lunes, 10 de junio de 2024

ACHTUNG VERY FRAGIL MUY FRAGIL (Por Isidro Cicero)

 

ACHTUNG VERY FRAGIL MUY FRAGIL

 

ISIDRO CICERO

I

 

Cuando llamé a mi amigo para felicitarle la Nochebuena, él se hallaba revisando cartas y fotos. Cartas y fotos antiguas, me dijo. De su familia. Me saludó con la alegría cálida de aquellas fechas “del frío diciembre” al que se refería Lope. “Cálidas fechas de la Navidad”, “frío diciembre”, “verlo con los propios ojos”, “salir volando por los aires” o “saludar a todos y cada uno” son redundancias, son retóricas innecesarias, son pleonasmos que uno debe evitar como evitamos el exceso de sal, pero a veces hay que ceder porque los potenciadores del sabor están para algo, porque las papilas del gusto también tienen derecho a ponerse contentas de vez en cuando.

 

Cartas y fotos de la familia en Nochebuena. Con la mano derecha, mi amigo había descolgado el teléfono para contestarme; en la mano izquierda, sin soltarla, mantenía la foto de su hermana, la monja, ya fallecida. La foto la había recibido él unas navidades como estas, tal día como hoy - ¿cuánto hacía ya?, ufff, como treinta años hace de esta foto, acaso más- qué guapa estaba entonces la monja, qué joven estaba. Y , desde luego, qué aire se daba a la mamá. La mamá de mi amigo. La misma mirada, la mirada inconfundible. La muerte de la hermana de mi amigo sucedió en el extranjero, en misiones.

 

 

Las navidades de antes tenían estas cosas. Las navidades eran fechas propensas a repasar cartas de la familia. A ver cuándo encontramos un rato y ordenamos esa cajonera de fotos que todavía se amontonan en la caja grande de zapatos. Tienes instalado darktable en el portátil, se empeñó la nieta, ya verás abuelo qué fácil, pero qué más da, el darktable tela, miedo da meterte en más líos. Nuestras familias, cada año más diezmadas, ley de vida dicen sin pensarlo; la caja de zapatos es otra cosa, mantiene, sobre poco más o menos, el tamaño. Mi amigo, como mantenía la foto de la monja en la mano izquierda sin soltarla, me habló de ella. Mencionó fechas y referencias precisas, ya no me acuerdo casi, pero calculé por encima que la monja y yo seríamos sobre poco más o menos quintos, año arriba, año abajo. Los dos mayores que mi amigo. Cuando tarde con tarde abrimos las cajas de zapatos y sacamos las fotos, pensamos ley de vida, pero también es ley de muerte, ley de confusos, nebulosos y mezclados olvidos.

 

 

Esta monja, como yo, ingresó de chavalina en un internado religioso: otro pleonasmo o casi. Como yo, se fue enrollando en prácticas de piedad, devocionario, espiritualidad, ascesis y disponibilidad misionera. Yo ya no, hubo un momento que ya no, pero ella se conoce que sí, mantuvo la disponibilidad íntegra y cuando sus superioras lo creyeron oportuno, la mandaron a misiones al otro lado del mundo. No recuerdo si a Nicaragua, a Guatemala, a El Salvador, uno de esos trópicos. Uno de esos inmensos bosques a los que, si vas, aunque sea a hacer el bien cono las mejores intenciones como ella fue, más vale que vayas vacunado contra la malaria y el dengue, por lo menos contra esoElla falleció muy joven, tampoco recuerdo la edad que me dijo el hermano, ni el tipo de enfermedad de la que murió. Se ve que fue entonces mientras él me daba esos datos biográficos fundamentales cuando distraje yo la atención porque una cosa te lleva a otra y se me vino “mañana en un frágil barco me he de engolfar en la mar” , que era el himno de los misioneros en el internado. Si te ibas a ir de misionero, más te valía llevar puestas las vacunas contra el cólera, la amebiasis, la esquistosomiasis y la filariosis. Por lo menos esos contagios, ya te avisarían cuando te arreglaran los papeles. Además de estas prevenciones y la canción de misiones, también aprendimos en el internado que para algunas epidemias no había vacunas, te llevan por delante sí o sí y que para otras, sí hay vacunas pero para perros, para misioneros, no.

 

 

Las monjas a las que pertenecía la hermana de mi amigo se llamaban Dominicas Misioneras del Santísimo Rosario, entonces se decía así, creo que ahora al “santísimo” le quitaron el aspecto superlativo. Las religiosas de esta congregación, que nadie pierda el hilo, a nosotros nos hacían la comida, nos lavaban los calcetines y hasta nos planchaban las camisas blancas para que nosotros, con aquellas camisas bien planchadas -ahora ya nos las ponemos de cualquier manera- estuviéramos guapos los domingos por la mañana, que las tardes eran deportivas. Nosotros, las camisas blancas bien planchadas nos las poníamos debajo del jersey. Nuestras madres auténticas, allá en el pueblo, se esmeraban, las pobrecinas, para mandarnos jerséis amarillos de pico por pascua, valiosos jerséis que a veces se perdían por el camino, antes de llegar a nuestras manos, y el Domingo de Resurrección teníamos que ponernos el viejo gris con agujeros y todo. Nosotros, con las camisas planchadas, había veces que nos colgábamos corbata, otras no. También teníamos chaquetas para poner. Algunas corbatas eran de pega: tenían nudo y desenlace hacia abajo, pero por detrás se sujetaban al pescuezo con una goma escondida dentro del pliegue de la doblez del cuello.

