martes, 19 de abril de 2022

UNA TARDE EN URGENCIAS ( Por Eugenio Cascón Martín)

            nota del furriel: disfrutad de esta deliciosa historia cargada de humanidad.

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Queridos compañeros de antes y de ahora. Como llevo mucho tiempo sin aparecer por este foro y como el tema del colegio, como materia historiable, se me ha agotado, me atrevo, con la venia del señor Furriel, a endilgaros el siguiente relato, con tintes de realidad y humanidad, por si, en estos tiempos convulsos y tristes, es capaz de despertaros alguna sonrisa.


Eugenio.

 

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Llevaba un servidor bastantes días con un trancazo de los importantes que me traía a mal traer, resistiendo heroica o estúpidamente, según se mire, sin ir al médico, no sé muy bien la razón, a pesar de la alta fiebre y otros síntomas molestos. Hasta que una noche, durante un ataque de tos muy violento, algo se me rompió en las entretelas, en las cercanías del esternón y las costillas, de manera que cada vez que volvía toser veía desde las estrellas más próximas hasta las galaxias más lejanas, e incluso los agujeros negros.

            Puestas así las cosas, a la mañana siguiente me dirigí a las urgencias de un hospital que queda no muy lejos de casa, aunque la carretera tiene algunos vericuetos, muchas rotondas y varios desvíos, por lo que, si uno no la conoce, corre el riesgo de perderse. El caso es que llegué y, tras los trámites de rigor, me atendió una doctora muy joven y guapa, algo pija en apariencia, lo que no va ni mucho menos en menoscabo de su competencia, la cual me diagnóstico una fuerte gripe y, tras atiborrarme de antibióticos y otras pócimas, me recomendó que controlara mentalmente la tos y el dolor. ¡Mira tú qué bien! ¿Y cómo se hace eso?

            Volví a casa más o menos convencido, como siempre que te habla alguien que sabe más que tú de una determinada materia, pero por la tarde el pecho _el plexo solar de los entendidos_ comenzó a ponérseme de un color amoratado, tan oscuro que todo mi ser parecía estar sufriendo una mutación cromática. La mancha se extendía más y más, y el dolor al toser era cada vez más intenso, hasta el punto de que parecía como si una rotura ya existente se agrandara de forma progresiva e imparable. Y cada vez veía más cuerpos celestes, al tiempo que un agujero de los más negros parecía haber aterrizado en mi pobre anatomía.

            Pasaron unos días y la gripe iba cediendo, pero la oscuridad pectoral y el dolor crecían más y más, así que algo había que hacer, de manera que de nuevo me dirigí a la sección de urgencias de la citada clínica.

            

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Ya estoy aquí otra vez. Me encamino al mostrador donde recaban los datos de los pacientes y les dan las indicaciones precisas. Al mismo tiempo que me atiende una amable señorita, accede una pareja de personas muy mayores, cumplidamente octogenarios él y ella, que llegan muy excitados, discutiendo a gritos entre sí y culpándose de mil cosas, sobre todo ella a él. 

            Acabados los trámites previos, me pasan a la sala de triaje (aún quedan por ahí galicismos), donde ya esperan varias personas, cada una con su dolencia, como una mujer de mediana edad, cuya cara delata verdadero sufrimiento. Pocos minutos después, llegan Tomasa y Felipe (esos son sus nombres, a tenor de sus propias palabras), sin cesar de discutir, creando un verdadero alboroto en su entorno. Están ahora, además, muy confusos, ya que no saben cómo funcionan las cosas y cómo van a enterarse de cuándo les toca pasar. Alguien se lo explica, pero no lo entienden demasiado bien. Él está bastante sordo y despistado; ella bastante tiene con reñirle a todas horas. Son, como he dicho, realmente mayores y su habla delata procedencia de alguna zona rural, quizá de la provincia de Toledo. Ella viste de una manera algo estrafalaria, con un pantalón de falso terciopelo negro, una blusa roja y un anorak de color naranja; él es menudo y delgado, con el pelo blanco muy repeinado y de presencia muy aseada. 

