Es bastante normal que los finales de las películas no sean los más apetecibles por el espectador y en la vida real, pasado ya lo que se cuenta en el celuloide, la cosa se haya arreglado o haya ido a mejor: por ejemplo a veces el malo termina escapándose por los pelos, cosa que a algunos guionistas les encanta porque saben, los muy cínicos, que al espectador lo que le gustaría es que al malo le zurren bien, o le maten —como es una película no es grave, no importa—, o le pongan de patitas en el trullo y, si puede ser, por más de veinte años.
Y al bueno, y también por fastidiar, le suelen dejar ir sin honores ni lametazos ni premios: Vale, has sido estupendo, te has portado de cine, nunca mejor dicho, y has hecho el bien sin mirar a quién, pero se acabó la historia y ahora te toca trabajar. Y eso a pesar de que a todos los espectadores les hubiera parecido una buenísima idea que el tal benefactor, además de salir por la puerta grande, se le hubiera puesto una pensión vitalicia que le hubiera aliviado de por vida.