miércoles, 31 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 4 . Merche

 



Como no podía ser de otra manera —y después de muchos avatares— terminé fuera del seminario en las navidades de 1970. Los traumas eran ya demasiados. Intentar forcejear contra la naturaleza, la genética y otros tales enemigos sin armas consistentes, por no decir absurdas, era poco menos que imposible. Y aún más insensato era tratar de luchar sublimando místicamente las exigencias o necesidades físicas para convertirlas en algo llevadero, lo que venía a ser lo mismo que sentarse sobre el cráter de un volcán pensando que eso sería suficiente para impedir la erupción.

Regresé de nuevo a casa después de ocho años de seminario y tuve que reciclar a marchas forzadas mentalmente todo lo vivido y acoplarlo a una vida nueva que se parecía tanto a la anterior como un huevo a una castaña. No fue fácil y no hubo tregua en la adaptación. Tenía prisa por encajar en el engranaje de la vida cotidiana, sobre todo porque me sentía descontextualizado, desorientado y rezagado en el camino por el que circulaba todo el mundo.

miércoles, 24 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 3 . El tren de Ávila





Acabada aquella inquietante semana de Madrid, tomé de nuevo el tren de vuelta a Palencia. Cada vez que subía a un tren llevaba siempre debajo del brazo una novela de Zane Grey, el conocido escritor norteamericano de Ohio, el cual solía contar historias de vaqueros muy entretenidas donde los amores que se cruzaban entre los personajes siempre eran puros y legales y nunca había escenas subidas de tono, algo que un aspirante a cura o fraile no hubiera podido tolerar. Y además siempre ganaban los buenos, como en los libros de las vidas ejemplares de los santos, que solían quedarse descansando en el seminario en los períodos vacacionales, para mayor tranquilidad de los alumnos.

Estaba yo tan entretenido con el tercer capítulo de la novela, que comenzaba con una ensalada de tiros entre los malos y los buenos, cuando el tren paró en Ávila, así que cerré momentáneamente el libro para contemplar las macizas y recalentadas murallas cuyas piedras resistían impávidas los rigores de agosto desde hacía casi dos milenios. El departamento del vagón en el que viajaba desde Madrid iba confortablemente vacío. Respaldos y asientos mullidos de goma espuma forrados de «skay» con algunos churretones imprescindibles para corroborar las limitaciones higiénicas, tanto de los viajeros como de la propia compañía. Y sobre los asientos una especie de repisa o balda para depositar el equipaje en la que yo había colocado mi mochila.


miércoles, 17 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 2 . La piscina municipal

 

2.

La piscina municipal

 

En el seminario al que fue a parar mi escasa humanidad infantil se inoculaba, desde el primer minuto, y sin contemplaciones, el rechazo del sexo. Las razones para tan absurda imposición eran, visto desde aquí, evitar las distracciones con respecto a la meta prefijada, que no era otra que la de llegar a ser cura o, en mi caso, fraile. Para ello había que ser puros, que era el sublime adjetivo con el que se envolvía tamaña estupidez, y dominar esa fuerza desbocada del sexo que conducía al pecado inexorablemente, apartándonos de Dios, de la Virgen y de todos los santos de la corte celestial, todos ellos rodeados de orlas florales. Entre ellas destacaba el lirio, un lirio blanquísimo como símbolo de la pureza, que era tenida por virtud celestial, cuestión sobre la que terminaron por devorarme serias dudas más adelante, sobre todo cuando me di cuenta de que la dichosa flor era empleada como atributo de aquellos santos que habían dado su vida por rechazar el pecado en cuestión. Más que santos habría que haberlos tenido por tontos, por decirlo de una manera amable.

Se solía reforzar argumentalmente en el seminario todo esto con la lectura recomendadísima de las vidas ejemplares de esta caterva de personajes que se santificaban en Roma a granel, porque habían preferido sufrir las más horrendas torturas hasta morir tan solo por mantener oxidado su aparato reproductor. Siempre ha habido gente así. Se dejaban cortar brazos, piernas, alguna que otra teta en caso de tenerlas, sacar ojos, ser quemados bien por partes o globalmente, descoyuntados y, se supone que, en la mayoría de los casos, finalmente violados con las vociferantes protestas de las propias víctimas, aunque de esto no hay evidencias documentales y, además, sería muy comprometida y sonrojante cualquier descripción o narración de semejantes hechos que luego habrían de leer desde los inocentes niños seminaristas hasta, incluso, la revirada feligresía de beatas ociosas. ¡De eso nada!

domingo, 14 de agosto de 2022

... Y LO QUE ES (Por Pedro García Trapiello)

