“El nuestru libru de Griego viene ahora de viaje para acá. Está regresando”. Así empezaba a escribir yo esta crónica en los últimos días de octubre. Luego lo fui dejando y, con el paso del tiempo y la crónica en el taller, el relato ha ido evolucionando hasta terminar siendo lo que ahora tienes, compañero y amigo, delante de los ojos. Ojalá te sirva de distraído entretenimiento si sigues un rato haciéndome compañía.
La cuestión es que yo creía que, como el libro de Griego había salido de Marsella el lunes 25 de octubre, llegaría a ésta a finales de la última semana del citado mes, a más tardar, en los primeros días de noviembre. Pero pasaron varias fechas desde la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, y seguía sin llegar.
El caso es que me ha dado tiempo de fijarme un poco más y he visto que el libro, de no perderse por el camino, no vendría desde Marsella como creía yo, sino desde otra ciudad del departamento Provenza-Alpes-Costa Azul. Dicha población se llama Manosque, allí vive mi paisano y compañero de curso de la Paramera, Antonio Alonso Corral. De Mogro o de Miengo, aquí al lado, al costado izquierdo de los dorados arenales donde el Pas se pierde en el Cantábrico. Yo vivo muy cerca, junto a esos mismos arenales, solo que en la ribera derecha. Ahora bien, Manosque y Marsella no están tan cerca, debe de haber una distancia como la que hay desde aquí a Bilbao, sobre poco más o menos. Con mi perspectiva ignorante, imaginaba yo que eran dos poblaciones pegadas, como León y Trobajo del Camino, pongo por caso.
Antonio me preguntaba a menudo si me había llegado ya el libro de Griego. No, todavía no. Teníamos fe en que el servicio internacional de Correos no nos lo esmanara, ojo a este verbo astur-montañés, que tanto usábamos de guajes y que ahora está en desuso.
Cuando en agosto di aquí la noticia de que había recuperado un ejemplar de nuestra “Gramática Griega”, Antonio Alonso se contagió de una explicable nostalgia y me dijo que lo consideraba un hallazgo cultural y patrimonial de todos nosotros. Tenía toda la razón. Por aquella olvidada gramática que tenía las pastas verdes de cartón duro, nos enteramos de que una vez existieron los aoristos; que hubo una lengua ya difunta que cuando vivía estuvo poblada de palabras paroxítonas, proparoxítonas y properispómenas. Lo memorizamos todos, pero luego se nos olvidó. Ahora, con la gramática de pastas verdes en la mano, uno no tiene pérdida.
Pasa lo mismo con las parasangas. ¿Quién no se acuerda de las parasangas? Nos acordamos todos. Pero si no las mencionara yo aquí, la mitad de los que ahora estáis sonriendoos de gusto (“coño, es verdad, ¡las parasangas!”), ni os acordaríais de ellas. Yo tampoco me habría acordado, si no fuera por haber recuperado este libro de Griego, que ya os contaré lo contento que me puse cuando lo recibí. Tiene razón Antonio, es un tesoro cultural y un bien patrimonial de muchos.
A los griegos, la parasanga les servía para medir distancias (parasangas deka kay eikosin epi ton Eufraten pótamon), escribía uno de ellos. Una vez puestos a recordar, recordamos hasta parrafadas enteras. A que sí. Dareiu kai Parisatidos gignontai paides duo. Parisatis, menuda elementa. Entonces no creo que nos contaran su vida de prostituta ambiciosa, inteligente política y madre en mitad de Mesopotamia. Madre de cuatro hijos, pero los que importan, los que pasaron a la historia fueron dos, el mayor y el pequeño: “presbiteros men, Artaxerxes; neóteros de, Kiros”. Y quien dice parasangas dice estadmus o stadmus con ese líquida, o estadios. La unidad de métrica era el estadio de Olimpia. Los hoplitas, decía Jenofonte, recorrían cada día equis estadios de los de Olimpia. Todavía no se nos ha quitado esta manía de medir por campos de fútbol: con asiduidad nos enteramos de que “el fuego arrasó una superficie equivalente a veinte estadios”, o que “las fajanas que ha hecho el volcán suman cincuenta bernabéus”. Por cierto, Maxi Trapero está siendo citado esta temporada por toda la prensa por su autoridad en términos guanches, volcánicos y canarios en general.
