viernes, 5 de enero de 2024

LA HISTORIA DE LOS REYES MAGOS (Por Jesus el Herrero)





Jesusito Herrero acaba de escribir este cuento para sus nietines que se titula "La historia de los Reyes Magos". 

Lo quiere compartir con nosotros. Lógicamente está escrito para "niños",  también como nosotros.

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Hace ya más de dos mil años vivieron tres personas sabias que se dedicaban a estudiar las constelaciones del firmamento nocturno. Lo hacían porque les gustaba el esplendor luminoso y fulgurante de la noche y porque sabían que los astros que brillaban en la oscuridad servían para trazar los caminos de la tierra cuando el sol se ocultaba tras el horizonte.



El primero de estos tres sabios se llamaba Melchor y vivía en una pequeña ciudad europea bañada por un río donde se reflejaban las estrellas.

Melchor era joven y tenía una larga melena rubia. Pertenecía a una familia con grandes posesiones y riquezas, pero a él solo le interesaba la astronomía. Por eso empleaba gran parte de su tiempo en observar y estudiar el firmamento nocturno para dibujar durante el día lo que había visto durante la noche. Y, además, su actividad científica estaba muy bien vista por los sacerdotes del templo de la ciudad en la que vivía, porque les permitía preparar los calendarios y las actividades rituales del santuario.

Una noche, mientras observaba la constelación del Can Mayor para completar la carta astronómica en la que llevaba enfrascado varias semanas, observó en el cielo nocturno, junto a Sirio, la estrella principal de la constelación y una de las más luminosas de todo el universo, una gran luz que no había visto antes.

 

Lo mismo le sucedió a Gaspar, un sacerdote astrónomo que vivía en el templo más importante de una ciudad de Asia. Gaspar era un hombre maduro, con algunas arrugas en el rostro, una gran barba negra con algunas canas y unos ojos negros y profundos que parecían carbones. 

Llevaba ya muchos años estudiando las galaxias y las constelaciones que observaba desde su atalaya, en la terraza superior del templo. Estaba anotando un dato astral cuando, de pronto, comenzó a brillar una cegadora luz junto a Sirio, la estrella principal del Can Mayor. De momento se quedó desconcertado y aturdido con la potente irradiación de una estrella que nunca antes había visto. Luego, su espíritu científico le llevó a anotar sus coordenadas exactas para incluirlas en sus mapas siderales. El resto de la noche se quedó pensativo preguntándose cómo era posible que no hubiera visto antes una estrella tan poderosa en un lugar que tenía muy bien estudiado desde hacía mucho tiempo.

 

También Baltasar estaba estudiando, ese mismo día, el cielo de la noche junto a unos acantilados, en el límite del desierto, cerca de donde se levantaba la ciudad africana donde vivía.

Baltasar era una persona mayor de piel oscura brillante y grandes arrugas en la frente. Tenía el pelo ensortijado y casi blanco. Era muy querido por los sabios con los que vivía debido a su carácter amable y optimista y era, además, el que más conocimientos tenía sobre las estrellas.

De pronto vio una gran luminaria que brillaba con intensidad junto a la estrella Sirio. Nunca antes había visto tal resplandor. Sabía que lo que estaba viendo no era normal o, al menos, sus conocimientos no alcanzaban a explicar semejante fenómeno luminoso, ni conseguía recordar nada parecido que hubiera sucedido antes, así que pensó que las causas tendrían que ser otras que, de momento, no conocía.

 

 

El joven Melchor comprobó enseguida que la nueva estrella se movía muy lentamente en alguna dirección desconocida y, como era joven e impulsivo, decidió que había que averiguar por qué se movía la luz y en qué dirección.

Con las primeras luces del amanecer llamó a su ayudante y comenzaron a preparar un viaje urgente en dirección a la nueva luminaria. Ensillaron dos caballos, llenaron las alforjas con comida y agua para el viaje y prepararon una bolsa de oro para sufragar los gastos del camino.

 

Gaspar hizo algo parecido cuando comprobó con claridad cómo se movía la estrella. No entendía que pudiera haber un objeto celeste tan brillante que él no hubiera observado antes. Además tenía que averiguar las razones de lo más extraño: mientras el resto de las estrellas permanecían siempre inmóviles en el mismo sitio, esta nueva luz se movía lentamente en una dirección determinada.

Preparó algunos camellos ayudado por sus asistentes y los cargó con dátiles, carne seca y agua para poder resistir un viaje que no sabía cuánto iba a durar. Llenó también un cofre con incienso para hacer ofrendas a la divinidad y se puso rápidamente en camino siguiendo la brillante luz.

