viernes, 9 de julio de 2021

Y DIJO DIOS: "HÁGANSE LOS ESCOMBROS" (Por Luis Carrizo)


Enguerrand vs Iturgáiz

 

Vaya por delante que antes de decidirme a publicar estas delatadoras fotografías me lo pensé y repensé mil veces, y convoqué a capítulo a los padres definidores (que es como en el siglo llamáis al equipo de asesores), especialmente a los expertos en arte y, más especialmente todavía en derecho canónico, a causa de los mitrados que salen en las fotos, por si de su publicación pudieran derivárseme responsabilidades no digo ya terrenales y civiles, sino espirituales y escatológicas, que son más peliagudas. Solamente, pues, tras oír y sopesar sus fundamentadas opiniones, resolví sacar a la luz pública este ya adelanto que aparente plagio a Enguerrand Quarton por parte de nuestro admirado Domingo Iturgáiz. Aparente plagio –digo bien– que los definidores, curándose en sano, han ya catalogado como “particular inspiración” y calificado como mero “préstamo”. 



Enguerrand Quarton, la vierge de miséricorde de la famille Cadard (1452)


Domingo Itgurgáiz, Virgen en la Escuela Menor (Virgen del Camino-León)


Esta especie de aparición me sobrevino tras empujar la puerta del citado Enguerrand, que Cicero, como acostumbra, dejó entreabierta en su recién publicado Globo 38, y darme yo de bruces, al abrirla de par en par, con el cuadro de dicho pintor que podéis contemplar al lado del gran mosaico de Iturgáiz. A Cicero, según él mismo nos confiesa en la página 68 de su libro La Virgen del Camino, enClave de misterios, le costó descubrir que fue en la cruz que aparece en el estandarte del Noli me tangere de Giotto donde Ràfols-Casamada se “inspiró” a su vez para idear la gran cruz que preside la vidriera que creó para nuestro santuario. A mí, sin embargo, no me costó nada –como os hubiera sucedido a cualquiera de vosotros– descubrir que la virgen del cuadro del francés extiende su manto de forma casi idéntica a como lo extiende la virgen que el navarro Iturgáiz creó para la capilla de la Escuela Menor, tantas veces contemplada por nosotros, menores expatriados de nuestras madres, buscando como polluelos bajo su manto acogedor el calor y la dulzura de que vivíamos privados. Hay que reconocer, no obstante, en defensa de Cicero, que su tarea implicó una premeditada y ardua búsqueda, mientras que lo mío fue un simple encuentro impensado y fortuito.

 

Pero entremos a defender a Iturgáiz, si es que hiciera falta, que ya estamos demorándolo demasiado. Escribía Baldo, mi filósofo de cabecera (Chávarri es Dios y Baldo su profeta), en una de sus acotaciones al ya mencionado Globo 38 sobre la Mater Dolorosa de Javier Serrano, hablaba Baldo allí –venía diciendo– de los “arquetipos”, ese acervo de imágenes e ideas mostrencas que los hombres nos hemos dado para uso común, señalando muy oportunamente que la Dolorosa constituye uno de esos arquetipos o lugares comunes. Mis definidores, en el transcurso de las deliberaciones del capítulo, y a la vista de las dos fotografías, también hablaron de arquetipos, aunque algunos de ellos los llamaran “topoi” (seguramente que por adornarse), llegando a enumerar un puñado de ejemplos para ilustrarlo: la muerte igualadora, el homo viator, el carpe diem, el ubi sunt, la amada como enemiga, el mundo como teatro… A los mantos de la Virgen, bien es cierto, no los incluyeron en dicha categoría, a pesar de que los expertos en arte señalaron que en multitud de museos, iglesias y conventos pueden encontrarse cuadros con vírgenes que siguen a pies juntillas ese mismo patrón del manto extendido y cobijador. Pero –y aquí está la explicación que nos permite conceder el nihil obstat a la obra de Iturgáiz– apresurándose los definidores a significar, a renglón seguido, que los artistas no tienen ningún empacho en copiar el modelo, ya que en su escala de valores no pesa tanto la invención (ellos decían la inventio) cuanto la forma de reinterpretar y plasmar esos arquetipos en papel, piedra o madera, ateniéndose al dictado de su propia y peculiar sensibilidad. 


Y es, justamente, en este punto de los materiales utilizados por cada artista –concluimos ya por nuestra parte–, donde encontramos la sustancial y definitiva diferencia. Enguerrand, tuvo que utilizar con toda probabilidad mucha grana y púrpura carísima para pintar el carmesí de los lujosos rasos y damascos que visten esa abigarrada multitud de prelados y otras dignidades que, como piojos en costura, se acogen en su cuadro al manto de la Virgen (sin dejar, por cierto, ni un mísero hueco para el pecador aquél que oraba humildemente en el templo dándose golpes de pecho sin atreverse siquiera a levantar la vista). Iturgáiz, en su particular estilo, más acorde con su evangélico voto de pobreza, se sirvió de vulgares cascotes, haciendo verdaderas las palabras del salmo: “las piedras que desecharon los arquitectos…”, con las que tantas veces se encontró al rezar el breviario. 

 

Ese trabajar con desechos siempre me pareció a mí un mérito añadido a la siempre admirable labor creativa del artista, pues componer un cuadro utilizando panes de oro o valiéndose de esmaltes y pedrerías, se me antoja, con todos los respetos para orfebres, esmaltadores o lapidarios, más fácil, o al menos más lucido, que hacerlo con escombros, como lo hacía Domingo Iturgáiz. 

 

Me parece, además, una labor más semejante a la de Dios, que también hizo el mundo con restos y ruinas; pues, a partir del Big Bang, si te paras a pensarlo, todo esto que pomposamente llamamos Universo no pasa de ser una inmensa escombrera.

 

 

 Luis Carrizo

Alicante 4 de julio de 2021



 

 

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