Medir con el metro es más fácil que medir con estadios, pero cuando los metros son muchos su cantidad entra menos por los ojos y a los humanos nos gustan las imágenes, entendemos mejor por imágenes. De hecho creo que sin imágenes, ni entenderíamos. La imagen que tenemos del metro es una barra de platino con el 10% de iridio a la temperatura de fusión del hielo. No hemos visto el platino jamás, no sabemos lo que es el iridio y tenemos poco claro si el hielo fusiona, funde o derrite, pero es una imagen elegante y sólida. Repasando yo estas medidas antiguas, me vino a la mente aquel hermoso joven que fue Mariano Tobes Arrabal, espero no confundirlo con otro, cuando enredando en los recreos decía: “No me toquéis las parasangas”. Era genial.
También llegamos a saber a través del libro de Griego que, ante sigma, no solo desaparecía el grupo nitau, sino la ni en solitario; que la pi, por ejemplo la pi, se transformaba en psi ante sigma, y sonaba como cuando pronunciamos bien la palabra psicología, que solemos pronunciarla muy malamente. La p de Mapfre se ha vuelto una cosa tan inútil como Ramiro, el excuñado del Comandante Lara.
El contagio nostálgico y la valoración excelente del hallazgo por parte de mi paisano cántabro Antonio Alonso Corral -años y años de profesor universitario en Francia- cuajó en una iniciativa vinculadora: “Si me mandas el libro, lo escaneo. Y así lo compartimos todos los que estemos interesados en tenerlo”, me dijo. Y lo hizo. Desde ahora todo aquel compañero de la Paramera que le solicite a Antonio una copia electrónica de la Gramática Griega, la recibirá por wetransfer. Son 227 páginas, pesan; el simple correo electrónico no puede con ese volumen. Siguiendo la divina enseñanza de José Mari Cortés que cada dos por tres nos vincula con cosas distintas a través de esta red de nudos, ahora Antonio Alonso nos vincula cultural, patrimonial y emocionalmente. Demos gracias a los dos.
El libro no se esmanó. Acaba de llegar. Os decía que os fijarais en este verbo astur-montañés que usábamos por estos pindios riberos cuando se nos perdía una vaca en el monte, o una cabra o una yegua. “Se esmanó la Josca”, decíamos. “Y lo peor de tó es que no trae campanu”. Se nos perdían en el monte, se iban desmanadas, de nuestras manos. Unas veces las desorientaba la niebla; otras, se esmanaban a pleno sol sin motivos aparentes: a lo mejor porque sus circuitos sensoriales se enredaban en ciertas fragancias que surgen confundidoras desde el arranque mismo de las hierbas. Un olfato de pastor no alcanza ya a percibir esos perfumes vegetales, porque la evolución ha puesto de pie a los pastores de los picos, les ha estirado los brazos, les ha levantado el mentón y les ha colocado la nariz a más de metro y medio del suelo. Otros animales, los pobres, todavía viven de arrastrar la lengua por el verde cobertor que recubre la materia geológica, pacen óxidos mezclados y comen ácidos de la alquimia que transforma lo mineral en masa viva. Es posible que algunos de esos productos tengan para los animales unos efectos semejantes a los que tenían las botellas de ciento tres para los pastores, quizá por eso se confunden y se esmanan. En bables de los riberos del Cares, he sabido yo que en vez de esmanarse, dicen esmaniarse. Hacen bien, lo importante es que el nuestru libro de Griego, acertó a venir desde la Costa Azul. Y sin campanu.
En la Paramera, al libro de Griego se le respetaba y se le temía. Algunos le tenían un cariño especial, pienso en José Ignacio Manso, que se sabía de memoria una parte importante de la Anábasis y prácticamente Lucas por la parte del nacimiento y la emigración a Egipto. De memoria. Como decía uno que se empolló la guía telefónica de Palencia, “la sé de memoria, pero además, entendiéndola”. Yo tampoco era manco en Griego, pero ninguno le llegábamos a la suela de los zapatos al asturiano Bernardo Vázquez Villa, que del Griego tenía un dominio instintivo y visceral. Un fenómeno. Argüeso ha citado aquí al elenco de actores, radiofonistas, responsables musicales y creadores de murales, todos ellos tenían detalles de reconocimiento. Vázquez Villa, simplemente Villa, en Griego era un monstruo, hay que reconocerlo.
