Me envía Josemari
con la amabilidad que siempre tiene
esta emotiva foto
para que me deleite y la comente
a fin de publicar el comentario
en este nuestro blog posteriormente.
Dice que está seguro
de que lo puedo hacer. Sin duda entiende
que siendo yo proclive a las nostalgias
no me puedo negar, naturalmente,
a intentar escribir sobre la misma
algo de lo que evoca y me sugiere.
Lo haré al alimón con este gato
que se nos ha infiltrado como huésped
y que bien nos pudiera hacer de guía
porque sabido es que el gato tiene
-según el popular decir- no sólo
una única vida sino siete,
de modo que tal vez nuestro minino
nos conociera a todos desde siempre.
Eso le pregunté y ya me ha dicho
que en efecto es verdad, que le parece
-haciendo un sumatorio de sus vidas-
ser ya setenta años los que tiene;
que nos conoce a todos aunque ahora
dice estar ya más viejo, más enclenque
y más triste también porque los años
le arañan la salud; y que se siente
tan lleno de recuerdos que ya vive
más en tiempo pasado que en presente.
De su primera vida, en los cincuenta,
habiendo ya mediado el siglo veinte
dice haber sido hermosa y la más y grata
la mas esperanzada y sugerente
porque allí vio erigirse un gran colegio
que luego se llenó de adolescentes,
y también el moderno santuario
que estamos viendo ahora aquí de frente.
Ah, qué tiempos aquellos -me decía-;
tal vez no hayáis llegado nunca a verme
porque ya conocéis que a los felinos
nos encanta hacer vida independiente
pero puedo decir que cada día
estaba yo al corriente
de todos vuestros juegos, vuestros rezos,
de vuestras fechorías inocentes,
de las horas de estudios y de ensayos
y también de los múltiples quehaceres
con que el rígido horario de internado
os tenía ocupados y obedientes.
Nosotros, el común de los felinos,
gozamos “a natura” de la suerte
de disponer de olfato, vista, oído…
en grado superior a otros vivientes,
de modo que podemos
ver con facilidad lo que sucede
a más larga distancia
y escuchar más allá de las paredes.
Así que os veía
salir de vez en cuando al campo, alegres,
-en días luminosos y apacibles
de los meses de abril, mayo o septiembre-
de excursión o paseo por caminos
entre las vides verdes
y regresar después, de atardecida,
cuando el sol mortecino del poniente
enviaba sus rayos complacido
haciéndoos caricias en la frente.
Al igual que también en los recreos
os veía domar diariamente
el cuerpo en los deportes, como el fútbol,
o las rondas pedestres
circundando la finca al despertaros
a pesar de los días inclementes
de frío, viento, lluvia…
o, en alguna ocasión, también de nieve.
Pero también recuerdo
haberos husmeado muchas veces
-cuando andaba a mi bola
por espacios abiertos adyacentes
a los vuestros- en las horas de estudio
silencioso entre libros y papeles
viendo que vuestras caras de los lunes
ya esperaban las tardes de los viernes.
En muchas ocasiones reconozco
que me hice presente
en torno a vuestras aulas escuchando
-tumbado sobre el césped-
cómo os enseñaban, por ejemplo,
a situar los ríos y afluentes
a demostrar teoremas,
a saber de batallas y de reyes
a traducir del griego
a conjugar los verbos deponentes
en clase de latín, o en las de arte
a saber distinguir los capiteles.
A menudo también merodeaba
en torno a las paredes
de las blancas capillas adosadas
Y allí en aquel rincón, junto a la fuente
que llamabais “del pulpo”,
me quedaba escuchando vuestras preces
al terminar el día con la salve
del “gementes et flentes”
que aprendí de vosotros y que ahora
también recito yo cuando anochece.
Algunas tardes puedo
todavía -haciéndome el valiente-
llegar a lo que un día fue el teatro
y en actitud silente
recitaba a mi aire algunos textos
que conservo indelebles,
de Calderón, de Tirso de Molina…
o de los divertidos sainetes
que allí representabais
entre jolgorio y risa muchas veces.