_¿Y Manué? ¿Ánde está Manué? _pregunta casi con angustia Tomasa. 

Manuel, que debe de ser su hijo, aparece por fin, con ropa de faena. Ha venido a traerlos, pero no encuentra dónde aparcar y debe volver al trabajo.

_Anda, hijo, vete, que nosotros ya nos arreglaremos _lo tranquiliza ella, comprensiva. 

Me toca pasar, tras la espera correspondiente, y me atiende un enfermero joven, que me pide algunos datos, me toma la tensión, me pone un termómetro debajo de la lengua y me envía a la sala de espera, hasta que me llamen. Cuando salgo, reclaman a Tomasa, con la me cruzo. La miro de cerca y veo que la pobre mujer no lo está pasando demasiado bien. Tiene los ojos llorosos y las facciones contraídas, con la cara algo hinchada, como si le faltara el aire. Pero no calla un instante.

 

Sigo la línea de puntos rojos y me instalo en la sala, pero me llaman enseguida: box 5 (box en inglés es ‘caja’, ¿no?).  

Me recibe una doctora que no es la del otro día. Más madura y experimentada, con aspecto de madre amable. Me pregunta, me mira, me ausculta. Échese, levántese... 

_¡Cóño, cómo duele! _exclamo sin poder reprimirme. Y es que parece que, al doblarme, me rompo por dentro.

Me manda unos análisis y paso a la sala donde toman las muestras. El espectáculo de la gente allí aparcada, en espera, no es muy alentador. Hay personas con gotero, con oxígeno… La miseria humana.

Una enfermera me pincha, me extrae la sangre y me envía de nuevo a la sala de espera, hasta que estén los análisis y vuelvan a llamarme. Me han dejado prendida en la vena una vía, por si acaso hay que volver a vampirizarme.

_Imagino que esta vez también me llamarán pronto _pienso ingenuamente_, aunque, si hay análisis, la cosa siempre se alarga. Lo que no sospechaba era que se iba a alargar casi tres horas.

 

Ya en la sala de espera, me acomodo junto a la zona infantil. Los pacientes entran y salen de manera continua, se renuevan constantemente, aunque me voy familiarizando con algunos, sobre todo los que, como yo, se ven obligados a una larga estancia.

Detrás de mí han llegado, una vez más, Tomasa y Felipe, que se me sientan muy cerca. Está claro que van a ser mis más fieles compañeros durante toda la tarde. 

Siguen con su eterna pelea casi a gritos, sobre todo por parte de ella: se ve que es su manera de comunicarse al cabo de tantos años de convivencia. La gente los mira y hay quien sonríe discretamente. De nuevo están perdidos, tampoco aquí saben cómo ni cuándo van a llamarlos. Ven los tableros con los avisos, pero, aunque los conocen de otras veces, no recuerdan cómo interpretarlos: 

            _¡El cero, ese es el nuestro! _exclama Felipe, sin caer en la cuenta de que hay ceros en todas las casillas.

            Le explico que el cero lo tenemos todos en nuestra clave, que lo que tienen que mirar son las letras, las iniciales de su nombre. Pero entre que no oye bien y que está muy despistado, al hombre le cuesta entenderlo. 

            Una mujer les aconseja que tengan a la vista el papelito que les han dado al entrar, donde figura su clave, que es la que deben comprobar. Pero ellos ni siquiera son conscientes de haberlo recibido. 

            _Mira a ver dónde lo has puesto. Ya te lo he dicho yo y no me haces caso. Si es que no te enteras de na. ¡Cabezón, que eres un cabezón! Si metes la cabeza por ahí, no hay manera de sacarla _le grita Tomasa al pobre Felipe.

            Revuelven bolsos y bolsillos, y por fin aparece el dichoso papel, que blanden ansiosos, a la espera de ver reflejadas aquellas letras en la pantalla.