El libru de Griego me lo trajo Francisco Javier Fernández Martín, un curso mayor que yo y creo que un año más joven que yo. Javier es primero de Mata de Buelna y luego de Torrelavega, yo de las altas montañas, que en esto de la alfabetización tiene su importancia, los de montaña siempre fuimos por detrás. Javier es un chaval con el que tuve una excelente relación. Quedamos a tomar unas cervezas y durante hora y media estuvimos dedicados a confesarnos lo que no está escrito ni lo estará. Fue una visita encantadora y me trajo el libro de Griego de la Paramera. La verdad es que hora y media tampoco da para mucho: Yo tenía que volver a los cuidados intensivos de la madre (95 años), los mismos que tendría ahora la madre de Francisco Javier, de haber vivido todavía. Una coincidencia. A Javier y a mí, ambas madres nos parieron cuando las dos tenían 21 años. Otra coincidencia. Yo amo estas coincidencias y desde ando leyendo el amor y los vínculos de Giordano Bruno, las amo todavía más. Javier tiene un alma que al coincidir con la parte mejor que hay en otras almas, es digno de amarle.
Que cuente él si quiere cómo se hizo con este libro de Griego antiguo todo desguazado. Para ser honestos, todo, todo, no estaba desguazado. La parte primera estaba desguazada, pero la parte final, lo podéis comprobar si le pedís a Antonio Alonso una copia, está intacta. Se conoce que los cursos no llegaban hasta el final. Ni mucho menos.
Javier buscó por Madrid un restaurador de libros antiguos, le explicó lo que quería -que lo que quería era dármelo a mí- y se gastó un pastón en restaurarlo hoja por hoja. Le encargó una encuadernación cartón de pasta dura, una elegante cenefa a cinco centímetros de los bordes de las tapas y, en el lomo, el grabado de las palabras "Gramática Griega" y las iniciales I.C.G. Las mías, doradas. Una preciosidad. La delicadeza de este afecto es seguro que no la merezco.
Repasé la fonética,y aluciné. Me acuerdo la tira. Las sordas, aspiradas y sonoras. La epéntesis y la palatalización, qué bueno. Se me pasó por la cabeza que este invierno, si no tenía nada mejor que hacer, volvería a estudiar este libro de Griego, este, ese método, aquella maravillosa disciplina.
Luego vino el asunto de la investigación, porque ni Javier ni yo habíamos conseguido saber quién era el autor de la gramática ni cuya era la editorial. Faltaban páginas. Tres o cuatro. Las primeras. Las definitivas. Lo conté aquí y no habían pasado ni ocho horas cuando sale a la palestra Domingo Iturgáiz: “Tengo yo una Gramática Griega, pero es de tapas rojas”, dijo. Las que recordábamos Javier y yo eran verdes.
Gramáticas griegas habrá muchas, pero la de Iturgáiz ¿sería la nuestra? El sobrino del padre Iturgáiz precisaba desde Pamplona: “Los autores de la mía son varios: Planque, Anème, Lerminiaux, Ghilain”. Todavía nos daba otros detalles: “Es una tercera edición, está traducida por Antonio Planas, C.M.F; la editorial es Textos "Palaestra" (Lauría 5, Barcelona), 1949. Y la imprenta estaba en Santander: ALDUS S.A. de Artes Gráficas. Saludos y abrazos”. Esto fue el 16 de septiembre.
Yo estaba encantado y entusiasmado con la aportación de Iturgáiz. En ese momento, Antonio Argüeso iba a sacar a pasear el perro por Bruselas, pero se dijo: “Que espere el perro. Las cosas, en caliente”. A él también le había encantado la aportación de Domingo y, como conoce bien a Javier el de Torrelavega, escribió unos afectos destinados a él: “Nada de lo que digas de Javier me pilla de nuevas”, me dijo. “Es una pena que Javier no se anime a escribir lo que sabe, pero nadie es perfecto. Javier no solo tiene historias, tiene “la historia” de aquel pasado nuestro tan reciente”.
Es una pena, pero no hay que perder la esperanza. Yo le he animado mucho a que escriba, pero no se arranca, titubea: “Si por lo menos tuviera la facilidad y la gracia que tiene Jesús Herrero”, me confesó. “Esos libros que escribe Jesús Herrero son maravillosos, decir que me encantan es decir poco”, me dijo. Yo no le quité ninguna importancia a Jesús, al revés, pero también le dije a Javier que cada quién es cada quién, todos tenemos nuestro propio decir y que el escribir suyo no tiene por qué envidiar al de nadie. A ver si se arranca.
