domingo, 25 de septiembre de 2022

ALBORNOZ (Por Santos Suárez Santamarta)

 


 

Albornoz, 347

 

Mi tía Genoveva no alcanzaba 

a entender la función de aquella prenda 

de tan vivos colores que mi madre,

con especial  esmero y con destreza

-junto con otras prendas más- estaba

haciéndoles un hueco en mi maleta.

 

Le parecía un lujo extravagante

que los frailes a un niño le exigieran

que llevase también al internado  

aquella inusitada vestimenta. 

 

Ella, buena mujer, que quedó viuda

a causa de los odios de la guerra

se había presentado aquella tarde

en mi casa con una recompensa

por haberle cuidado yo sus vacas

y ayudarla en agrícolas tareas

durante todo aquel largo verano   

antes de abandonar al fin mi aldea,

perdida entre montañas, con destino 

a un colegio en la seca paramera. 

 

Me traía -sabiendo que me iba                

a donde no usaría ya madreñas-  

unas botas de piel para el invierno  

con elástica, suave y muelle suela 

y con forro especial de borreguillo  

que daban ya calor solo con verlas:

un lujo de calzado nunca usado

por nadie de mi entorno, que yo sepa.

 

Y la prenda especial a que mi tía

en su asombro hacía referencia 

se llamaba albornoz, vocablo extraño 

que nunca lo escuchara yo en la escuela

ni se oía en aquellas latitudes

montañosas en tiempos de posguerra.



Fray José Antonio, Valero y Giraldo

 

Así que parecía comprensible,   

que ni yo, ni mi tía Genoveva

ni la gente común de los contornos

-todos gente del campo- conocieran

ni tan siquiera el nombre y mucho menos

alguien que de esta guisa se vistiera.

cuando  gran parte del atuendo usado

era de hechura y fábrica caseras.

 

Y todo comenzó con una carta

que  el prior a mis padres remitiera          

días atrás y que éstos recibieron 

estando en las labores de la era.  

En ella -tras haberles anunciado

ser yo seleccionado en la gran leva 

de nuevos colegiales aquel año-

les daba relación de cuantas prendas

debería llevar en el ingreso

para el que ya quedaban pocas fechas.

 

Así que en la misiva se indicaban              

con gran detalle cada una de ellas:

sábanas, almohadones, mantas, colcha

pantalones, camisas y chaquetas

pañuelos, calzoncillos, calcetines, 

un bañador, jerséis y camisetas…

y el dichoso albornoz, sin que del mismo  

aclaración alguna se les diera.

 

Eso sí, como todas debería 

-de manera visible aunque discreta-

tener marcado el número asignado           

como propio a tal fin, con la encomienda

de que fuese indeleble a lavaduras 

o por un casual se desprendiera.

 

                                           Era una prenda larga, parecida                                                                                                   

a una túnica simple pero abierta,

sin botones y sin abrochaduras,    

y con un cinturón que también era

de rizado tejido, al que le llaman

-como luego he podido saber- felpa.

 

Vistosa vestimenta  de colores  

con función de servir de tapadera

que ocultase -en el tránsito a la ducha

y  luego en el regreso hasta la celda-

lo que un cursi ilustrado designara 

con ánimo instructor “partes pudendas”  

que, la verdad, no eran otra cosa

que las connaturales herramientas

de la virilidad que, en desarrollo, 

son rúbrica y señal de adolescencia.

 

Análoga función también tenía

-esta exclusiva y colorista prenda-

en el ir y volver de la piscina

cuando tal ocasión se produjera,

si bien en este caso era distinta, 

en parte, tal función. La diferencia

estaba en que lo que tapaba         

no tenía que ver con la indecencia, 

-la indecencia moral, se sobreentiende-

sino más bien con la vergüenza estética  

acaso más dañina todavía 

en la edad especial de adolescencia

cuando la propia imagen se apreciaba 

según se cotejara con la ajena.

 

Pues cuanto menos era llamativa 

y un tanto deplorable o lastimera

nuestra  imagen de niños desgarbados

de blanca piel y enflaquecidas piernas 

intentando lanzarse a la piscina  

después de despojarse de tal prenda,

cada cual exhibiendo su modelo

de traje sin patrón ni referencia,

con la excepción de algún privilegiado

que podía lucir la marca “Meyba”


                                         Era la exposición de bañadores 

más rara y variopinta que se viera:  

calzoncillos, calzones, suspensorios,  

gayumbos con holgadas entrepiernas

o viejos pantalones reciclados

previamente amputadas sus perneras:

cualquier prenda servía para el baño 

si tenía cosida la bragueta.

 

De modo que vestir el albornoz

de nuevo, y tras darse el baño, era

no tan solo secar la piel mojada

sino verse vestido de etiqueta

recobrando con ello la autoestima  

que sin dicho albornoz estaba en quiebra

para luego, en desfile colorista,

marchar ya recompuesto hacia la celda 

o camarilla, como se llamaba 

a nuestra diminuta residencia.  



Luis G. Trapiello y Josemari Cortés

 

¡Cómo me gustaría haberle hablado

a mi querida tía Genoveva

-después de haber pasado en el colegio

uno de esos inviernos de la estepa-

de lo útil que fue haber tenido

aquella “extravagante vestimenta”!.

 

Sobre todo en aquellos crudos días 

invernales en los que de las sierras

norteñas, tapizadas de blancura

llegaba el viento-norte con la oferta 

glacial de sonrosados sabañones  

a las manos, los pies y la orejas.

 El albornoz en esas circunstancias

se hacía acogedora talanquera  

sobrepuesto al pijama  muchas noches 

de gélidas escarchas y de estrellas

 

Ahora recobrando estos recuerdos

quiero anotar la pena que me queda

y un cierto reconcomio, pues no pude

a mi querida tía darle cuenta

de por qué aquellos frailes exigían

llevar al internado dicha prenda,

ni tampoco agradecerle su regalo

con el cariño con que yo quisiera.

 

¡Cómo le gustaría haberme visto

en el estreno de mis botas nuevas…!

 

            ***


 

 

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