martes, 19 de abril de 2022

UNA TARDE EN URGENCIAS ( Por Eugenio Cascón Martín)

            nota del furriel: disfrutad de esta deliciosa historia cargada de humanidad.

-----oOo-----


Queridos compañeros de antes y de ahora. Como llevo mucho tiempo sin aparecer por este foro y como el tema del colegio, como materia historiable, se me ha agotado, me atrevo, con la venia del señor Furriel, a endilgaros el siguiente relato, con tintes de realidad y humanidad, por si, en estos tiempos convulsos y tristes, es capaz de despertaros alguna sonrisa.


Eugenio.

 

-------------------------------




 

Llevaba un servidor bastantes días con un trancazo de los importantes que me traía a mal traer, resistiendo heroica o estúpidamente, según se mire, sin ir al médico, no sé muy bien la razón, a pesar de la alta fiebre y otros síntomas molestos. Hasta que una noche, durante un ataque de tos muy violento, algo se me rompió en las entretelas, en las cercanías del esternón y las costillas, de manera que cada vez que volvía toser veía desde las estrellas más próximas hasta las galaxias más lejanas, e incluso los agujeros negros.

            Puestas así las cosas, a la mañana siguiente me dirigí a las urgencias de un hospital que queda no muy lejos de casa, aunque la carretera tiene algunos vericuetos, muchas rotondas y varios desvíos, por lo que, si uno no la conoce, corre el riesgo de perderse. El caso es que llegué y, tras los trámites de rigor, me atendió una doctora muy joven y guapa, algo pija en apariencia, lo que no va ni mucho menos en menoscabo de su competencia, la cual me diagnóstico una fuerte gripe y, tras atiborrarme de antibióticos y otras pócimas, me recomendó que controlara mentalmente la tos y el dolor. ¡Mira tú qué bien! ¿Y cómo se hace eso?

            Volví a casa más o menos convencido, como siempre que te habla alguien que sabe más que tú de una determinada materia, pero por la tarde el pecho _el plexo solar de los entendidos_ comenzó a ponérseme de un color amoratado, tan oscuro que todo mi ser parecía estar sufriendo una mutación cromática. La mancha se extendía más y más, y el dolor al toser era cada vez más intenso, hasta el punto de que parecía como si una rotura ya existente se agrandara de forma progresiva e imparable. Y cada vez veía más cuerpos celestes, al tiempo que un agujero de los más negros parecía haber aterrizado en mi pobre anatomía.

            Pasaron unos días y la gripe iba cediendo, pero la oscuridad pectoral y el dolor crecían más y más, así que algo había que hacer, de manera que de nuevo me dirigí a la sección de urgencias de la citada clínica.

            

-------------------------------------------

 

Ya estoy aquí otra vez. Me encamino al mostrador donde recaban los datos de los pacientes y les dan las indicaciones precisas. Al mismo tiempo que me atiende una amable señorita, accede una pareja de personas muy mayores, cumplidamente octogenarios él y ella, que llegan muy excitados, discutiendo a gritos entre sí y culpándose de mil cosas, sobre todo ella a él. 

            Acabados los trámites previos, me pasan a la sala de triaje (aún quedan por ahí galicismos), donde ya esperan varias personas, cada una con su dolencia, como una mujer de mediana edad, cuya cara delata verdadero sufrimiento. Pocos minutos después, llegan Tomasa y Felipe (esos son sus nombres, a tenor de sus propias palabras), sin cesar de discutir, creando un verdadero alboroto en su entorno. Están ahora, además, muy confusos, ya que no saben cómo funcionan las cosas y cómo van a enterarse de cuándo les toca pasar. Alguien se lo explica, pero no lo entienden demasiado bien. Él está bastante sordo y despistado; ella bastante tiene con reñirle a todas horas. Son, como he dicho, realmente mayores y su habla delata procedencia de alguna zona rural, quizá de la provincia de Toledo. Ella viste de una manera algo estrafalaria, con un pantalón de falso terciopelo negro, una blusa roja y un anorak de color naranja; él es menudo y delgado, con el pelo blanco muy repeinado y de presencia muy aseada. 

_¿Y Manué? ¿Ánde está Manué? _pregunta casi con angustia Tomasa. 