 

Baltasar, el africano, también se dio cuenta de que la nueva estrella se movía. Enjaezó sus mejores camellos sin perder ni un instante y, ayudado por sus pajes, los cargó con comida y agua. Llenó además una bolsa con mirra, que es una resina utilizada como medicina y que igualmente se empleaba en la antigüedad para hacer perfumes, y se puso en marcha para seguir la senda luminosa de la estrella. 

Estaba amaneciendo ese día y se dejaba sentir el frio de la aurora, pero a medida que el sol iba ascendiendo en su ruta celeste, se iba calentando el aire ayudado por el calor de las arenas del desierto.

Empezó entonces a pensar que también el sol se movía y por eso no le pareció tan raro el desplazamiento de la nueva estrella nocturna. Pero quería saber en qué dirección o hacia qué lugar se dirigía. E igualmente le dio por pensar que el nacimiento del nuevo astro podría revelar la llegada de algún acontecimiento trascendental como, por ejemplo, el nacimiento de algún personaje muy importante, o un nuevo rey…

 


 

Después de largas jornadas por caminos polvorientos, días calurosos y noches frías, los tres sabios astrónomos llegaron a las fronteras insondables de un desierto sobrecogedor. Melchor llegó por la entrada del oeste, una gran grieta, flanqueada por gigantescas rocas oscuras, a través de la cual solo se veía arena rojiza hasta donde alcanzaba la vista; Gaspar llegó por el este y se paró para contemplar el mar de arena que se extendía ante sus ojos, y Baltasar por el sur, un desfiladero entre montañas grises con algunas palmeras creciendo al amparo de las rocas.

Los tres montaron sus jaimas para descansar y reponer fuerzas, con sus camellos y sus pajes, antes de adentrarse en aquel desierto. Aún no se conocían entre sí porque todavía les separaba una gran distancia de arena y rocas. Pronto se dieron cuenta, en sus observaciones de aquella primera noche, que la estrella empezaba a cambiar de rumbo para dirigirse muy lentamente hacia el norte. Y de nuevo, y cada uno por su lado, se pusieron en marcha asombrados por el cambio de dirección. A partir de aquel día la estrella también se podía ver claramente durante el día, aunque más débilmente que durante las horas nocturnas, lo cual les facilitaba caminar siempre en la dirección correcta sin tener que hacer cálculos complicados

 

Algunos días más tarde Melchor vio a lo lejos, en dirección este, una ligera polvareda que indicaba que alguien se acercaba y decidió esperar allí mismo para saber de quién se trataba.

Ese mismo día Baltasar, que se había adentrado en las arenas por la frontera sur, también se dio cuenta de que alguien se acercaba, así que aceleró el paso para encontrarse con los todavía lejanos caminantes.

Además la estrella parecía haberse parado en un punto determinado y, por lo tanto, los tres sabios astrónomos fueron a su encuentro, de tal manera que aquella misma mañana se encontraron todos en el mismo sitio.

 

Melchor se bajó de su caballo, Gaspar y Baltasar de sus camellos, y permanecieron expectantes de pie, junto a sus monturas, observándose mutuamente, pero con la tranquilidad de saber que todos eran gente de paz. 

Después de intercambiar los saludos que exigían la buena educación, se pusieron a hablar sobre la procedencia de cada uno y las razones que les habían impulsado a llegar hasta allí. Enseguida descubrieron que todos se habían embarcado en la misma aventura: Seguir el camino que les marcaba la estrella de Oriente que, en ese mismo momento, les iluminaba suavemente desde lo alto.

Los pajes de los tres Magos montaron el campamento al amparo de las rocas, sobre la arena del desierto, y dispusieron comida y bebida sobre una gran alfombra persa y, de esa manera, comenzaron a narrar las anécdotas que habían vivido desde que comenzaron a caminar siguiendo la luz.

Al amanecer del siguiente día recogieron sus pertrechos, pues la estrella había iniciado de nuevo su camino hacia la salida que se abría al norte del gran desierto. Baltasar prestó parte de sus camellos a Melchor, pues eran más resistentes y apropiados para caminar sobre la arena, y todos juntos, en una larga caravana, comenzaron a caminar tras la cada vez más potente luz.

Tras algunas jornadas tediosas y duras por el calor que se levantaba del inmenso arenal, caminando en silencio, meditando sobre lo que estaban viendo y sobre la casualidad de haberse encontrado todos en aquel paraje, fueron llegando a la conclusión, cada uno por su lado, que el brillante astro les estaba guiando hacia un destino muy importante, que no era otro que el nacimiento de un personaje trascendental al que debían de asistir como testigos, pues así lo había dispuesto la divinidad.