Estábamos ayer en Lastres, el pueblo con todas sus calles en cuestecita encabronada mordiendo las pantorrillas como un perro, agosto del 68, y andábamos por el puerto o por las rocas perceberas o por la playa o por donde la alta iglesia con su gran jardín y bolera o en la campa aún más alta de la ermita de san Roque que se embarulla de gentes y músicas el día de su fiesta patronal, la de ese santo francés de Montpelier, el 16, san Rocco lo llaman en Italia. Y recordábamos a mi condiscípulo Bañugues enseñándome a pescar marineramente en aquel puerto de flota pesquera abigarrada y abrigada por un alto dique que muchas veces salta el mar si se encabrita. Cada madrugón que nos dimos pescábamos un caldero de panchitos con sólo varal pobre, sedal y calamar en el anzuelo. Y un día de fortuna, en el puntal del espigón, cayeron dos buenos sargos que allí llaman chopas (perdón, chopes, sujétese el asturllingüista). Ya después estaba yo cada verano recetándome unos días en Lastres no negociables, ahora con cañas de carrete y ampliando objetivos: las chopas, lo primero, y fanecas, lurdos, maragotas, salmonetes, chicharros, lirios, alguna breca, cabras... sin salir del puerto; y en el pedrero de la playa, lubinas pequeñas que llamen furagañes, alguna raya, más salmonetes, julias, lenguados... ampliándose el botín en las rocas con lapas o llámpares (ideales en crudo para las resacas), bígaros, mejillones... y quisquillas en las charqueras, el cebo ideal. De todo aquello no queda hoy ni un diez por ciento. Apenas si se ve un chopín mordisqueando los muros del dique, ni asomam los marallos de panchitos, ni salen pulpos, calamares pocos, sólo el despreciado muil campa en número. Hoy es mar esquilmado. Todo lo explica un vistazo al puerto, casi todo pantalán deportivo. Sólo cuatro lanchas guardan la ley y el afán que un día permitió tres industrias conserveras en el pueblo. Esto es lo que es. Y lo que fue es maldita nostalgia. Y desde la fama que dio a Lastres la serie de un tal doctor Mateo, encareciose hasta el mirar. Aún así, el sitio seguirá con su guapura guapa a sobrar. Ye cromu.

sábado, 13 de agosto de 2022

LO QUE FUE ... (Por Pedro G. Trapiello)

Era agosto de 1968 y, mientras en París digerían la resaca de un Mayo tumultuoso con más interruptus que irruptus, a mí me hizo cautivo Lastres. Me enamoré del sitio, de su mar, su playa, su puerto, su rula, sus acantilados perceberos, sus cuestas y su olor con color de marinería humilde que entonces vestía de mahón como bien lo predicaban los tendederos de ropa que eran en cada casita las banderas del esfuerzo y de una perreada vida a crédito hasta que las costeras del bonito y del bocarte les liberaran de deudas en la tienda de ultramarinos. Eran además mis primeras vacaciones reales, ¡un mes fuera de casa!, con los treintaitantos compañeros de curso que en septiembre nos echarían un hábito encima, alojados en la bella casona rectoral, allá en la cimera del pueblo más fatigoso de España con todas sus calles en cuesta pindia, gimnasio gratuito que hacía a su gente fibrosa (bajar desde allí al puerto o a la playa era y es puro montañismo). Y aún más que la playa, me prendó el puerto, siempre en afanoso trajín culminado con subastas de la pesca en una rula como ermita de guapa con canturreos cagaprisas del subastador y su campanil anunciando cada barco que llegaba; y aquel gran dique que abrazaba un apretuje sin fin de lanchones merluceros como el «Boreas» que me bautizó en marinería y botes de faenar mediano o pobre como el de un loco solitario que iba bautizando sus barquitas con los días de la Semana Santa y que salía a la mar cuando nadie se atrevía. A ese puerto bajaba yo algunos días a pescar a las cinco de la madrugada con Carlos Bañugues, mi instructor en caña de costa; y un caldero de panchitos era cada vez nuestra costera; las dos de cocina nos maldecían al tener que limpiar aquella interminable menudencia. En una de las tres fábricas de conservas que había en el pueblo nos daban una lata grande de migas y brozas de escabeches para macizar; y en un horno panadero comprábamos dos chuscos de pan tierno cuyo perfume aún me hornea la memoria... ¡qué más pedir a los 16 para ir madrugando a la libertad!... (continuará)

miércoles, 10 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 1 . Piluca

 

1. Piluca

Piluca era una niña morena de nueve años, uno menos que yo. Tenía una melenita negra ligeramente rizada, ojos negros, labios finos y rostro triangular y delgado. No era muy expresiva y por lo tanto no era fácil saber si estaba contenta o cabreada. Si había tenido un buen día y estaba contenta, su sonrisa, entre tímida y misteriosa, apenas se dibujaba en sus labios. Tampoco hablaba demasiado pero su timidez aparente era eso, pura apariencia, porque al final siempre se terminaba jugando a lo que ella quería. Convencía a la pandilla de amigos con una voz suave y meliflua irresistible. En definitiva, era una niña muy mona, como se decía entonces, y con mucho peligro.

Piluca vivía en una casa que ya no existe en la actualidad, situada al principio de la calle Mayor de Palencia. No sobrevivió a los modernos bloques de seis pisos que empezaron a ponerse de moda allá por los años setenta. El portal de la casa era enorme, un portalón por el que podía pasar perfectamente una tartana con caballo incluido. La casa tenía dos plantas y ella vivía en la de arriba. En el primer piso vivía la condesa de Castilfalé, una señora muy mayor, arrugada como una pasa, vestida de negro de la cabeza a los pies y con muy mala leche. Se hacía acompañar la condesa en sus breves paseos por otra señora también muy mayor y también con muy mal genio. A la condesa yo la distinguía de lejos porque llevaba siempre un velo de los de ir a misa y un bastón negro con empuñadura de plata y la acompañante nada. Vistas de lejos, que es desde donde yo las veía siempre, no se sabía quién se apoyaba en quién para caminar, más bien parecía que ambas se sostenían mutuamente, como si estuvieran pegadas por los hombros, y si una tropezaba las dos se irían al suelo. Siempre que las veía procuraba ahuecar el ala, más que nada por prevención, porque la condesa tenía fama de tener manía a los niños, siempre ruidosos y desordenados, cosa que le oí decir un día que se acercó demasiado porque yo estaba de espaldas y no la vi llegar.

Sin embargo, a pesar de ser poco sociable, la señora condesa era bastante amiga de la madre de Piluca, que también era algo huraña y de la que nunca conseguí saber su nombre, básicamente por falta de interés.