            _¡Claro, si es mi nombre, empezando por el apellido! _cae por fin Tomasa.

 

            Hay bastante gente, la mayoría, como suele ser habitual en este mundo nuestro, con el móvil desplegado: algunos hablan y casi todos escriben o trastean en él. Por allí está también la mujer de rosto doliente, a la que su compañero intenta consolar con mimos.

Hay también un señor, mayor y muy delgado, con gafas y gorra, acompañado de dos o tres hijas (una no sé si lo es o simplemente una amistad surgida en la espera) y un hijo. No se puede quejar de que lo hayan dejado solo. El hombre es callado y discreto, y tiene cara de sufrimiento, como la mayor parte. Será de los que permanezcan aquí mucho tiempo.

La espera se hace eterna. Cada vez que se oye el sonido característico de aviso, las miradas se dirigen ansiosas al tablero donde aparecen las claves y el número del box correspondiente (hay hasta nueve), con la esperanza de que coincidan con las de su boleto. Los agraciados salen casi de estampida; los demás, a seguir esperando. Por mi parte, para matar el tiempo (alguien tendría que estudiar esto de que se pueda matar el tiempo), juego a formar palabras con aquellos anagramas, como se hace en ocasiones con las matrículas de los coches.

El personal se va renovando. Entra una chica joven, muy mona, con pinta de niña bien, el pelo largo y rubio y, claro, móvil en ristre. Al momento llega su madre: se parecen. Aquí es fácil comprobar los parentescos.

Más casos: una madre joven con su hijo preadolescente, semejantes ambos hasta en la discreción. Se refugian, cómo no, en el telefonino. 

Irrumpen un hombre y su retoño (más o menos 18 años) y se sientan a esperar. Ambos son algo achaparrados y robustos, de cara más bien redonda y la nariz un tanto puntiaguda. El mismo gesto, los mismos movimientos. Un calco el uno el otro, solo que el padre está calvo y el hijo todavía no. Pero todo se andará: la genética es implacable.

Llega un papá joven con su niño de más o menos tres años, inquieto y exigente. Aunque por allí hay juguetes para que se entretengan, el pobre padre no sabe cómo mantenerlo tranquilo y callado. Un chico, con una pierna escayolada y sentado en las cercanías, corre el riego de ser atropellado por la criatura.

            Una pareja con un bebé: la misma frente altísima que él y los mofletes y el mentón casi escondido de ella. No se puede negar la paternidad compartida.

            Hay un hombre que no cesa de ir de acá para allá, de la sala al pasillo y del pasillo a la sala. Es alto y robusto, de recias nalgas y barriga prominente, aparte de una acusada calvicie que esconde bajo una gorra con visera, de las madrileñas de siempre. Camisa azul claro, que amenaza estallar por las costuras, pantalón negro de pana y zapatos de piel fina, de los de punta y pico, y hebilla plateada. El chaquetón de cuero reposa sobre una silla. Tiene pinta de tratante de ganado de los de antes, pero debe de ser constructor, contratista o algo así. No para de enviar y recibir llamadas, parece que ajustando obras o algo por el estilo, según se desprende de algunas palabras que se le oyen. Anota constantemente en un grueso cuaderno azul que lleva consigo. Se ve que es un hombre “sin estudios”, como suele decirse, pero de negocios y de acción, “hecho a sí mismo”.

            

Entretanto, Tomasa sigue a lo suyo, a sus lamentos y a la regañina constante a Felipe, el cual, o bien no la oye, o bien hace como si así fuera. Se ve que la pobre señora está cansada y pasándolo mal: 

            _Dame el movi, que voy a llamar a Mamen y a Pili.

            _Después _le dice Felipe paciente_, cuando estén todas las pruebas.

            _¡Qué despué ni despué! ¡Ahora! Dame el movi de una vez, pesao.