Manuel, que debe de ser su hijo, aparece por fin, con ropa de faena. Ha venido a traerlos, pero no encuentra dónde aparcar y debe volver al trabajo.

_Anda, hijo, vete, que nosotros ya nos arreglaremos _lo tranquiliza ella, comprensiva. 

Me toca pasar, tras la espera correspondiente, y me atiende un enfermero joven, que me pide algunos datos, me toma la tensión, me pone un termómetro debajo de la lengua y me envía a la sala de espera, hasta que me llamen. Cuando salgo, reclaman a Tomasa, con la me cruzo. La miro de cerca y veo que la pobre mujer no lo está pasando demasiado bien. Tiene los ojos llorosos y las facciones contraídas, con la cara algo hinchada, como si le faltara el aire. Pero no calla un instante.

 

Sigo la línea de puntos rojos y me instalo en la sala, pero me llaman enseguida: box 5 (box en inglés es ‘caja’, ¿no?).  

Me recibe una doctora que no es la del otro día. Más madura y experimentada, con aspecto de madre amable. Me pregunta, me mira, me ausculta. Échese, levántese... 

_¡Cóño, cómo duele! _exclamo sin poder reprimirme. Y es que parece que, al doblarme, me rompo por dentro.

Me manda unos análisis y paso a la sala donde toman las muestras. El espectáculo de la gente allí aparcada, en espera, no es muy alentador. Hay personas con gotero, con oxígeno… La miseria humana.

Una enfermera me pincha, me extrae la sangre y me envía de nuevo a la sala de espera, hasta que estén los análisis y vuelvan a llamarme. Me han dejado prendida en la vena una vía, por si acaso hay que volver a vampirizarme.

_Imagino que esta vez también me llamarán pronto _pienso ingenuamente_, aunque, si hay análisis, la cosa siempre se alarga. Lo que no sospechaba era que se iba a alargar casi tres horas.

 

Ya en la sala de espera, me acomodo junto a la zona infantil. Los pacientes entran y salen de manera continua, se renuevan constantemente, aunque me voy familiarizando con algunos, sobre todo los que, como yo, se ven obligados a una larga estancia.

Detrás de mí han llegado, una vez más, Tomasa y Felipe, que se me sientan muy cerca. Está claro que van a ser mis más fieles compañeros durante toda la tarde. 

Siguen con su eterna pelea casi a gritos, sobre todo por parte de ella: se ve que es su manera de comunicarse al cabo de tantos años de convivencia. La gente los mira y hay quien sonríe discretamente. De nuevo están perdidos, tampoco aquí saben cómo ni cuándo van a llamarlos. Ven los tableros con los avisos, pero, aunque los conocen de otras veces, no recuerdan cómo interpretarlos: 

            _¡El cero, ese es el nuestro! _exclama Felipe, sin caer en la cuenta de que hay ceros en todas las casillas.

            Le explico que el cero lo tenemos todos en nuestra clave, que lo que tienen que mirar son las letras, las iniciales de su nombre. Pero entre que no oye bien y que está muy despistado, al hombre le cuesta entenderlo. 

            Una mujer les aconseja que tengan a la vista el papelito que les han dado al entrar, donde figura su clave, que es la que deben comprobar. Pero ellos ni siquiera son conscientes de haberlo recibido. 

            _Mira a ver dónde lo has puesto. Ya te lo he dicho yo y no me haces caso. Si es que no te enteras de na. ¡Cabezón, que eres un cabezón! Si metes la cabeza por ahí, no hay manera de sacarla _le grita Tomasa al pobre Felipe.

            Revuelven bolsos y bolsillos, y por fin aparece el dichoso papel, que blanden ansiosos, a la espera de ver reflejadas aquellas letras en la pantalla.

            _¡Claro, si es mi nombre, empezando por el apellido! _cae por fin Tomasa.

 

            Hay bastante gente, la mayoría, como suele ser habitual en este mundo nuestro, con el móvil desplegado: algunos hablan y casi todos escriben o trastean en él. Por allí está también la mujer de rosto doliente, a la que su compañero intenta consolar con mimos.

