, dada la cantidad de agua que había desaparecido. Pronto dimos con el culpable que si mal no recuerdo era el Padre Enrique quien, sin respetar las normas, llenó la piscina cuando el depósito estaba mediado, algo que solo se podía hacer cuando estaba lleno.
Como en este caso se pudo comprobar ya, construir edificios con casi mil grifos y ¡una piscina! en un pequeño pueblo de secano plantea serios problemas de agua. Los primeros años hubo roces con el pueblo por este tema; el depósito que debía llenarse en momentos de abundancia y utilizar en tiempos de escasez se quedó pequeño.
Se buscaron pues soluciones, como la compra de “La Puri” para la piscina.
Pero la más novedosa de todas va a venir de un leonés que había estado unos años en Texas, donde vio cómo allí utilizaban máquinas similares a las perforadoras petrolíferas para buscar también agua. Eran máquinas que podían instalarse en camiones especialmente condicionados, con lo que se podían desplazar con relativa facilidad. Este leonés vio el negocio y se trajo una para aquella España que con el desarrollismo empezaba a trabajar el campo de forma más dinámica. Creo que a La Virgen del Camino llegó por intermedio del mismísimo Eulalio C. Ruíz.
El camión se instaló detrás del edificio de la Escuela Menor, no lejos de la alambrada a la vera de El Tomillar y se montó la torre para empezar a perforar. A mí me tocó “ayudarle”. No fue el único caso en que hice esto ya que trabajé al menos con tres profesionales que realizaban trabajos en el colegio. Con el que más tiempo pasé fue con un carpintero, el primero que me explicó por qué al clavar una punta, tras dar un golpe fuerte había que posar el martillo sobre ella para evitar que siguiera vibrando en el momento de dar el segundo golpe; de golpearla mientras vibra la punta se tuerce; un “especialista radio” que se ocupaba de la abundante megafonía del colegio y que me contaba cómo en alguna ocasión quisieron echarle de algún pueblo por miedo a que la antena en espiral que ponía en los aleros del tejado para que la radio funcionase atrajese igualmente a los malos espíritus; al final se solía solucionar, aunque no siempre, con la bendición que el cura hacía de la casa y de la antena.
El tercero fue un joven soldador que puso ventanas de aluminio en los pasillos y antesala del teatro.
Pero volvamos al buscador de agua, con el que también pasé varias horas de conversación mientras la máquina horadaba; su experiencia en EE UU no había sido nada buena y creo que fue él el que le quitó las ganas de conocerlo. Creo recordar que era pelirrojo y sobre todo que tenía vértigo, uno de esos vértigos que ni a una silla podía subirse, con lo que me tocaba trepar a la torre del camión cada vez que la operación del perforado lo necesitaba.
Al final sí se encontró agua, aunque menos de lo previsto con lo que hubo que mantener la vigilancia del depósito ya que las necesidades fueron en constante aumento de “apostólicos” y con la llegada de los de Villaba y el paso de cinco a seis años.
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Quizá haya que añadir mi nombre en algún caso.
«Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados».
«Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa».
«Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna».
«Señor, ten piedad». (6 veces)
a) La intención del acto de pedir perdón al principio de la misa debería ser la reconciliación con aquellos a los que hemos ofendido de palabra, de obra o de omisión
Muchas veces, las comidas tienen como objetivo la reconciliación, el volver a unir relaciones rotas y a expresar el perdón («per–donare» = dar con creces). El Padre misericordioso organiza un banquete de reconciliación cuando vuelve su hijo pródigo. El Resucitado come con sus discípulos, significando con ello que les perdona sus infidelidades al huir cuando él, el Maestro, iba a empezar su cruenta pasión. Pedro es reprendido por sus equivocados hermanos judíos circuncisos: «Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos». No entendían lo de las comidas abiertas de Jesús y su función reconciliadora entre los distintos estamentos sociales. La misa, ciertamente, no es ninguna comida. De todas formas, no se debe pedir perdón a Dios, sino a los hermanos, con los que se va a celebrar la comida de la fraternidad. Ya hemos señalado este aspecto al reflexionar sobre el pecado en IV, 5.8. Jesús lo dice claramente en el famoso texto del juicio final de Mateo, capítulo 25, vv.35 y ss. También en este otro pasaje:
«Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5,23–24).
b) El texto del «yo confieso» al inicio de la «misa» dista mucho de estar en esta sintonía teológica. Es, por el contrario, un rito de purificación exigido para celebrar el acto «cultual» eucarístico
Este acto de «purificación cultual» abunda en toda la misa y no hay parte de ella que no lo contenga profusamente, como podemos empezar a comprobar en el «Gloria» que viene a continuación. La misa es una continuada y repetida confesión del carácter pecador de los asistentes y de súplica a Dios para alcanzar su perdón. Si los concurrentes a este rito de la misa fueran conscientes de todo esto, saldrían del templo con la moral por los suelos. Lo malo es que va dejando huella en el inconsciente de las personas y va condicionando su autopercepción y su autoestima como seres malvados por naturaleza.
El amigo Baldomero ha escrito un libro titulado: «LA CENA DEL SEÑOR. Una comida con eucaristía, no una eucaristía sin comida». Lalo Mayo ha corrido con el trabajo de empaquetado y edición. Cuelgo hoy en nuestro blog la primera parte del capítulo VII: «La misa, un esperpento de la Última Cena». Baldo me puntualiza que mucho del contenido de este capítulo tiene la explicación en los capítulos anteriores del libro, pero asegura que se puede entender bastante de lo que en él aparece.