            A Felipe no le queda otra que ceder, una vez más, y ella llama a Mamen, seguramente una hija, y le cuenta lo que ocurre: “Estamos en el hospital. Después de comer, me he puesto mu mala, mu mala, con muchas palpitaciones, que parecía que el corazón me daba gritos y se me salía por la boca, así que nos hemos venío a urgencias. Nos ha traío Manué, pero el pobre ha tenío que irse. Me han dicho que está todo bien y solo falta la última prueba, una radiografía, y estamos esperando el resultao. De eso depende que me ingresen o no. Yo no quiero quedarme, pero si no hay más remedio…”.  

            Llama a Pili y le repite, punto por punto, la misma historia. Luego es Trini quien los llama a ellos. Otra vez lo mismo. Ya todo el entorno se sabe de memoria la historia de Tomasa, puesto que todo lo habla a gritos. 

            

El tiempo sigue pasando lento, muy lento. Ya va para dos horas y no nos llaman, ni a ellos ni a un servidor. Se me sienta al lado una pareja de hermanos, muy jovencitos, que hablan de exámenes y de la relación con sus padres. Los avisan enseguida. Otro chico joven, muy educado, cruza varias veces por delante para ir a depositar a una papelera cualquier pequeño desperdicio.

            La pobre Tomasa se mueve y se queja. Tiene frío y trata de cubrirse con el anorak naranja. Debe de encontrarse bastante mal, cada vez peor. No es justo que gente en estas condiciones tenga que esperar tanto. Felipe acude un par de veces a preguntar, pero les dicen que esperen, que pronto los avisarán. De nuevo suena su teléfono y quien los llama ahora es Manuel, el hijo que los ha traído. Todos oímos la enésima edición de la historia y los avatares de Tomasa y Felipe durante aquella larga jornada.

            _Manué, hijo, no vengas a buscarnos. Pa volver, cogemos un taxi. Total, pa nueve euros, no merece la pena que vengas _se conforma la mujer, a modo de remate de la conversación. Parece que viven cerca del hospital.

            _Llaman a todos menos a los del box 5, que es el nuestro. ¿Usted también va al 5? _me pregunta el bueno de Felipe, al ver que yo, como ellos, permanecía allí, con mi vía prendida en el brazo.

            _No, yo voy a otro, pero tenga un poco de paciencia, pronto nos llamarán _le digo, casi más por convencerme a mí mismo que a él, pues el cansancio termina por convertirse en un mal epidémico.

            

Una pantalla de televisión, instalada en la zona infantil, no deja de emitir dibujos animados para los más pequeños. Llega gente nueva, más padres con bebés. Ya no queda nadie del principio, a excepción de Tomasa y su Felipe y un servidor, puesto que la mujer doliente y el padre con las hijas se han ido.

            Por fin suena mi nombre a través de un altavoz horriblemente tonante. Me encaminan al box 5 (antes fue el 3, pero al final va a tener razón Felipe). De nuevo me recibe la doctora, que, según puedo enterarme, se llama Fátima. Me pide disculpas por la larga espera. Según me comenta, se les ha “caído” el sistema informático. Parece que la informática se ha convertido en el chivo expiatorio de todo lo que ocurre.

            Me dice que todo está bien, que los análisis no dan ninguna anomalía.

            _Pero me sigue doliendo mucho cada vez que toso, y esto está cada vez más negro, el hematoma se hace más y más grande… _protesto en tono suave y con buenas maneras.

            Me explica que es cuestión de tiempo, que el sangrado de lo que se haya roto por ahí dentro tiene que acabar de producirse. Más analgésicos, Trombocid tres veces al día y jarabe para la tos. La mujer es amable y persuasiva, termina por convencerme. Ya veremos cómo va esto. Por si acaso, me dice que vuelva el viernes, día en que ella le corresponde estar de nuevo estar allí.