Una mañana coincidí con la condesa, su acompañante y la madre de Piluca en la carnicería de Julio, que estaba al lado de su portal. Yo acompañaba a mi madre para ayudarla luego con las bolsas de la compra. Julio, el carnicero, era un cachondo. Tenía el rostro casi cuadrado, con potentes mandíbulas y un mostacho negro enorme. Contaba chistes a las clientas. Aquel día le dijo a una de ellas que haría bien en comprar un chorizo de Pamplona que tenía en el mostrador porque no lo iba a encontrar igual de bueno en ningún sitio. Fíjese doña Asunción si será bueno —le dijo muy serio— que el otro día se lo llevaron para una boda y los novios se volvieron a casar otra vez al día siguiente para poder repetir. La clientela se rió pero la condesa, su acompañante y la madre de Piluca ni se inmutaron. Sin embargo pidieron todas cuarto y mitad de ese chorizo. Nunca llegué a entender bien lo de «cuarto y mitad». Supongo que les resultaría más fácil que decir trescientos setenta y cinco gramos. Y tampoco comprendía yo porqué «trescientos setenta y cinco gramos» y no «cuarto» o «medio», que es una pesada más redonda y no se escatimaba en la ración de nadie, porque lo del cuarto y mitad siempre me dio la sensación de tacañería o de tratar de tener a alguien a raya. Pero como a mí se me dieron siempre mal las matemáticas solía abandonar rápidamente este tipo de cavilaciones y vacuidades.

A Piluca la conocí al principio de las vacaciones de verano del año 1959. Mis amigos José Luis Sánchez, Javier Calleja —alias «Poti»—, y yo estábamos jugando a las canicas cuando se acercaron dos niñas. La primera, Geni, era hija del doctor Pajares, un pediatra que vivía y tenía la consulta en el portal de al lado de mi casa, y por lo tanto ya la conocíamos. La segunda era Piluca, amiga del cole de Geni. Entonces, entre niños, no se hacían presentaciones formales, así que como en ese momento no me tocaba jugar y las niñas solo estaban mirando, me acerqué intencionadamente y les dije que si querían jugar, pero Piluca dijo que ese era un juego de niños y que prefería mirar un rato. Piluca me gustó desde el principio y a José Luis Sánchez ya hacía tiempo que le gustaba Geni. En cambio a Poti, que era muy tímido, no parecían gustarle ninguna de las dos y los días siguientes se dedicó a hacer la guerra por su cuenta en vista de que el interés de sus amigos empezaba a desplazarse hacia las niñas.

Como las canicas no era un juego de niñas propuse jugar al escondite, que era un juego más global, y aceptaron. La verdadera razón de que «no era un juego de niñas» me la aclaró Piluca: para jugar tendría que agacharse y entonces se le podía ver lo que no se podía ver. 

Se acordó por unanimidad que Poti era el que tenía que pillar a los escondidos después de contar hasta veinte, un tiempo más que prudencial porque el parque en el que jugábamos, enfrente de casa, estaba lleno de árboles y arbustos por todas partes y no era difícil desaparecer en cuestión de segundos. En cuanto Poti se tapó los ojos cogí a Piluca de la mano y me la llevé detrás de un seto alejado y tapado además por otros arbustos, con lo cual era imposible que se nos viera fácilmente. Nos agachamos y entonces vi las rodillas y parte de las pantorrillas de Piluca. Eran muy morenas y brillantes y eso me produjo un confuso hormigueo por todo el cuerpo, a causa de lo cual descuidé la vigilancia. Pero Poti era muy despistado y se desorientaba enseguida y en cuanto me recuperé de la impresión de las pantorrillas de Piluca me di cuenta de que en ese momento Poti caminaba en dirección contraria a nuestro seto, lo cual me permitió preguntar sin agobios a la niña cómo se llamaba mientras volvía a fijarme disimuladamente en sus piernas. Ella me contestó que se llamaba Pilar y que sus amigas la llamaban Piluca, pero me lo dijo mientras se estiraba la falda para taparse un poco, lo cual significaba que se había percatado de mis insidiosas miradas sobre sus sedosos y consistentes muslos. Pero a mí no me importó demasiado porque estábamos muy pegados, o mejor dicho, yo me había pegado mucho a ella con la excusa de escondernos más adecuadamente, lo que no era más que una coartada para rozarla o cogerla de la mano o del brazo y sujetarla para que no se moviera y nos viera Poti.

No recuerdo bien cómo terminó el juego. Lo único que recuerdo es que llegó la hora de comer y se tuvo que ir a su casa que, por cierto, estaba muy cerca de la mía. Pero antes conseguí quedar con ella para que volviera por la tarde a jugar otro rato. Y como Geni y Piluca siempre andaban juntas fue Geni la que dio su aprobación, porque a Geni también le gustaba, y mucho, José Luis Sánchez, cosa que se notaba bastante por las miradas que le echaba de soslayo de vez en cuando.

En cuanto se fueron las niñas, José Luis me dijo que se notaba que me gustaba Piluca tanto como Geni a él. Lógicamente me hice un poco el duro negando los hechos, aunque sin demasiada consistencia ni interés. Y algo parecido debió suceder con las dos niñas, que se fueron hablando, o cuchicheando para ser más exactos, mientras lanzaban miraditas disimuladas pensando que nosotros no las mirábamos…

Fueron pasando los días y enseguida cuajó el asunto de tal manera que ya no necesitábamos quedar a una hora determinada. Durante las vacaciones de verano los niños bajábamos a jugar al parque después de desayunar y las niñas llegaban una hora después, sospecho que porque andaban entretenidas en tareas domésticas, cosa muy normal en la época. Después ya todo se desarrollaba rutinariamente: Para empezar las niñas jugaban a algún juego de niñas y los niños a las canicas y a continuación ya todos juntos al escondite, jueguecito que, estando Piluca, era mi preferido porque siempre nos escondíamos juntos, cosa que también hacían José Luis y Geni, y es de suponer que también harían las mismas o parecidas cosas una vez escondidos. Y por supuesto, Poti a lo suyo, que era tratar de encontrarnos, cosa que nunca sucedió y no solo porque fuera despistado, sino también pasota. Un día, después de haberse ido las niñas, se le ocurrió protestar porque siempre le tocaba a él contar hasta veinte y buscar al resto. Se le dijo con claridad que se echase un ligue y entonces ya veríamos, pero de momento las cosas estaban como estaban y punto.