Todo esto lo habían hablado entre ellos los tres sabios astrónomos durante las noches que habían caminado sobre el desierto, y todos estaban de acuerdo. También acordaron regalar al recién nacido todo lo que llevaban para el viaje como ofrenda, en agradecimiento por haberles guiado con aquella luz flotando sobre sus cabezas durante todo el camino.

 

 

A Herodes, que reinaba entonces en Judea, en su palacio de Jerusalén, le habían avisado los sacerdotes judíos que, según se decía en las escrituras proféticas, iba a nacer un rey que iba a reinar sobre todos los demás. Por lo tanto esto suponía una amenaza para los romanos. Lo que no sabía Herodes es dónde iba a nacer exactamente. Solo sabía que el nacimiento podía haberse producido ya y tenía que matar al niño antes de que fuera demasiado tarde.

 

 

En aquellos días los tres Magos llegaron a Jerusalén y empezaron a preguntar a todo el mundo donde había nacido el rey de los judíos, porque habían seguido su estrella. Sabían que había sido muy cerca pero la estrella se había apagado misteriosamente, sin causa aparente. Enterado Herodes de la llegada de unos Magos que venían en busca del recién nacido, les invitó a su palacio para sonsacarles todo lo que sabían con respecto al acontecimiento para poder ir él también a rendir homenaje al niño, pero callándose sus verdaderas intenciones de acabar con su vida para evitar cualquier competencia hacia su propio reinado.

Los magos, adulados por las atenciones de Herodes, le prometieron que le darían cuenta detallada del lugar del nacimiento cuando lo supieran, para que también pudiera ir a adorar al niño. Luego salieron de Jerusalén y se pusieron de nuevo en marcha, puesto que la estrella había comenzado a brillar de nuevo, desplazándose suavemente hacia un pequeño pueblo llamado Belén, situado a las afueras de la ciudad.

Los magos no entendieron al principio la razón por la que la estrella había dejado de brillar al llegar ellos a los dominios de Herodes. No sospechaban de las verdaderas intenciones de éste, aunque sabían que no era muy normal que la luz se hubiera apagado sin motivo aparente.

 

Al día siguiente, al anochecer, llegaron a Belén y allí se paró la estrella sobre una pequeña cueva situada a las afueras del pueblo, donde los pastores del lugar guardaban sus rebaños para protegerlos del frio de la noche. Los Magos se acercaron hasta allí y se encontraron con un bebé recién nacido acostado sobre un pesebre lleno de mullida paja y rodeado de sus padres. Una mula y un buey calentaban con su aliento al niño, pues la noche era muy fría. Las estrellas brillaban en el firmamento y en el suelo una pequeña hoguera encendida por José, el padre, calentaba un poco más al niño. Una extraña luz que venía de lo alto, donde se había parado la estrella que había guiado a los Magos hasta allí, confirmó que este era el niño que buscaban.

Descendieron los tres de sus camellos y se arrodillaron frente al pesebre para ver al recién nacido y dejaron a sus pies los regalos que tenían preparados: Oro, incienso y mirra. Pronto llegaron algunos pastores, con sus ovejas, atraídos por la extraña luz que iluminaba la cueva, y también algunas mujeres con algo de comida y ropa de abrigo por si hiciera falta.

 

Aun sonreía el niño cuando los Magos decidieron retirarse a descansar, cumplida ya su misión de conocer y rendir homenaje al nuevo rey por quien brillaban las estrellas, sobre todo la que les había guiado hasta allí a través del desierto.

Esa noche, mientras dormían soñaron los tres un mismo sueño en el que un personaje, que parecía brillar con luz propia, como si fuera la estrella guía, les avisó de las verdaderas intenciones de Herodes: Acabar con la vida del niño. Por lo tanto no debían visitar de nuevo Jerusalén. Era mejor que fueran de nuevo al desierto y desde allí tomar cada uno su camino de regreso a casa.



A la mañana siguiente emprendieron el camino y esa misma noche, ya en pleno desierto, montadas ya sus tiendas para dormir, recibieron la noticia de que Herodes había comenzado a asesinar a todos los niños menores de un año nacidos en Judea. Esto les entristeció mucho. Pero el mismo personaje que les dio la triste noticia, también les comunicó que a partir de ese día se les concedía el honor de repartir regalos a todos los niños del mundo, durante todos los siglos venideros, y que lo harían una vez al año señalado en el calendario universal como “el día de los Reyes Magos”.

Luego el personaje desapareció repentinamente delante de ellos y se convirtió en una pequeña estrella que desde entonces sigue brillando en el firmamento.

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