            Paso a la sala de análisis, a que me quiten la vía.     Regreso unos minutos a la de espera, mientras oprimo el esparadrapo que me han puesto en el lugar del pinchazo para que no se me forme un hematoma. ¡Más hematomas no, por favor! 

La megafonía vocifera el nombre de Tomasa Benito. ¡Por fin! Pobrecillos, me alegro por ellos. ¿Se irán a casa en el taxi de nueve euros? ¿La dejarán ingresada? Me temo que eso nunca lo sabremos.

            Bajo al aparcamiento: casi diez euros. Menudo negocio: cuanto más se alargue la espera, mejor para ellos.  

            Al salir con el coche, me pierdo, cómo no, buscando el camino de vuelta. Ya es de noche y hay mucho tráfico, pero consigo llegar a casa. Por hoy, ya está bien de hospital.


Eugenio Cascón Martín

 

                                               

14 comentarios:

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Querido amigo Eugenio: debe de ser verdad lo de que no hay mal que por bien no venga. Lo digo porque tus dolencias y tu procesión por urgencias me ha (nos ha) regalo una crónica en la que, sin dolencias, también yo he pasado varias horas (posiblemente, los demás lectores también) acompañándote en tan útil como detestable lugar. Además, pincelada a pincelada, a uno le has metido en casa a todos esos variopintos acompañantes de tal manera que parecen ya amigos de toda la vida. Ese es el gran poder de la pluma cuando se maneja con la soltura y sabiduría que tú lo haces. Acabo de leer tu crónica tras venir de visitar al médico de cabecera, acompañando a mi mujer, al estilo, aunque no nos parezcamos en nada a ellas, de las buenas y transparentes personas de Tomasa y Felipe. Te (os) dejo, pues tengo la imrpesión de que ambos están justo ahora llamando a mi puerta, deseosos seguramente de contarme, también ellos, cómo conocieron en urgencias a un atento, sufrido y bien plantado señor, aunque algo timido, que tanto les acompañó y guió durante su larga espera hospitalaria. Infinitas gracias y felices días de Pascua, querido Eugenio. Espero que algún día nos cuentes cómo son las galaxias y los agujeros negros que has tenido la "fortuna" de conocer. ¡Y cuídate tú, por mucho que ya lo haga tu "Dueña"!

JOSÉ MANUEL GARCÍA VALDÉS dijo...

Sr. Ugenio, con E, yo no sé cuánto de biográfico tiene su relato pero pudiéramos entender que detrás de tantas y tan buenas palabras estás tú a la puerta de la consulta. Cualquiera que haya acudido a urgencias se dará cuenta que lo que describes refleja bastante bien la realidad. Por si se diera el caso de que estuvieras hablando de tí y no de mí, lo primero es desearte una pronta recuperación. Cuida el dolor y el color de tus pectorales, que no tetas, no sea que en próximos encuentros no te reconozcamos por haber sobrevenido a mulato. Me he visto un poco/bastante reflejado en la Tomasa y el Felipe. Uno se deja ir y acaba de esa manera, no enfermo sino absolutamente dominado.
En el relato, (¿Autobiográfico?) aprecio una especial estima por las médicas y enfermeras de buen ver, no sé si el inconsciente te estará haciendo alguna jugada, tanto catarro, tanto moratón y tanta consulta pudieran ser sesgos psicológicos de deseos ocultos. Cuando vayas a ka consulta lleva a tu Tomasa personal y verás cómo se te quitan esas tonterías de médicas guapas y enfermeras de buen ver. Ella te dirá cuándo y qué tienes que mirar y volverás nuevo pa casa, yo así lo hago y no tengo que preocuparme de qué debo decir al médico ni siquiera de llevar la cartilla.
Cuídate y sigue dando vidilla a este moribundo, coño, éste se refiere al blog no a éste. Me he liao.
Abrazos sanotes.
P.D. Del colegio aún puedes contar muchas cosas, esas que tienes guardadas para tus adentros y que ni siquiera el P. Ricardo supo. Esas son las que nos interesan, si las contares verías cómo este muerto, no yo el otro, resucita.

