miércoles, 28 de septiembre de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 7 . Verano en Cantabria

 




Y llegó el verano y me volví a Palencia para pasar allí las vacaciones. El segundo día de julio me encontré, cuando iba a hacer algunos recados, con un primo mío que vivía en Boston y al que apenas conocía. Tan solo tenía alguna difusa referencia familiar, comentada siempre en tono misterioso, entre admirativo y deslumbrado, refiriéndose al «primo que vivía en Estados Unidos», que «era un gran pintor de fama mundial». Narciso, que era como se llamaba, era artista y daba clases de pintura en una universidad privada en Rhode Island. Enseguida conectamos, sobre todo por mis afinidades artísticas, y nos hicimos amigos. Él andaba ya sobrepasando los cuarenta mientras que yo apenas acababa de aterrizar en los veinte, diferencia que él trataba de aliviar con ciertas dosis de progresía rampante y coleguismo, sobre todo para paliar los problemas psicológicos derivados de la preocupante e inminente pérdida de la juventud o de la amenazante llegada de la madurez y, desde luego, para tener acceso al contenedor de «carne fresca» que le proporcionaban amistades más jóvenes, siempre deslumbradas por «un artista de fama mundial que vivía en USA», que es como él se publicitaba sin ningún rubor, y a las que tenía mucha facilidad de acceso por su actividad artística que, justo es reconocer, era bastante merecida y que utilizaba para ligar sin miramientos, como también ya había hecho yo en más de una ocasión, como dejé dicho.

Narciso tenía en aquel momento el proyecto de utilizar una casa que había comprado en una pequeña localidad cántabra por cuatro gordas, para montar un estudio de pintura y dar clases, durante el mes de agosto, a un grupo seleccionado entre sus mejores alumnas (nada de alumnos) de la universidad de Rhode Island donde trabajaba. De esta manera pensaba amortizar los gastos de la compra del inmueble y los arreglos necesarios para convertirlo en habitable.


Enseguida me propuso ir allí durante el mes de julio para ayudarle a adecuar y adecentar el lugar y de paso veranear un poco. Naturalmente, a falta de otra cosa mejor que hacer, me ofrecí incondicionalmente y, dos días más tarde, en un «dos caballos» cochambroso y destartalado que también se acababa de comprar, nos fuimos a Cóbreces, que es como se llamaba el pueblo, una villa con mucha historia cercana a Comillas.


La casa era grande y conservaba todos los atributos típicos propios la arquitectura de la zona, como por ejemplo un balcón corrido muy bonito pero muy deteriorado en la fachada principal. En general mostraba un estado de abandono prolongado que hacía sospechar un elevado coste de tiempo y dinero en reparaciones. En la parte delantera tenía un pequeño prado lleno de hierbajos, pero suficiente para maniobrar o aparcar el «dos caballos». En el lado derecho de la fachada estaba la puerta principal, un portón astroso que pronto fue sustituido por una puerta más moderna con cierto aire sajón. En el lado izquierdo estaba la entrada de la cuadra con sus pesebres, lugar en el pernoctaban algunos gatos que pronto huyeron al comprobar las malas pulgas de Narciso. Haciendo cuerpo con la fachada, y en ángulo recto, había otro gran espacio destinado a almacenar forrajes y aperos agrícolas que fueron eliminados para convertirlo en estudio de pintura; y junto a este recinto otro más pequeño que también fue vaciado de todo tipo de cachivaches inservibles. En el interior, sobre las cuadras, con capacidad para cuatro o cinco vacas a lo sumo, se encontraba el pajar, otro gran espacio al que se accedía desde los pesebres por una peligrosa escalera y donde, después de asegurarnos de no correr riesgos, instalamos provisionalmente un par de camas mientras se arreglaban el resto de las habitaciones. Tras la puerta principal de la casa se instaló una cocina nueva en sustitución de la anterior y ya de paso se restauró y adecentó el resto de la planta baja, donde también había otra habitación además del cuarto de baño, un espacio amplio y luminoso junto al cual estaban las escaleras que conducían a la planta superior, con otras cinco habitaciones más con capacidad suficiente cada una de ellas para instalar, según las previsiones de mi primo, no menos de dos literas por habitación. Estas habitaciones tenían todas vistas al mar y daban a un prado descendente, con algunos árboles frutales, que terminaba en un seto descuidado y montaraz.



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