Algunos días más tarde, ya escondidos Piluca y yo detrás de un seto espeso y, por si fuera poco, oculto por otros setos, le regalé un pirulí de fresa. Le gustó tanto que me dio un beso en la mejilla. Me puse colorado como las tripas de una sandía y ni corto ni perezoso se lo devolví, y ella sonrió levemente dando a entender que la había gustado. Y aprovechando que estábamos agachados y ella tenía, como siempre que se agachaba, las rodillas al aire, le puse la mano en la que tenía más cerca, pero rápidamente se estiró la falda y se puso algo seria, con lo cual supe que me había pasado un pelín, aunque no tuvo consecuencias porque en los días siguientes la cosa siguió por el mismo camino hasta que ella me puso la mano en el hombro disimuladamente pero haciéndome ver que se apoyaba en mí para no caerse, por lo que comprendí que estaba dispuesta a seguir estrechando lazos. A esas alturas del juego Poti ya había dado la vuelta completa a la manzana, o al parque, según el día, pero no protestaba por no encontrarnos, en parte porque eso se convirtió primero en costumbre y luego en norma y él lo soportaba con un estoicismo digno de loa y muy de acuerdo con su carácter un tanto indolente y flemático.

Uno de aquellos días, y en vista de los avances ya consolidados, aproveché para atraer a Piluca hacia mí cogiéndola por la cintura con el pretexto de que así se ocultaba mejor detrás del seto. No dijo nada. Es más, se animó más de lo necesario o requerido y comprendí que podría hacer acercamientos más consistentes sin demasiados problemas, así que quedamos en que al día siguiente la llevaría a un pequeño bosquecillo que estaba detrás de la estación del ferrocarril porque allí había unas flores muy bonitas y le quería regalar una. 

Mi abuelo había sido jefe de la «Estación del Secundario», que era el tren que iba a los pueblos de los alrededores de Palencia y, naturalmente, yo conocía a la perfección todos los recovecos de aquella estación, y sabía que en aquel momento había unas enredaderas que daban una flor muy rara y original que llamaban «pasionaria» y que con toda seguridad le iba a quedar muy bien a Piluca prendida en su melena negra. Todo sucedió según lo previsto: La llevé al licencioso y tentador escenario oculto por una tapia de ladrillo muy oportuna, la cogí de la mano y me acerque a la enredadera, corté una de las flores más grandes y se la puse en el pelo sobre la oreja izquierda, y luego le dije que estaba guapísima, algo que ya tenía muy ensayado, y entonces ella se me acercó y me dio un beso, muy superficial y tímido, pero en los labios, a consecuencia de lo cual me cocí tanto por dentro como por fuera. Y entonces pasó por allí una señora muy vieja, toda vestida de negro como los cuervos y nos dijo que no teníamos vergüenza y que la juventud de hoy día estaba perdida sin remedio y que Dios nos castigaría con las penas del infierno. Nos dio un susto de muerte y nos echamos a correr para desaparecer de allí lo antes posible. Por suerte, y a pesar de las prisas, Piluca, en previsión de males mayores, se había arrancado la flor para correr sin riesgo de perderla y cuando paramos de correr abrió la mano y me la enseñó con una media sonrisa. Lo cual me hizo comprender no solo que la flor le era valiosa como regalo mío, sino que además tenía sangre fría. Le pregunté que si quería que se la pusiera de nuevo en el pelo pero me dijo que se la iba a llevar a casa para guardarla en una cajita secreta donde guardaba sus cosas, con lo cual entendí que Piluca iba en serio conmigo y reconozco que, aunque me dio algo de miedo, no me causó ningún trauma reseñable.

Naturalmente Piluca le contaba todas estas cosas a Geni, y Geni, viendo que José Luis Sánchez era muy poco detallista en comparación conmigo, empezó a darle calabazas y a hacerle desaires. José Luis se mosqueó y me dijo que no sabía qué pasaba con Geni porque últimamente no le hacía mucho caso. Yo le dije que tendría que hacer algo rápidamente si no quería tener más problemas. Le sugerí que le regalase una flor como había hecho yo porque, además, lo tenía fácil: El parque en el que jugábamos estaba lleno de rosas, margaritas, pensamientos y otro montón de flores para elegir, así que en vista de la abundancia no tenía por qué tener problemas. Me cuidé mucho de informarle sobre mis pasionarias, una flor que yo consideraba exclusiva de Piluca.

Entonces, ni corto ni perezoso puso en práctica el plan que consistió básicamente en arrancar una rosa y colocársela sobre la oreja a Geni. Pero el muy bruto, aprovechando que estábamos todos sentados en un banco del parque frente a varios rosales, se levantó, se acercó al rosal que tenía más cerca, sacó una navaja y cortó una de las rosas más grandes y más feas que había; pero también se pinchó con una espina en la yema del dedo y se puso a sangrar como un cerdo. Luego, chupándose la sangre del dedo, se acercó a Geni y le encasquetó la rosa sobre la oreja y también la pinchó a ella con otra de las espinas que no se había molestado en quitar. Y además le manchó la cara de sangre con su dedo. Para colmo la rosa tenía pulgones, o sea, «bichos» para Geni, y entonces gritó horrorizada. Y por si eso fuera poco la rosa, que además de enorme estaba medio despeluchada, le quedaba fatal en el pelo porque Geni era pelirroja y la rosa no se distinguía bien al ser de color parecido y aquello no encajaba ni a tiros. 