Anónimo dijo...

Como siempre, da gusto leerte, Eugenio. Continuará, ¿no?
Salud
Marcelino Iglesias

Santos Suárez Santamarta dijo...


Delicioso relato, Eugenio. Admiro esa capacidad de observación de los detalles y el primor y la destreza con que sabes describirlos e hilvanarlos con fina retranca, además. Cualquiera que te lea se verá fácilmente identificado con esa peripecia de la que has sido protagonista. Relatos como éste y de cualquier otro tema que te propongas deberían tener continuidad para terminar siendo una buena novela que daría gusto leer.
Te deseo que en lo que tiene que ver con tu estado de salud, ese episodio ya haya quedado felizmente atrás.

Isidro Cicero dijo...

Estupendo relato Eugenio. Me encanta sobre todo tu hábil forma de construir personajes. Parecen vecinos de uno. Que nos des más alegrías como esta.

Anónimo dijo...

Santos, con más moral que el Alcoyano o paciencia que Job, llevo años, qué digo, siglos, peleando con Eugenio para que escriba una novela ambientada en la Sierra de Francia y, más en concreto, en Mogarraz, pues sé que tiene material elaborado más que sobrado para hacerlo. Pero no hay manera de poner esa luz sobre el celemín ni de lucir esa joya como se merece. Espero que a ti te haga algún caso. Cuidado que el teniente de alcalde de Mogarraz, Darío, y este menda hemos peleado con él, por otra parte, para que se ponga al frente de un concurso literario de altura en Mogarraz, al estilo del concurso de "pintura rápida" que allí dirige Florencio Maíllo, el pintor-escultor de los cuadros de los mogarreños expuestos en las paredes de las casas, pero ya hemos desesperado de ese propósito. En fin, el reino de los cielos se parece a una perla oculta que quien la encuentra va y vende todo cuanto tiene y la compra. Pues ¡coño!, poco debemos de valer nosotros cuando hemos encontrado esa perla y no somos capaces de comprarla.

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

¡Vaya! Al publicar el anterior comentario he pulsado bien, incluso con fuerza, en el cuadro de "no soy un robot" y, sin embargo, me ha salido anónimo. Culpa mía por no pinchar en "vista previa" antes de "publicar". Espero que esta vez no me salga rana, pues ya he visto mi nombre en esa "vista previa", aunque por el texto ya todos habéis deducido fácilmente a quién pertenece el mismo.

Eugenio Cascón Martín dijo...

