Además, para entonces sus padres se habían trasladado al piso de al lado del nuestro y su madre, muy práctica ella, se empeñó en abrir una puerta en el salón de su casa que daba al salón de la nuestra, con lo cual podía pasar de una casa a otra sin tener que llamar al timbre de la puerta. Eso significaba que te podías encontrar a la suegra en tu casa sin previo aviso y por lo tanto no se podía estar nunca en paños menores, sobre todo en las épocas de calor y sobre todo siendo como era ella tan protocolaria con la ropa de estar en casa. En fin, un incordio, especialmente cuando empezaba a dar instrucciones sobre cómo hacer las cosas bien, y muy particularmente en la cocina, donde se consideraba a sí misma como el no va más de la restauración, ella que no sabía ni freír un huevo, entre otras razones porque nadie la había enseñado y en cuanto se casó empezó a ejercer de gobernadora civil, lo que implicaba, entre otras muchas cosas, disponer gratis de cocinera. Ella solo tenía que decir lo que quería comer y punto. Así que en su piso, periclitados ya los fastos y prebendas oficiales, todo lo más que hacía era pescado hervido porque, según ella, era lo más sano, y como de joven había tenido hepatitis, según decía, no podía hacer excesos —salvo cuando cocinaba yo y la invitaba su hija, y entonces repetía y repetía mientras le sacaba pegas al guiso con la boca llena—. Todo lo que yo hacía siempre estaba soso o salado, demasiado duro o demasiado blando y se ponía a impartir instrucciones para hacerlo mejor la próxima vez.