Mas cuando disfrutaba
con más fruición y más intensamente
era cuando asistía
-de incógnito también y como oyente-
a ensayos, a conciertos y audiciones
que en el día a día eran frecuentes.
No estuve en aquel tiempo ningún día
falto de compartir tales placeres
con vosotros. Por eso mi existencia
en la primera vida fue una suerte
por sentirme agraciado entre sonidos
musicales que daban al ambiente
un melódico aroma
que en mí quedó impregnado hasta el presente
sin que echara de menos
otras modas vigentes,
otros cantos modernos y bailables
que tenían su auge en los “guateques”.
Ahora ya me falla la memoria
pero tengo recuerdos muy presentes
de aquel colegio nuevo
donde fuisteis ayer adolescentes:
como cuando llegaban
vuestros padres, hermanos o parientes
otra vez a abrazaros
después de largo viaje en lentos trenes
y tras no haberos visto
en dos, o tres, o cuatro o cinco… meses.
También entonces –digo-
tenía la virtud de ser consciente
de vuestra cenobítica existencia
en la que, sin cumplir los doce o trece
tiernos años aún, se os vetaba
el espontáneo trato con la gente
por evitar, sin duda,
ceder a la atracción de las mujeres.
Esta inconmensurable paramera
tendida hacia el oeste,
que estamos viendo ahora, es el paisaje
que vosotros con pasmo adolescente
contemplabais también todas las tardes
abstraídos y alegres,
antes que, inoportuno, aquel silbato
de sonido irritante y estridente
os llamara al estudio
a cumplir otra vez con los deberes
cuando el sol se alejaba hacia el ocaso
vistiendo de oro el cielo del poniente.
Mis días van pasando entre recuerdos
en esta soledad y me entristece
rememorar aquellos tiempos vuestros
y hacer comparación con los presentes
cuando entonces llegaban
en piadosa afluencia muchos fieles
cada semana santa,
para participar en los solemnes
oficios religiosos a este templo
movidos, tal vez sí, por ser creyentes
pero sin duda alguna
también por escuchar las excelentes
voces de vuestro coro en la liturgia
que solo recordarlas ya estremecen
Pon atento el oído -me aconseja-
y ahora que se acerca el Santo Viernes
escucharás aún vivos los ecos
de cantos de pasión y los motetes
de Otaño o Palestrina. Y sobre todo
-del maestro Vitoria- el imponente
“Oh vos omnes” glacial que en vuestras voces
helaba el corazón a los oyentes.
Hoy siento este vacío en el que estamos
y el silencio abismal que nos envuelve
ahora, en este instante. ¿Has visto acaso
este lugar así como aparece
ahora ante nosotros? Sobrecoge
mirar alrededor y no ver gente.
El santuario mudo, clausurado…
sin que acudan a él o salgan fieles,
sin que tampoco brillen sus vidrieras
con el sol de la tarde como siempre.
Hoy resulta verdad, mejor que nunca,
la idea original a que se atiene
su construcción: la forma de sepulcro
que se le quiso dar. Y eso parece.
Mira también la torre silenciosa,
mástil de soledad, como un ariete
en esta tarde-noche arrebolada
apuntando a la bóveda celeste;
tal vez como escapando
de nuestro loco mundo que no aprende
a convivir en paz, ni se ve libre
del dolor, de la guerra y de la muerte.
Ya ves hoy cómo vivo -proseguía
nuestro viejo felino confidente-:
Hice de este lugar en donde estamos
ya mi último albergue
desde aquel día triste que vosotros,
mis amigos de siempre,
por caminos distintos, cada uno,
os habéis hecho ausentes.
Ahora que ya estoy sin compañía
solamente me queda el aliciente
de darme a los recuerdos
y al juego de beberme atardeceres.
Y aquí me quedaré frente a esta torre
que señala a diario, persistente,
el puro cielo azul reduplicando
el sueño vertical de los cipreses.
¡Cuántas cosas que fueron
-concluyó ya por fin mi confidente-
se van yendo más lejos todavía
y nunca jamás vuelven!
Santos S Santamarta