Gracias, amigos, por vuestros generosos comentarios. Como os decía, mi único propósito al insertar aquí este pequeño relato, ajeno al negociado que nos es común, no era otro que provocar una sonrisa, de la que tan necesitados estamos en estos tiempos azarosos, aunque, ¿cuándo no la hemos necesitados?; ¿cuándo ha vivido la humanidad tiempos en los que no se haya atormentado a sí misma?
Gracias también por el interés que mostráis algunos por mi salud. Incluso he recibido algunas llamadas y mensajes al respecto, pero he de informaros de que mi tórax hace tiempo que recobró la color natural, pues los hechos aquí relatados tienen una antigüedad de al menos cuatro o cinco años, cuando el virus pandémico aún no se había instalado en nuestras vidas y era posible observar y describir rostros y facciones al descubierto, sin el secretismo que conlleva el barbijo que nos hemos visto obligados a encasquetarnos. Lo escribí por entonces y lo dejé arrinconado en uno de esos cajones modernos que llamamos archivos electrónicos. Pido perdón por no haber ofrecido pistas al respecto.
Amigo y paisano Ramón, siempre tan puntual y atento como hiperbólico en el halago. Y también “pesao”, que todo hay que decirlo, pues te empeñas en volver una y otra vez sobre cuestiones que ya tenemos más que habladas y con las que no hay por qué fatigar a los compañeros. Gracias también a ti, amigo Santos, por tus palabras en el mismo sentido, pero mi capacidad de fabulación no da para novelas que merezcan la pena, por lo que me conformo con reflejar retazos de vida en los que todos podamos reconocernos. Aparte de que, como se lamentaba el hidalgo de los hidalgos, “ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Y ya puestos, te agradeceríamos todos que siguieras iluminándonos con tus magníficos versos.
Amigo José Manuel, señor de Casorvida, qué majo eres. Y qué ocurrente. A ver si lo de “Pitu” no va a ser por lo del tren, sino por tu dimensión de gallo del gallinero casorvidense. Deberías animarte y contarnos un día tus aventuras. Mira, yo a las señoras doctoras las respeto mucho y las breves descripciones que aquí hago de ellas son casi científicas y tienen como única finalidad ilustrar al lector en relación con su aspecto. Además, a buenas horas… Y en lo que concierne a mi Tomasa particular, me envía solo a estos menesteres porque dice que bastante guerra le doy ya en casa. Lo de los recuerdos, es cierto que se me han agotado, pero es probable que haya quien aún guarde unos cuantos en el morral. Hace años me dijo un viejo y sabio jardinero al que conocía: “Mire usté, señor Ugenio: entre tos lo sabemos to”. Si trasponemos este axioma a nuestro propósito, bien podríamos decir que “entre tos lo recordamos to”, así que vamos a ello, para que no se nos caiga el tinglado que con tanto afán y desvelos mantienen en vilo nuestro Furriel particular. Y tú, querido Valdés, no dejes de hacernos sonreír con tu ingenio.
Marcelino, antiguo compañero, también de ti esperamos cosas, pues tú sí que gozas de capacidad creativa, como tienes demostrado. A ver cuándo nos regalas algo. Y nada tengo que decirte a ti al respecto, Isidro Cicero, pues siempre has sido uno de los puntales más robustos de este escenario. Gracias a ambos por vuestras palabras.
Abrazos fraternales para todos una vez más.

JOSE MANUEL GARCÍA VALDÉS dijo...

Aprovechando que D. Ungenio está a las puertas del ambulatorio voy a referirme a otro que quizás esté ya en la UCI. Portillos tan jugosos como éste que tú has abierto seguramente serían una buena medicina para resucitar al moribundo blog. El Furry está poniendo mucho empeño haciéndole la respiración boca a boca, portillo a portillo, pero tenemos que admitir que la goma estira hasta un determinado límite, a partir de ahí se rompe. Quizás no "haiga" materia para más pero si en el boca a boca participamos todos, TODOS, tú, tú y tú, es probable que el oxígeno llegue al pulmón y el moribundo reviva y surjan nuevos temas. En esta tarea creo que los más indicados son los que tienen madera de escritores, y no cito a ninguno, hay muchos; son ellos los verdaderos especialistas de la dicción y, por ello, los que más responsabilidades tienen, y lo digo yo que no llego a la Nada. No vale asomarse a ver las novedades que aparecen y como no hay novedades cierro y me voy.
Si le diéramos al blog la categoría de ser vivo moribundo posiblemente constataríamos que está pasando por alguna de las siguientes etapas:
1. Etapa de la negación: El moribundo piensa: no hay problema, la cosa va bien, no hay porqué preocuparse. ¿Estará el blog en esta fase? Yo diría que ya la ha superado.
2. Etapa de la ira: el vivo moribundo se pregunta ¿cómo me puede estar pasando esto a mí si gozaba, aparentemente, de buena salud? Cuando se llega a esta etapa el individuo reconoce que la negación no puede continuar, empieza la decadencia, aunque reconoce que aún tiene posibilidades, y esto le lleva a la siguiente
3. Etapa de la negociación: en el moribundo nace una lucecita, la esperanza de que puede haber un último remedio, alguna manera de retrasar la defunción.
Personalmente creo que el blog podría estar en este momento; sabemos que la cosa está fea pero aún hay fórmulas para revitalizar al moribundo. Si no aprovechamos esta "lucina" de esperanza sobrevendrá la siguiente etapa
4. Etapa de la depresión: el moribundo decae, le parece que no tiene sentido seguir, se hunde y espera su final. Ya no hay remedio, el moriturus empieza a dar por seguro su final, por ello se vuelve silencioso, deja de escribir, pasa de todo y que sean los demás los que le rescaten. Mejor no llegar a esta etapa si es que no ha llegado. Si llegáramos a este momento estaríamos en la fase final, la del "sin retorno", la del lamento; pasaríamos a la
5. Etapa de la aceptación: es el fin de la lucha por la supervivencia. El el sentimiento del PARA QUÉ seguir, el sentimiento de que no vale la pena, por ello mejor acabar de una vez.
No sé en que fase está el blog, de lo que sí estoy seguro es de que a todos nos dolería el que un día apareciera un portillo abierto por Chemary con el acrónimo RIP. Tendríamos que esperar otros 50 años o quizás más para que Chemary pusiera en marcha otro parecido, tendríamos un problema, nos fallaría la conexión.
Abrazos "revivientes".