Hay también un señor, mayor y muy delgado, con gafas y gorra, acompañado de dos o tres hijas (una no sé si lo es o simplemente una amistad surgida en la espera) y un hijo. No se puede quejar de que lo hayan dejado solo. El hombre es callado y discreto, y tiene cara de sufrimiento, como la mayor parte. Será de los que permanezcan aquí mucho tiempo.

La espera se hace eterna. Cada vez que se oye el sonido característico de aviso, las miradas se dirigen ansiosas al tablero donde aparecen las claves y el número del box correspondiente (hay hasta nueve), con la esperanza de que coincidan con las de su boleto. Los agraciados salen casi de estampida; los demás, a seguir esperando. Por mi parte, para matar el tiempo (alguien tendría que estudiar esto de que se pueda matar el tiempo), juego a formar palabras con aquellos anagramas, como se hace en ocasiones con las matrículas de los coches.

El personal se va renovando. Entra una chica joven, muy mona, con pinta de niña bien, el pelo largo y rubio y, claro, móvil en ristre. Al momento llega su madre: se parecen. Aquí es fácil comprobar los parentescos.

Más casos: una madre joven con su hijo preadolescente, semejantes ambos hasta en la discreción. Se refugian, cómo no, en el telefonino. 

Irrumpen un hombre y su retoño (más o menos 18 años) y se sientan a esperar. Ambos son algo achaparrados y robustos, de cara más bien redonda y la nariz un tanto puntiaguda. El mismo gesto, los mismos movimientos. Un calco el uno el otro, solo que el padre está calvo y el hijo todavía no. Pero todo se andará: la genética es implacable.

Llega un papá joven con su niño de más o menos tres años, inquieto y exigente. Aunque por allí hay juguetes para que se entretengan, el pobre padre no sabe cómo mantenerlo tranquilo y callado. Un chico, con una pierna escayolada y sentado en las cercanías, corre el riego de ser atropellado por la criatura.

            Una pareja con un bebé: la misma frente altísima que él y los mofletes y el mentón casi escondido de ella. No se puede negar la paternidad compartida.

            Hay un hombre que no cesa de ir de acá para allá, de la sala al pasillo y del pasillo a la sala. Es alto y robusto, de recias nalgas y barriga prominente, aparte de una acusada calvicie que esconde bajo una gorra con visera, de las madrileñas de siempre. Camisa azul claro, que amenaza estallar por las costuras, pantalón negro de pana y zapatos de piel fina, de los de punta y pico, y hebilla plateada. El chaquetón de cuero reposa sobre una silla. Tiene pinta de tratante de ganado de los de antes, pero debe de ser constructor, contratista o algo así. No para de enviar y recibir llamadas, parece que ajustando obras o algo por el estilo, según se desprende de algunas palabras que se le oyen. Anota constantemente en un grueso cuaderno azul que lleva consigo. Se ve que es un hombre “sin estudios”, como suele decirse, pero de negocios y de acción, “hecho a sí mismo”.

            

Entretanto, Tomasa sigue a lo suyo, a sus lamentos y a la regañina constante a Felipe, el cual, o bien no la oye, o bien hace como si así fuera. Se ve que la pobre señora está cansada y pasándolo mal: 

            _Dame el movi, que voy a llamar a Mamen y a Pili.

            _Después _le dice Felipe paciente_, cuando estén todas las pruebas.

            _¡Qué despué ni despué! ¡Ahora! Dame el movi de una vez, pesao.

            A Felipe no le queda otra que ceder, una vez más, y ella llama a Mamen, seguramente una hija, y le cuenta lo que ocurre: “Estamos en el hospital. Después de comer, me he puesto mu mala, mu mala, con muchas palpitaciones, que parecía que el corazón me daba gritos y se me salía por la boca, así que nos hemos venío a urgencias. Nos ha traío Manué, pero el pobre ha tenío que irse. Me han dicho que está todo bien y solo falta la última prueba, una radiografía, y estamos esperando el resultao. De eso depende que me ingresen o no. Yo no quiero quedarme, pero si no hay más remedio…”.  

            Llama a Pili y le repite, punto por punto, la misma historia. Luego es Trini quien los llama a ellos. Otra vez lo mismo. Ya todo el entorno se sabe de memoria la historia de Tomasa, puesto que todo lo habla a gritos. 