Todo concluyó con la huida de Geni hacia su casa para lavarse y quitarse los bichos; la rosa tirada en el suelo totalmente deshecha y con los pétalos esparcidos; y para colmo, el guarda que cuidaba el jardín, y que nos tenía fichados, nos echó una bronca enorme a todos por vándalos y brutos y luego nos amenazó con denunciarnos a los guardias para que aprendiéramos a ser respetuosos, y si hubiera sido hoy habría añadido «con el medio ambiente».

José Luis estuvo dos días castigado en su casa sin salir porque sus padres se habían enterado del asunto y en aquellos tiempos estas cosas no se tomaban a broma. Cuando volvió a aparecer me dijo que todo había sido por culpa mía, así que tuve que ponerle las pilas y le dije que la culpa había sido suya por hacerlo todo tan rematadamente mal y que la próxima vez tendría que hacerlo todo con más delicadeza y en privado, y no delante de todo el mundo y con prisas, el muy inútil. Le sugerí que probara con un pirulí de fresa, que solía dar muy buenos resultados, y más con Geni que era muy adicta a esas cosas. Al final lo hizo y consiguió que todo volviera a su cauce, más o menos, pero sobre todo porque a Geni solo le quedaba Poti en el grupo, lo cual era todavía peor. La cosa es que a partir de ese momento José Luis me consultaba todos los pasos que pensaba dar con Geni antes de darlos, por si acaso, pero como no tenía mucha iniciativa tampoco daba mucho trabajo con preguntas estúpidas.

F

Poco a poco las cosas con Piluca avanzaban y un día que estábamos jugando al escondite para variar, alguien dijo que había otros juegos más interesantes. Creo que fue Geni la que tuvo la ocurrencia, porque como su padre era médico pediatra y la niña tenía cierta costumbre de ver cómo se desarrollaba una consulta, no tenía nada de extraña la idea. 

El juego se llamó «médicos y enfermeras» por aclamación popular y no era muy original pero sí interesante por muchas razones. A todos nos pareció bien y empezamos a organizarnos. Alguien hacía de médico o enfermera —entonces no había médicas— y el resto de pacientes. Por razones de proximidad profesional Geni empezó haciendo de enfermera y empezó a tocarnos la frente para ver si teníamos fiebre: Estábamos todos estupendamente, pero cuando me tocó a mí ser médico decidí ejercer responsablemente la profesión y determiné incluir la norma de que a todo el mundo le tenía que doler algo para que yo le pudiera recetar algo. Todos de acuerdo. Así que le empecé a preguntar a José Luis qué le dolía y entonces me dijo que la garganta, de manera que le receté un caramelo de menta y le mandé a la farmacia a comprarlo, es decir, a un puesto de chucherías que había cerca. A Geni también le dolía la garganta así que la mandé detrás de José Luis al mismo sitio. Luego le tocó el turno a Piluca y también le dolía la garganta, pero como no podía mandar a todo el mundo al mismo sitio le dije que para lo suyo era mejor una inyección. Supongo que ella comprendió que la cosa podría desmadrarse y me acercó rápidamente su brazo, en sustitución de zonas más comprometidas, para que yo simulara la inyección, pero con una expresión de cordera degollada dispuesta a todo que me puso la carne de gallina. Esa fue la primera vez que se me amotinaron los instintos con una contundencia tan inusitada como desconocida para mí, algo que no debió pasar desapercibido para Piluca que inmediatamente olió el peligro y se fue corriendo a su casa aunque todavía no era la hora de comer, pero supongo que era mejor llegar pronto que demasiado tarde, o por mejor decir, era mejor no llegar demasiado pronto a determinadas cosas que podrían quedar para más tarde. En consecuencia me quedé con un palmo de narices, es decir, solo, porque los que se habían ido a lo del caramelo de menta no habían vuelto y solo quedaba Poti, el cual no tenía intención de declararse enfermo, o tal vez no se le había ocurrido ni tan siquiera lo del dolor de garganta, así que yo también me levanté y me fui a mi casa a esperar tiempos mejores.

En realidad llegaron tiempos peores porque algunos días más tarde, un domingo por la mañana concretamente, sucedió un hecho traumático. A mí me acababan de dar mi paga semanal, es decir, una peseta. En aquellos tiempos una peseta daba para mucho. Automáticamente fui al puesto de chucherías y me compré una caja con tres bengalas. Las bengalas eran como una cerilla grande que cuando se encendía saltaban chispas al estilo de las varitas mágicas de las hadas que se veían en los tebeos de las niñas. También me compré una pelotita de goma del tamaño de una canica de las grandes y tres cigarrillos de anís que dejaban un sabor terrible en la boca y luego había que lavarse en la fuente del parque para que no se notara en casa que habías fumado, cosa que conseguí alguna que otra vez. En todo ello me gasté sesenta y cinco céntimos. Los otros treinta y cinco se quedaban en la reserva para el resto de la semana. La compra dominical era siempre la misma. Con las bengalas jugábamos por la tarde y el juego consistía en perseguir y asustar con las chispas a las niñas, las cuales hacían como que se asustaban mucho aunque en realidad les encantaba ser perseguidas. Poti no solía participar en esto porque él no compraba bengalas. Prefería gastarse el dinero en pirulís y chicles y odiaba correr aunque fuera detrás de una chica.