PD. Ojalá me equivoque y sea cierto aquello de que este muerto está muy vivo.

BALDO dijo...

¡Qué requetebién, Bienengendrado o Biennacido! Tienes que prodigarte más en este blog, aunque sea relatando historias de Mogarraz, que, a decir de Ramón, tiene mejores chorizos que los de la Alberca. ¡Cuánto se aprende y cómo se disfruta con lo que escribes!

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

José Manuel, ahora que me he podido liberar del "barbijo" (Eugenio dixit) y aun a riesgo de engordar mi endémica "pesadez" (idem dixit), siendo como seguramente soy uno de los más viejunos, si no el que más, y desde luego el más lanzado y entrometido, prometo que aquí habrá rescoldo por lo menos hasta que yo mismo empiece a boquear. No importa que el blog tenga que atravesar, si no hubiera más remedio, alguna temporadita de "coma inducido" para preservar su débil vida actual. Siempre hay algo que aportar, algo que comentar, algo que añadir, algo que alabar cuando uno "siente" que al otro lado de la pantalla o del WhatsApp o del email hay un grupo de amigos con quienes ha compartido y puede seguir compartiendo tantísimas cosas como las que todos nosotros tenemos en común. Y, por favor, que nadie se excuse (conozco algún caso) diciendo que no se atreve a escribir aquí como si sobre nuestras cabezas planeara la sombra de un profe carca de lenguaje. A fin de cuentas, el lenguaje es solo un instrumento para compartir pensamientos y sentimientos. Claro que mejor es si es más bonito, pero lo de bonito es sumamente relativo. Ya veis, posiblemente lo más bonito del relato de Eugenio, al menos en lo que más nos hemos fijado, han sido los deliciosos personajes de Tomasa y Felipe por la espontaneidad y transparencia de la comunicación compartida entre ellos y con toda la audiencia de los boxes hospitalarios. ¡Buen ánimo!

Luis Heredia dijo...

Eugenio, tan real como la vida misma. Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.

Me encantó el relato.

Carmelo Flórez dijo...

¡Bien!, Eugenio: estoy convencido de que tu paciencia y buen humor han sido más terapéuticos que todas las pócimas que te han hecho tomar.
Sigue con salud.


Francisco Javier Cirauqui Armendariz dijo...

Al entrar en el blog me encuentro con este imponente relato de tu paso por urgencias y la verdad me ha encantado por lo ameno y lo bien escrito que está y además por la descripción viva de todos los personajes y sus dolores y sentimientos. Me hubiera gustado que el relato continuara para saber que pasa con esa pareja tan peculiar que describes, a la que le deseo un final. Gracias, Eugenio. He disfrutado muchísimo.

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