martes, 9 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Introducción




Introducción

 

Si la Biblia, el libro sagrado del Cristianismo, comienza la historia con la creación de los humanos, entre otros muchos seres vivos, es decir, con un episodio de pareja, por algo será. Por lo tanto doy por hecho que al asunto se le da importancia capital teniendo en cuenta, además, que lo de la pareja es esencial a la hora de instituir y asentar parroquia, o para ser más exactos, clientela, sin la cual no habría tampoco divinidad.

El hecho de que la divinidad decida, presuntamente, crear al hombre —o a la «especie humana», dicho sea en lenguaje más inclusivo por si alguien se molesta—, a su imagen y semejanza, me hace suponer que le dota de inteligencia, sin que ello me lleve a hacerme demasiadas ilusiones o falsas expectativas al respecto. De hecho lo de la inteligencia puede, en ocasiones, ser un engorro. Me explico: La Madre Naturaleza, que también interviene en la creación —y todos sabemos cómo se las gasta—, añade a este acto creador un ingrediente básico que llamamos «instinto de supervivencia», el cual empuja a todas las especies vivientes a practicar el sexo (a veces incluso con dedicación exclusiva, como se dice en la Administración Pública).

El engorro mencionado sobrevuela cuando la parte intelectiva del individuo actúa sobre la biológica y, como consecuencia, empiezan a aparecer conceptos tales como «amor», «cariño», «afecto», «lealtad», «fidelidad», «pasión» y demás derretimientos que resbalan ya hacia lo cursi; y eso sin mencionar otras circunstancias de tipo social, cultural, religioso, económico, moral, ético (que no es lo mismo), a lo que habría que añadir, por si fuera poco, los escenarios propios de cada época y lugar. Vamos, que el mundo animal, tanto el doméstico como el salvaje, lo tiene más fácil: aquí te pillo aquí te mato.

 

o

 

En fin, un auténtico berenjenal en el que cada uno se saca las castañas del fuego como puede, o como los dioses quieren, los cuales trasmiten a los humanos su opinión al respecto a través de sus ministros, unos señores muy listos que normalmente andan urdiendo siempre para beneficio propio.

Y precisamente esto último, y no la puñetera manzana de Eva, termina siendo el problema más serio entre los muchos que este negocio suele plantear. Lo que, a su vez, se traduce en que una cosa que comenzó en un paraíso acabe convirtiéndose en un auténtico purgatorio del que, por definición canónica, se sale, aunque sea un poco escaldado, o chamuscado, o las dos cosas a la vez, atendiendo al hecho de si el tormento es por agua hirviendo —en el caso de la gleba—, o por fuego directo, más propio de la nobleza.

«Purgatorio» es una palabra que el diccionario de la RAE define, en una de sus acepciones, como «lugar donde se pasa la vida con trabajo y penalidad». Pero con qué fin tanto trabajo y penalidad. Hombre, se supone que para desprenderse de lo malo que nos impide avanzar con éxito por la vida, para ir aprendiendo de los errores cometidos y subsanarlos, y para no tropezar dos, tres o más veces en la misma piedra si uno no anda listo. En definitiva, para irse purgando, que es el término que lleva directamente a «purgatorio» y, en este caso, ese lugar puede ser el territorio de lo emocional o afectivo.

Pero volviendo a lo de las parejas y el sexo —ambas cosas se entiende, para el caso, que van juntas—, estamos hablando de un territorio que siendo purgatorio en muchas ocasiones para la mayoría, a veces termina también siendo «infierno» para los más. Como soy de la mayoría, es decir, del grupo del purgatorio, es sobre este lugar sobre el que hago repaso particular tirando del hilo de los recuerdos, desde los más lejanos, tratando de que estos no se reinventen en mi imaginación, o se cambien en lo que me hubiera gustado que sucediera, en vez de lo que sucedió realmente y me dejó un regusto más o menos ácido y mortificante. Visto todo ello desde aquí, de una forma más realista y seria, muchas cosas no las haría ahora de la misma manera, o simplemente, no las haría, pero disculpo aquellas porque antaño no tenía tantas ni mejores herramientas como las que ahora tengo, al margen de que aun esté tratando de aprender el manejo de algunas, lo que todavía, a pesar de la experiencia adquirida con el paso de los años, me da disgustos y pesares. Lo cierto es que todo, visto desde la distancia, nos suele parecer poco o incompleto de la misma manera que añoramos el frio del invierno en verano y el calor del verano en invierno, es decir, que siempre echamos en falta lo que no tenemos y en muchas ocasiones no lo tenemos porque no lo hemos sabido apreciar cuando lo hemos tenido. Y en el caso de los asuntos pasionales o amatorios esta verdad suele ser funesta y a veces trágica.

 

o

 

Después de morir mi madre en abril del 2019 algunos de mis hermanos y yo nos vimos en la necesidad de despejar la casa con vistas a la venta del inmueble, ya que ninguno pensaba utilizarlo para nada. En la ingente tarea de limpiar o tirar todo lo inservible fueron apareciendo diversos objetos ya olvidados. En mi caso encontré cosas inverosímiles, o sorprendentes como mínimo, por ejemplo mis apuntes y notas de la carrera de filosofía que en más de una ocasión me hubiera gustado recuperar y que había dado por perdidos; algunos dibujos y bocetos chapuceros, normalmente de chicas con las que había intentado ligar, fotos, poemas cursis de adolescente enamoradizo dedicados a algunas de aquellas chicas y, por supuesto, objetos diversos e inútiles en los que el tiempo ya había clavado sus dientes. Pero entre esos cachivaches había uno que me hizo recordar mi primer amor infantil. Se trataba de una de esas horquillas o pinzas que servían para sujetar el pelo y que estaba adornado con una inverosímil mariposa rematada con pequeños cristales de colores que algún día debió de regalarme a cambio de caramelos, es decir, creo que debía de tratarse de un intercambio amoroso, una especie de posesión del todo por la parte que me servía para recordarla cuando ella no estaba y para fantasear a la sombra de una nueva experiencia desconocida para mí, o sea, el amor, causa de placeres, solo emocionales en aquellos tiempos, y tan grandes como los quebrantos producidos por los vaivenes y empujones de la vida cotidiana. La niña de la mariposa, que no tendría más de ocho años, se llamaba Piluca.

 

ENTRADA MÁS RECIENTE

VIENE UNA CHICA

LAS TRES ENTRADAS MÁS POPULARES EN EL BLOG