La cuestión es que a Piluca le habían puesto ese día una falda muy bonita de gasa o tul de color rosa porque un primo suyo había hecho la primera comunión y, naturalmente, la ocasión lo requería. Así que en una de esas idas y venidas bengala en mano, una de las chispas le cayó en la falda y el resultado fue un agujero por el cabía perfectamente un dedo. Piluca gritó y lloró y se fue corriendo a su casa. Allí le debieron echar una bronca tremenda. Luego su madre la cogió del brazo y le conminó a acompañarla a mi casa para que mi madre viera los desperfectos y, supongo, para exigir una reparación económica. Vi avanzar a las dos en nuestra dirección desde que salieron de su casa y por la manera poderosa y decidida de caminar de la madre de Piluca me pude dar cuenta instintivamente de que aquello se empezaba a complicar muy seriamente. En consecuencia José Luis Sánchez, Geni, Poti y yo desaparecimos del escenario del crimen a toda velocidad. Poti se fue disimuladamente hacia su casa, sin demasiadas prisas. No le gustaban las broncas ni las prisas.

No sé exactamente lo que pasó entre mi madre y la de Piluca, nunca lo llegué a saber, pero el caso es que al cabo de un rato salieron las dos del portal, la madre dando collejas a Piluca y Piluca llorando mansamente. La escena la observamos los tres escondidos detrás del tronco de un enorme castaño que había en el parque a escasos metros de casa.

A Piluca le castigaron varios días sin salir y a mí me echaron una bronca tremenda, pero no hubo más.

El segundo día sin Piluca, Geni prometió ir a verla para saber hasta cuando iba a durar el castigo y, por si era de utilidad, yo me gasté unos céntimos en comprar un pirulí para que se lo llevara de mi parte con el fin de paliar los terribles daños causados, sobre todo los inmateriales, que eran los peores. Al final Piluca reapareció al tercer día y todo volvió casi a su estado normal, como si no hubiera pasado nada, pero a partir de entonces las cosas se enfriaron un poco porque Piluca puso algunas barreras a su alrededor que me impedían el paso. Lo que antes era normal ahora siempre iba con un no por delante, de manera que yo empecé a sospechar que aquello se había terminado. 

Pero casualmente, al empezar el curso siguiente, volviendo yo del colegio, me encontré con una niña que era vecina nueva en mi portal y como iba en la misma dirección empezamos a caminar juntos y además me ofrecí a llevarle la cartera del cole. La niña me dio las gracias y también un beso en la mejilla. Y todo eso sucedió en la acera de enfrente al portal de la casa de Piluca. Y Piluca lo vio. Yo no me di cuenta de eso, pero esa misma tarde Geni me preguntó si ya no me gustaba Piluca y yo le contesté que no estaba seguro de que Piluca tuviera algún interés en mí porque hacía tiempo que se negaba a todo, estaba conmigo más seria de lo normal y ni se acercaba a mí, siempre se sentaba al lado contrario de donde yo estaba, y ese tipo de cosas, así que si ella no me hacía caso pues yo tampoco.

A Geni le faltó tiempo para contarle todo esto a Piluca y a Piluca le faltó tiempo para apearse del burro y volver a poner las cosas en su sitio. Fue poco a poco, sin que se notara demasiado, escondiendo hábilmente sus intenciones, guardándose cartas en la manga, hasta que un día en que todo estaba ya casi normalizado me preguntó quién era esa niña que me había dado un beso frente a su casa y porqué le había llevado la cartera del cole. Yo ya ni me acordaba del asunto pero supuse que se trataba de mi vecina Blanca, o Blanquita, como le llamaban las amigas, entre las que se encontraba una de mis hermanas. Entonces pensé que si todo volvía a funcionar como siempre se debió en parte a aquel episodio fortuito con Blanca y tomé nota, porque si la cosa descarrilaba de nuevo siempre tendría a mano a mi vecina para encarrilarlo de nuevo. En realidad Blanca era una niña muy guapa, rubia y con ojos azules, nada tímida, o más bien muy alegre, pero demasiado jovencita, aunque era más alta de lo normal para su edad, lo cual le daba una apariencia muy conveniente para mis intereses, que no eran otros que los de mantener a raya los posibles cambios de humor de Piluca.

Con Piluca las cosas no fueron nunca a más, en parte porque desde el fatídico episodio de las bengalas todo se enfrió un poco y todo derivó hacia el empleo de tácticas y conductas poco naturales o poco espontáneas o inocentes, y además, con la llegada del invierno los niños nos tapábamos más y entre bufandas, gorros y abrigos apenas se nos veía, ni por fuera ni por dentro.

El verano siguiente, y por casualidades o accidentes de la vida, yo ingresé en un seminario y ahí se acabó la historia. Bueno, no exactamente, porque unos veranos más tarde, estando de vacaciones, algunos de mis compañeros seminaristas y yo, solíamos ir a bañarnos al río, a una playa fluvial que llamaban «Sotillo», y uno de esos días vi de lejos a Piluca. Ahora era ya una joven hecha y derecha. Había cambiado mucho y tenía cosas que antes no tenía, lo que la convertía en una auténtica tentación en la que yo hubiera caído de no haber sido porque iba acompañada de un efebo musculoso y moreno que le pasaba el brazo por el hombro para arrimársela. Y ella se dejaba hacer, lo cual me cerraba las puertas definitivamente, pero reconozco, pasadas ya muchas décadas desde entonces, que de no haber estado allí el tipo aquel, yo hubiera dejado el seminario, vaya que sí.