            

El tiempo sigue pasando lento, muy lento. Ya va para dos horas y no nos llaman, ni a ellos ni a un servidor. Se me sienta al lado una pareja de hermanos, muy jovencitos, que hablan de exámenes y de la relación con sus padres. Los avisan enseguida. Otro chico joven, muy educado, cruza varias veces por delante para ir a depositar a una papelera cualquier pequeño desperdicio.

            La pobre Tomasa se mueve y se queja. Tiene frío y trata de cubrirse con el anorak naranja. Debe de encontrarse bastante mal, cada vez peor. No es justo que gente en estas condiciones tenga que esperar tanto. Felipe acude un par de veces a preguntar, pero les dicen que esperen, que pronto los avisarán. De nuevo suena su teléfono y quien los llama ahora es Manuel, el hijo que los ha traído. Todos oímos la enésima edición de la historia y los avatares de Tomasa y Felipe durante aquella larga jornada.

            _Manué, hijo, no vengas a buscarnos. Pa volver, cogemos un taxi. Total, pa nueve euros, no merece la pena que vengas _se conforma la mujer, a modo de remate de la conversación. Parece que viven cerca del hospital.

            _Llaman a todos menos a los del box 5, que es el nuestro. ¿Usted también va al 5? _me pregunta el bueno de Felipe, al ver que yo, como ellos, permanecía allí, con mi vía prendida en el brazo.

            _No, yo voy a otro, pero tenga un poco de paciencia, pronto nos llamarán _le digo, casi más por convencerme a mí mismo que a él, pues el cansancio termina por convertirse en un mal epidémico.

            

Una pantalla de televisión, instalada en la zona infantil, no deja de emitir dibujos animados para los más pequeños. Llega gente nueva, más padres con bebés. Ya no queda nadie del principio, a excepción de Tomasa y su Felipe y un servidor, puesto que la mujer doliente y el padre con las hijas se han ido.

            Por fin suena mi nombre a través de un altavoz horriblemente tonante. Me encaminan al box 5 (antes fue el 3, pero al final va a tener razón Felipe). De nuevo me recibe la doctora, que, según puedo enterarme, se llama Fátima. Me pide disculpas por la larga espera. Según me comenta, se les ha “caído” el sistema informático. Parece que la informática se ha convertido en el chivo expiatorio de todo lo que ocurre.

            Me dice que todo está bien, que los análisis no dan ninguna anomalía.

            _Pero me sigue doliendo mucho cada vez que toso, y esto está cada vez más negro, el hematoma se hace más y más grande… _protesto en tono suave y con buenas maneras.

            Me explica que es cuestión de tiempo, que el sangrado de lo que se haya roto por ahí dentro tiene que acabar de producirse. Más analgésicos, Trombocid tres veces al día y jarabe para la tos. La mujer es amable y persuasiva, termina por convencerme. Ya veremos cómo va esto. Por si acaso, me dice que vuelva el viernes, día en que ella le corresponde estar de nuevo estar allí.

            Paso a la sala de análisis, a que me quiten la vía.     Regreso unos minutos a la de espera, mientras oprimo el esparadrapo que me han puesto en el lugar del pinchazo para que no se me forme un hematoma. ¡Más hematomas no, por favor! 

La megafonía vocifera el nombre de Tomasa Benito. ¡Por fin! Pobrecillos, me alegro por ellos. ¿Se irán a casa en el taxi de nueve euros? ¿La dejarán ingresada? Me temo que eso nunca lo sabremos.

            Bajo al aparcamiento: casi diez euros. Menudo negocio: cuanto más se alargue la espera, mejor para ellos.  

            Al salir con el coche, me pierdo, cómo no, buscando el camino de vuelta. Ya es de noche y hay mucho tráfico, pero consigo llegar a casa. Por hoy, ya está bien de hospital.


Eugenio Cascón Martín

 

                                               

ENTRADA MÁS RECIENTE

CARTA A ALBERTO CORTÉS CABRERA (Por Carlos Tejo)

LAS TRES ENTRADAS MÁS POPULARES EN EL BLOG