Albornoz, 347
Mi tía Genoveva no alcanzaba
a entender la función de aquella prenda
de tan vivos colores que mi madre,
con especial esmero y con destreza
-junto con otras prendas más- estaba
haciéndoles un hueco en mi maleta.
Le parecía un lujo extravagante
que los frailes a un niño le exigieran
que llevase también al internado
aquella inusitada vestimenta.
Ella, buena mujer, que quedó viuda
a causa de los odios de la guerra
se había presentado aquella tarde
en mi casa con una recompensa
por haberle cuidado yo sus vacas
y ayudarla en agrícolas tareas
durante todo aquel largo verano
antes de abandonar al fin mi aldea,
perdida entre montañas, con destino
a un colegio en la seca paramera.
Me traía -sabiendo que me iba
a donde no usaría ya madreñas-
unas botas de piel para el invierno
con elástica, suave y muelle suela
y con forro especial de borreguillo
que daban ya calor solo con verlas:
un lujo de calzado nunca usado
por nadie de mi entorno, que yo sepa.
Y la prenda especial a que mi tía
en su asombro hacía referencia
se llamaba albornoz, vocablo extraño
que nunca lo escuchara yo en la escuela
ni se oía en aquellas latitudes
montañosas en tiempos de posguerra.
Así que parecía comprensible,
que ni yo, ni mi tía Genoveva
ni la gente común de los contornos
-todos gente del campo- conocieran
ni tan siquiera el nombre y mucho menos
alguien que de esta guisa se vistiera.
cuando gran parte del atuendo usado
era de hechura y fábrica caseras.
Y todo comenzó con una carta
que el prior a mis padres remitiera
días atrás y que éstos recibieron
estando en las labores de la era.
En ella -tras haberles anunciado
ser yo seleccionado en la gran leva
de nuevos colegiales aquel año-
les daba relación de cuantas prendas
debería llevar en el ingreso
para el que ya quedaban pocas fechas.
Así que en la misiva se indicaban
con gran detalle cada una de ellas:
sábanas, almohadones, mantas, colcha
pantalones, camisas y chaquetas
pañuelos, calzoncillos, calcetines,
un bañador, jerséis y camisetas…
y el dichoso albornoz, sin que del mismo
aclaración alguna se les diera.
Eso sí, como todas debería
-de manera visible aunque discreta-
tener marcado el número asignado
como propio a tal fin, con la encomienda
de que fuese indeleble a lavaduras
o por un casual se desprendiera.
Era una prenda larga, parecida
a una túnica simple pero abierta,
sin botones y sin abrochaduras,
y con un cinturón que también era
de rizado tejido, al que le llaman
-como luego he podido saber- felpa.
Vistosa vestimenta de colores
con función de servir de tapadera
que ocultase -en el tránsito a la ducha
y luego en el regreso hasta la celda-
lo que un cursi ilustrado designara
con ánimo instructor “partes pudendas”
que, la verdad, no eran otra cosa
que las connaturales herramientas
de la virilidad que, en desarrollo,
son rúbrica y señal de adolescencia.
Análoga función también tenía
-esta exclusiva y colorista prenda-
en el ir y volver de la piscina
cuando tal ocasión se produjera,
si bien en este caso era distinta,
en parte, tal función. La diferencia
estaba en que lo que tapaba
no tenía que ver con la indecencia,
-la indecencia moral, se sobreentiende-
sino más bien con la vergüenza estética
acaso más dañina todavía
en la edad especial de adolescencia
cuando la propia imagen se apreciaba
según se cotejara con la ajena.
Pues cuanto menos era llamativa
y un tanto deplorable o lastimera
nuestra imagen de niños desgarbados
de blanca piel y enflaquecidas piernas
intentando lanzarse a la piscina
después de despojarse de tal prenda,
cada cual exhibiendo su modelo
de traje sin patrón ni referencia,
con la excepción de algún privilegiado
que podía lucir la marca “Meyba”
Era la exposición de bañadores
más rara y variopinta que se viera:
calzoncillos, calzones, suspensorios,
gayumbos con holgadas entrepiernas
o viejos pantalones reciclados
previamente amputadas sus perneras:
cualquier prenda servía para el baño
si tenía cosida la bragueta.
De modo que vestir el albornoz
de nuevo, y tras darse el baño, era
no tan solo secar la piel mojada
sino verse vestido de etiqueta
recobrando con ello la autoestima
que sin dicho albornoz estaba en quiebra
para luego, en desfile colorista,
marchar ya recompuesto hacia la celda
o camarilla, como se llamaba
a nuestra diminuta residencia.
¡Cómo me gustaría haberle hablado
a mi querida tía Genoveva
-después de haber pasado en el colegio
uno de esos inviernos de la estepa-
de lo útil que fue haber tenido
aquella “extravagante vestimenta”!.
Sobre todo en aquellos crudos días
invernales en los que de las sierras
norteñas, tapizadas de blancura
llegaba el viento-norte con la oferta
glacial de sonrosados sabañones
a las manos, los pies y la orejas.
El albornoz en esas circunstancias
se hacía acogedora talanquera
sobrepuesto al pijama muchas noches
de gélidas escarchas y de estrellas
Ahora recobrando estos recuerdos
quiero anotar la pena que me queda
y un cierto reconcomio, pues no pude
a mi querida tía darle cuenta
de por qué aquellos frailes exigían
llevar al internado dicha prenda,
ni tampoco agradecerle su regalo
con el cariño con que yo quisiera.
¡Cómo le gustaría haberme visto
en el estreno de mis botas nuevas…!
***