miércoles, 11 de enero de 2023

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 13 . Cambio de acera

 



Y así pasaron los años hasta que un buen día Lorena entró en contacto por casualidad con una antigua conocida de los viejos tiempos en que su padre era gobernador civil. En realidad era algo más que una vieja conocida, porque fue con ella con la que descubrió sus tendencias afectivas y por lo tanto era, por usar la expresión popular, «su primer amor», ese que nunca se olvida. Como la vieja amiga vivía en Aragón y Lorena en Madrid, quedaron en verse y pasar un fin de semana en el parador de Sigüenza, a mitad de camino. Y como los pactos son inviolables para mí, y hablábamos sin tapujos ni complejos de todo, me contó la operación al detalle. Se fue un viernes por la tarde y regresó el domingo siguiente con una «depre» monumental, aunque no sé muy bien si fue porque no encontró lo que realmente esperaba o porque la sombra de su padre era lo suficientemente alargada como para impedirla actuar con absoluta libertad. Tampoco ella supo explicármelo. Todo lo más que pudo decirme es que venía fatal. Así continuó durante una semana sin que yo supiera qué hacer para aliviar los daños. Simplemente se la fue pasando hasta volver a las rutinas diarias.

Además, para entonces sus padres se habían trasladado al piso de al lado del nuestro y su madre, muy práctica ella, se empeñó en abrir una puerta en el salón de su casa que daba al salón de la nuestra, con lo cual podía pasar de una casa a otra sin tener que llamar al timbre de la puerta. Eso significaba que te podías encontrar a la suegra en tu casa sin previo aviso y por lo tanto no se podía estar nunca en paños menores, sobre todo en las épocas de calor y sobre todo siendo como era ella tan protocolaria con la ropa de estar en casa. En fin, un incordio, especialmente cuando empezaba a dar instrucciones sobre cómo hacer las cosas bien, y muy particularmente en la cocina, donde se consideraba a sí misma como el no va más de la restauración, ella que no sabía ni freír un huevo, entre otras razones porque nadie la había enseñado y en cuanto se casó empezó a ejercer de gobernadora civil, lo que implicaba, entre otras muchas cosas, disponer gratis de cocinera. Ella solo tenía que decir lo que quería comer y punto. Así que en su piso, periclitados ya los fastos y prebendas oficiales, todo lo más que hacía era pescado hervido porque, según ella, era lo más sano, y como de joven había tenido hepatitis, según decía, no podía hacer excesos —salvo cuando cocinaba yo y la invitaba su hija, y entonces repetía y repetía mientras le sacaba pegas al guiso con la boca llena—. Todo lo que yo hacía siempre estaba soso o salado, demasiado duro o demasiado blando y se ponía a impartir instrucciones para hacerlo mejor la próxima vez.


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