En próximos días publicaré las segunda y tercera partes de dicho capítulo.
el Furriel
DEDICATORIA
A Pedro Sánchez Menéndez, dominico, educador sensato y padre bondadoso en mis años de adolescencia, que pasó de ser un ferviente sacerdote del «culto eucarístico» a transformarse en un fiel discípulo de Jesús en el quehacer «profano» de la gente pobre de su barrio, Vallecas. Murió a causa del covid–19, a los casi 96 años, por seguir estando entre sus antiguos parroquianos «como el que sirve».
A Andrés y a Ramiro, también dominicos, entregados con gratuidad y con todas sus energías a la alimentación y al cobijo de los sin hogar en el albergue san Martín de Porres de Madrid desde el año 1970. Con ellos viví la verdadera «memoria» de la Última Cena, pues en el mismo local se celebraba la eucaristía y se daba de comer a los hambrientos que acudían al albergue.
A los tres, mi cariño, admiración y agradecimiento. Y con la esperanza de compartir con ellos el «banquete escatológico» del Reino.
La misa, un esperpento
de la Última Cena
«Señalamos con nitidez la diferencia que hay entre la práctica eucarística cristiana y la última comida de Jesús: no debemos identificar en todos sus puntos la «misa» con la Cena»[1].
El lector verá, después de haber leído este capítulo, que la afirmación de Leon–Dufour se queda muy corta. Dudo de que haya algún punto en el que se identifiquen, porque la teología que hay en la misa es más propia del AT que del NT. Vamos a verlo. Antes quiero señalar que aquí utilizo el vocablo «esperpento» con el significado de deformación sistemática de la realidad.
La arquitectura de los templos, del pasado y del presente, es la adecuada para la función que han desempeñado: la de ser únicamente lugares de «culto». El «altar» del «sacrificio» está situado en un plano elevado y en la cabecera, y los asistentes, colocados en dirección a él, «contemplan» lo que allí «relata» el «oficiante». La disposición de los asientos en nuestros templos es totalmente inadecuada para celebrar una comida de fraternidad. Desde luego, la Última Cena no se celebró en el Templo.
Las comidas normales se realizan en mesas, pero los sacrificios se celebran en altares. La misa hace memoria de un sacrificio, por lo que no tiene en cuenta el ejemplo de Jesús, que en la Última Cena «se sentó a la mesa» con sus discípulos.
«Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce».
Mt 26, 20)
«Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios».
(Lc 13, 29).
«Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles»; (Lucas 22, 14)
«Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa» (Jn 13, 12).
«Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús». (Jn 13, 23)
No creo que la controversia sobre si en la celebración de la eucaristía debe utilizarse pan ácimo (Roma) o pan fermentado (Constantinopla) haya sido la principal causa del «cisma de occidente», pero sí que fue un tema importante de discusión entre los partidarios de uno y de otro bando en las encendidas polémicas «teológicas» que alrededor de este tema se produjeron entonces. De todos modos, lo que nos interesa destacar en estos momentos sobre el pan ácimo (o ázimo) es el porqué de su utilización. Nos lo explica Leon–Dufour:
«Todos los años debían acudir los israelitas a Jerusalén para celebrar en familia o por grupos la «gran fiesta». Se inmolaban corderos en el templo la tarde del 14 de Nisán, que habitualmente caía en abril. Al mismo tiempo, para significar la pureza de la casa en que iba a conmemorarse la acción de aquel que había liberado a su pueblo de la esclavitud de Egipto, se suprimía todo rastro de levadura y durante siete días quedaba prohibido el uso de pan fermentado. De ahí el nombre de «fiesta de los Ázimos» (Ex 12,15–20). Los ázimos (del griego a–zymos: «sin levadura») eran panes considerados más puros que los panes con levadura (Ex 34,25; 1 Cor 5,7s)»[2].
No es razonable que hoy se siga manteniendo esta ancestral costumbre, porque produce hilaridad creer en el efecto mágico negativo que causa el fermento. El pan «normal» es el que se utiliza en las comidas y el que muchas veces es considerado como sinécdoque del sustento diario de las personas.
«Copa» designa un recipiente «profano» de bebida, por lo que, para «sacralizarla» y usarla en el culto no se vio otra manera mejor que cambiar su nombre y sustituirlo por «cáliz». De este modo, ya estaba apto para la utilización y veneración como elemento «sacro».
Casullas ricamente ornamentadas, mitras, gorros, báculos y anillos de rica orfebrería, cálices, copones, patenas y bandejas de oro y plata, albas de puntillas y de finos encajes y otras cosas por el estilo no son precisamente lo adecuado para celebrar una comida de fraternidad como la del Señor, sino para actos muy señoriales, aristocráticos y distinguidos. Todo un esperpento desatinado y grotesco de lo que realmente debería ser la ropa del que preside la «memoria» de la Última Cena.
Los primeros cristianos, fieles a la costumbre judía sobre la bendición de la mesa, que es «memoria» de las grandes hazañas de Dios, daban rienda suelta a su alegría.
«…compartían los alimentos con alegría… (Hec 2, 46).
En la misa debería brotar la alegría específica de un banquete festivo, en el que se celebran la acogida, la fraternidad, la vida nueva, el compartir los alimentos, los valores del Reinado de Dios y la presencia del Señor. Pero en la celebración eucarística ocurre todo lo contrario: los asistentes deben dar muestras de compostura, de silencio y de seriedad, porque el único que habla y dispone todo es el sacerdote «celebrante», al que se le exige una total frialdad emocional, una ataraxia estoica, pero nada cristiana.
Y Lalo F. Mayo, el grande, nos ofrece el resultado de su análisis.
Y aquí va el año 2010. ¡Medio millar de páginas!