 

martes, 9 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Introducción




Introducción

 

Si la Biblia, el libro sagrado del Cristianismo, comienza la historia con la creación de los humanos, entre otros muchos seres vivos, es decir, con un episodio de pareja, por algo será. Por lo tanto doy por hecho que al asunto se le da importancia capital teniendo en cuenta, además, que lo de la pareja es esencial a la hora de instituir y asentar parroquia, o para ser más exactos, clientela, sin la cual no habría tampoco divinidad.

El hecho de que la divinidad decida, presuntamente, crear al hombre —o a la «especie humana», dicho sea en lenguaje más inclusivo por si alguien se molesta—, a su imagen y semejanza, me hace suponer que le dota de inteligencia, sin que ello me lleve a hacerme demasiadas ilusiones o falsas expectativas al respecto. De hecho lo de la inteligencia puede, en ocasiones, ser un engorro. Me explico: La Madre Naturaleza, que también interviene en la creación —y todos sabemos cómo se las gasta—, añade a este acto creador un ingrediente básico que llamamos «instinto de supervivencia», el cual empuja a todas las especies vivientes a practicar el sexo (a veces incluso con dedicación exclusiva, como se dice en la Administración Pública).

El engorro mencionado sobrevuela cuando la parte intelectiva del individuo actúa sobre la biológica y, como consecuencia, empiezan a aparecer conceptos tales como «amor», «cariño», «afecto», «lealtad», «fidelidad», «pasión» y demás derretimientos que resbalan ya hacia lo cursi; y eso sin mencionar otras circunstancias de tipo social, cultural, religioso, económico, moral, ético (que no es lo mismo), a lo que habría que añadir, por si fuera poco, los escenarios propios de cada época y lugar. Vamos, que el mundo animal, tanto el doméstico como el salvaje, lo tiene más fácil: aquí te pillo aquí te mato.

 

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En fin, un auténtico berenjenal en el que cada uno se saca las castañas del fuego como puede, o como los dioses quieren, los cuales trasmiten a los humanos su opinión al respecto a través de sus ministros, unos señores muy listos que normalmente andan urdiendo siempre para beneficio propio.

Y precisamente esto último, y no la puñetera manzana de Eva, termina siendo el problema más serio entre los muchos que este negocio suele plantear. Lo que, a su vez, se traduce en que una cosa que comenzó en un paraíso acabe convirtiéndose en un auténtico purgatorio del que, por definición canónica, se sale, aunque sea un poco escaldado, o chamuscado, o las dos cosas a la vez, atendiendo al hecho de si el tormento es por agua hirviendo —en el caso de la gleba—, o por fuego directo, más propio de la nobleza.

«Purgatorio» es una palabra que el diccionario de la RAE define, en una de sus acepciones, como «lugar donde se pasa la vida con trabajo y penalidad». Pero con qué fin tanto trabajo y penalidad. Hombre, se supone que para desprenderse de lo malo que nos impide avanzar con éxito por la vida, para ir aprendiendo de los errores cometidos y subsanarlos, y para no tropezar dos, tres o más veces en la misma piedra si uno no anda listo. En definitiva, para irse purgando, que es el término que lleva directamente a «purgatorio» y, en este caso, ese lugar puede ser el territorio de lo emocional o afectivo.

Pero volviendo a lo de las parejas y el sexo —ambas cosas se entiende, para el caso, que van juntas—, estamos hablando de un territorio que siendo purgatorio en muchas ocasiones para la mayoría, a veces termina también siendo «infierno» para los más. Como soy de la mayoría, es decir, del grupo del purgatorio, es sobre este lugar sobre el que hago repaso particular tirando del hilo de los recuerdos, desde los más lejanos, tratando de que estos no se reinventen en mi imaginación, o se cambien en lo que me hubiera gustado que sucediera, en vez de lo que sucedió realmente y me dejó un regusto más o menos ácido y mortificante. Visto todo ello desde aquí, de una forma más realista y seria, muchas cosas no las haría ahora de la misma manera, o simplemente, no las haría, pero disculpo aquellas porque antaño no tenía tantas ni mejores herramientas como las que ahora tengo, al margen de que aun esté tratando de aprender el manejo de algunas, lo que todavía, a pesar de la experiencia adquirida con el paso de los años, me da disgustos y pesares. Lo cierto es que todo, visto desde la distancia, nos suele parecer poco o incompleto de la misma manera que añoramos el frio del invierno en verano y el calor del verano en invierno, es decir, que siempre echamos en falta lo que no tenemos y en muchas ocasiones no lo tenemos porque no lo hemos sabido apreciar cuando lo hemos tenido. Y en el caso de los asuntos pasionales o amatorios esta verdad suele ser funesta y a veces trágica.

 

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Después de morir mi madre en abril del 2019 algunos de mis hermanos y yo nos vimos en la necesidad de despejar la casa con vistas a la venta del inmueble, ya que ninguno pensaba utilizarlo para nada. En la ingente tarea de limpiar o tirar todo lo inservible fueron apareciendo diversos objetos ya olvidados. En mi caso encontré cosas inverosímiles, o sorprendentes como mínimo, por ejemplo mis apuntes y notas de la carrera de filosofía que en más de una ocasión me hubiera gustado recuperar y que había dado por perdidos; algunos dibujos y bocetos chapuceros, normalmente de chicas con las que había intentado ligar, fotos, poemas cursis de adolescente enamoradizo dedicados a algunas de aquellas chicas y, por supuesto, objetos diversos e inútiles en los que el tiempo ya había clavado sus dientes. Pero entre esos cachivaches había uno que me hizo recordar mi primer amor infantil. Se trataba de una de esas horquillas o pinzas que servían para sujetar el pelo y que estaba adornado con una inverosímil mariposa rematada con pequeños cristales de colores que algún día debió de regalarme a cambio de caramelos, es decir, creo que debía de tratarse de un intercambio amoroso, una especie de posesión del todo por la parte que me servía para recordarla cuando ella no estaba y para fantasear a la sombra de una nueva experiencia desconocida para mí, o sea, el amor, causa de placeres, solo emocionales en aquellos tiempos, y tan grandes como los quebrantos producidos por los vaivenes y empujones de la vida cotidiana. La niña de la mariposa, que no tendría más de ocho años, se llamaba Piluca.