Alguien del blog me mandó el correo electrónico de Iturgáiz y yo le envié al navarro la foto de una página elegida al azar (la 64, donde vienen los verbos cuyo radical no termina en vocal temática, épsilon u ómicron) y le pedí que comprobara si esta página 64 coincidía con la 64 de su libro. Coincidía. Domingo me mandó más fotos de más páginas. Coincidían todas.
Así que con el ejemplar de Domingo completamos la información que le faltaba al mío: la página de la administración de la Censura: el "nihil obstat" de un padre C.M.F (los escolapios) la del superior provincial de la misma orden con el "imprimi potest", otro "nihil obstat", de un presbítero censor y, finalmente, el "imprimatur" definitivo a cargo de Gregorio, obispo de Barcelona. Gregorio Madrego, procurador en Cortes desde que aquellas Cortes de procuradores se inauguraron.
La documentación enviada por Iturgáiz me puso en la pista de que la edición española se hizo en base a la tercera edición francesa de la editorial Adolph Wesmaet-Charlier de Namur, Bélgica, editor belga y católico, fallecido en 1906 en Namur.
Hasta me hice con la esquela de Monsieur le editeur.
Para entonces, Baldo me ofreció una «Gramática griega elemental» que él ya no necesitaba, porque el Griego bíblico que usa Baldo para escribirnos sus breves textos sobre la Cena del Señor, lo domina a la perfección. No obstante me remitió a la biblioteca de Casorvida, que según él está más dotada que la de Alejandría y la del Congreso. Se lo agradecí en el alma, pero le expliqué que mi interés ahora no es tanto aprender Griego, como completar la documentación de la gramática que me había regalado en agosto Francisco Javier Fernández Martín. Y que mi amor estaba dirigido en estos momentos hacia ese objeto físico, como elemento material cultural y patrimonial. Más o menos repetí lo que me había dicho a mí Antonio Alonso. Entre tanto, a Antonio Argüeso, nada más ver Namur, se le encendieron todos los pilotos, porque Namur está al lado de donde él vive y, aprovechando la ocasión, me dio noticias precisas sobre el corazón de Juan de Austria que reposa en la catedral de dicha ciudad.
Ni Tascón ni Reyero nos contaron la Anábasis. No les dio tiempo. El árbol de la composición de los aoristos nos impidió ver el bosque de la epopeya de los 10.000 hoplitas que quedaron en paro cuando se firmó la paz de la guerra del Peloponeso a la que ellos habían dedicado su vida. Habría sido una lectura apasionante para nuestras mentes de adolescentes su reclutamiento bajo engaños por parte de Ciro el joven, su marcha hacia el corazón de Persia para guerrear por Ciro contra su hermano Artajerjes -aquella sí era una guerra fratricida- su victoria/derrota, su desencanto, el liderazgo de Jenofonte surgido de la noche a la mañana después de una pesadilla nocturna, la retirada al límite de las humanas capacidades Tigris arriba hacia los montes del Cáucaso con la imaginación puesta en el Mar Muerto. Y sobre todo, el terrible invierno por los montes del Tauro, prácticamente descalzos, con sandalias de cuero sin calcetines, con aquellas túnicas tan atrevidas que cubrían solo hasta mas arriba de las rodillas. Las correas de las sandalias se helaban y se incrustaban en la piel de la boca del pie pantorrilla arriba. No salía la correa sin arrancar trozos de piel y carne del pobre hoplita. Me da compasión imaginarlo. Me produce emoción cuando desde lo más alto de la montaña helada vieron allá abajo brillando el mar: “¡Θάλασσα, Θάλασσα!”, gritaban llorando abrazados unos a otros sin acabar de creérselo. No lo leímos entonces, fue una pena.
Lo que sí leímos, fue el nombre de un persa que nunca nos cayó bien. Sé que hoy no os dice nada, lo habéis olvidado, pero muchas frases traducidas por nosotros con el esfuerzo del diccionario griego-español que no faltaba en el pupitre tenían a este persa como sujeto, complemento directo, complemento indirecto o complemento del nombre. El persa se llamaba Tisafernes. No nos caía bien. Me complace haberos provocado una sonrisa en los labios y un brillo en los ojos por haberos puesto a Tisafernes al alcance de la memoria. Si no es por el detallazo de Francisco Javier Fernández Martín, nos habríamos quedado ayunos del goce de este minúsculo y etéreo placer.
Para pedirle el libru de Griego a Antonio Alonso, dirígete a antonio.alonso@orange.fr