 

lunes, 8 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Portada e índice





 

Índice

 

Introducción

1. Piluca

2. La piscina municipal

3. El tren de Ávila

4. Merche

5. Geni

6. Piso en Madrid

7. Verano en Cantabria (Primera parte)

8. Verano en Cantabria (segunda parte)

9. Madrid de nuevo

10.  La acera de enfrente

11 Loles la de Santiago

12. Vicky

13. Isabelita

14. Cambio de acera

15. Julia. (Primera parte)

16. Julia. (Segunda parte)


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Notas del Furriel, ¡Esto promete! cada miércoles, en este blog, un capítulo de PURGATORIOS

Mañana martes, Introducción
Miércoles, capítulo 1. Piluca

 

miércoles, 3 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Indicaciones previas

Queridos compañeros, hace unos días me llamó Lalo, o yo le llamé a él, no sé, pero la cosa es que los dos estábamos de acuerdo en lo mismo: El blog está tan vivo como siempre, y la prueba es que cuando se va el Furri de vacaciones todo el mundo se alarma, se asusta –¡santocielo! qué habrá pasado…–; o se hacen cábalas –¡angelamariajuana!, habrá sido la ola de calor o un cólico miserere?–...O, peor aun, el Chemari se ha pillado el covid y ha puesto en cuarentena el ordenador, eso es, no me digas más… dirán otros. Pues no, nada de eso, solo estaba de vacaciones.

Y en esto estábamos Lalo y yo cuando se nos ocurrió que el libro que estoy corrigiendo –lo cual es mucho decir–, podría ser editado no en papel, sino por entregas en formato digital en el blog, que además nos sale más barato y, ya de paso, le aliviamos a nuestro querido y amado Furriel en su estresante cometido de tener que poner portillo nuevo en el blog para que nadie piense que esto se muere.

Lalo F.Mayo, el editor

Tiene además otra ventaja para todos: que, al margen del precio, se le da al lector la posibilidad de poner al autor de vuelta y media semanalmente, o con la cadencia que decida nuestro prócer, si algo de lo que dice no nos gusta, o nos parece feo o soez o, incluso, ordinario. Tengo que decir que el autor soy yo y tengo por norma aceptar todas las críticas por mordaces que sean (hay que joderse las cosas que tengo que decir para parecer buen chico) y aguantarme con lo que venga, que no será poco, porque tengo que confesar que este engendro digital que se titula PURGATORIOS es la historia veraz, indiscutible y fidedigna de todas las novias, o ligues, que un servidor ha tenido a lo largo de su vida (ahora también a lo ancho). No han sido muchas y por eso los fracasos no han sido tantos. No hay mal que por bien no venga. La cosa es que no he tenido más remedio que incluir ciertos pasajes escabrosos y por ahí es por donde espero las críticas, no tanto del lado de lo moral como por el hecho de haber sido bastante torpe con el género femenino, cosa que no me perdono aun hoy. Ni ellas tampoco.

Jesús Herrero, el autor

La cosa se irá publicando en el blog, como las antiguas novelas por entregas, incluso Lalo me recordó que en el blog ya hay un antecedente: el del maestro Cicero con los impagables “globos” que expendía la vendedora y que tanto le agradecimos todos. Obviamente yo no aspiro a parecerme en eso –ya me gustaría–, a nuestro entrañable Isidro; lo más adecuado podría ser, en tal caso, unas pompas de jabón más o menos efímeras y punto. 

Solo queda que Chemari nos diga cuándo y cómo y Lalo dé el “nihil obstat” aunque no sea obispo (pero sí cosas más importantes). 


Por cierto, a Javivi, que es el prologuista oficial, le he dicho que me da lo mismo prólogo que epílogo. Lalo dice que prefiere EPÍLOGO, porque culmina así, con fanfarrias, la tetralogía de mis memorias (siento el alarde de soberbia), con las que os he castigado estos últimos años. Y a lo mejor el epílogo es como el postre “of luxury” de una mala comida: La sopa estaba fría y la carne dura (ya me hubiera gustado), pero llega el postre y es una maravillosa tarta llena de cremas, chocolates y mermeladas y nos embadurnamos… ¡Halaaaaa!

         Y si al final hay media docena (o más, vete a saber) de solicitudes para imprimir el libro con el fin de dejárselo en herencia a los nietos, lo haremos en el mismo estilo que los tres anteriores. Y hasta le prepararemos una cajita que contenga los cuatro de manera que no se desperdiguen por culpa de un testamento confuso. Pero esto ya se verá allá por las Navidades.

Lalo me recuerda que los comentarios que se produzcan al final de cada capítulo se incluirían en una hipotética edición posterior del libro. Y por nuestra parte –la de Lalo, la mía y la vuestra– a todos nos gustaría que los comentarios no se centraran en los elogios habituales porque –y mira que siento decirlo–, ya estoy gordo y feo y por lo tanto me resbalan. Más bien hacer lo que os dé la gana. Creo que nuestro colectivo tiene mucho que opinar sobre el asunto de fondo: las relaciones de pareja y la educación que hemos padecido en materia sexual, las consecuencias que todo ello ha tenido y las distintas maneras de sobrevivir con las que cada cual ha superado el problema. 

Besos de los tres.










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