 

 

Las nuestras monjas de la Paramera eran invisibles como entes de fe: en general solo las percibías en el obrar. Oscarín, no, había allí una madre dominica de su pueblo con fuerza suficiente como para exceptuarlo de la imposición reglamentaria del apellido e imponer el hipocorístico familiar con el que aún hoy le conocemos nosotros, pasando por encima de los tratamientos que científicos y académicos propios de la alta autoridad que disfruta. Autoridad la que impuso la religiosa canguesa en la paramera. Yo nunca tuve trato con las monjas, pero yendo una vez nosotros en filas al teatro, estaban en el hall esperando a que entráramos nosotros para luego pasar ellas a ocupar las filas de atrás, se ve que ese día echaban “La túnica sagrada” o algo tal vez más edificante. Las miramos alzando las cejas, sin decir nada y supongo que incluso les sonreiríamos al pasar. Una de ellas se quedó mirándome y le dijo a otra: Mira ese rubito qué nariz más griega. En secarrales como aquellos eran de agradecer estas amabilidades, faltaban caricias verbales, las táctiles eran inimaginables pero qué falta hacían. Pensé ojalá a esta dominica del santísimo rosario o a la compañera no les toque lavar los calzoncillos míos a ninguna de las dos, precisamente los míos ojalá que no. Seguro estoy de que ese pensamiento me preocupó, que me conozco: Si la nariz les había causado una buena impresión, que otras impresiones no la arruinen, cavilaría el pobre pueblerino. Qué sabia uno cómo era la de los griegos, si ni siquiera había google entonces para documentarse uno. Los calzoncillos llevaban el número 225 bordado con hilo rojo.

 

 

II

 

En las misiones, la hermana de mi amigo empleó todas las fuerzas de su juventud en el servicio desinteresado a las personas pobres, para eso había ido allí. Cumplió su trabajo más allá de la obligación y de la devoción, me lo dijo su hermano. Heroísmo a favor de los pobres entre los más pobres. El auricular del móvil me trajo ese mensaje de Nochebuena más humano incluso que el de la Corona. Cuando murió la monja dominica, los más pobres de aquel trópico manifestaron su dolor silencioso como al parecer lo hacen los indios, con ademanes sigilosos, miradas mudas, acompañamientos masivos y quizá alguna melodía cautelosa, interdental. Pedro Rey me describió estos modos humanos durante la comida del pasado 6 de abril, cuando rendimos aquel homenaje a nuestro José Mari. Aquella gente de allá todavía es gente de verdad, de fiar, mantiene la fresca sonrisa de la naturaleza como recién nacida, la prisca sapienza de la vida. Nuestro homo occidentalis, me decía Rey con sus propios adjetivos, está maleado y es todo lo contrario. Rey es visceralmente misionero, añora sus años indios de la Amazonía. Si pudiera, allá que se iba otra vez. Cuando pueda, allá que se volverá.

 

 

Hablando de su hermana, sin soltar la foto de la mano izquierda, mi amigo del que vengo hablando emitía en una frecuencia emocional de muy baja intensidad, civilizada como la de los indios más pobres. No eran palabras propiamente navideñas, eran secas, enmascaraban cualquier síntoma de ternura. Los continentes eran prosaicos, solo brillaban los contenidos. Por aquellos días, el sol se movía hacia constelaciones amables; de la biosfera se ve que emanaban componentes más benéficos que de costumbre; lo que llamamos noosfera puede que también estuviera activado.

 

Recordé que, de chavalín, a mí tampoco me hubiera importado irme de misionero, cuando estaba allí en la Paramera. Qué va, después ni soñarlo. Hay que tenerlos muy bien puestos para irse misionero, como Pedro Rey, como la monja. Los internos teníamos muy presentes las misiones, nos hablaban de ello, sabíamos de ello, ofrécelo por las misiones, nos decían. Venían de vez en cuando misioneros de verdad, pasaban allí unos días, ponían diapositivas de indios feísimos, taparrabos, caras pintadas, mujeres más desdentadas si cabe que las más desdentadas de nuestras montañas. Muchachos ceñudos, greñudos, sentados en canoas pescando con cañas, caminando descalzos entre bardales. Nunca iríamos nosotros por los bardales nuestros, de aquellas maneras, tan desprotegidos, no.

 

 

A las diapositivas también las llamaban transparencias. Venían insertas en marcos rectangulares de cartón

amarillento: los marcos, se notaba que los habían recortado a tijera, otros eran de fábrica, traían la marca kodak. Yo, como era un potentado con máquina de fotos, me fijaba todo lo que podía en aquellos equipos. La máquina me la habían dado por un relato sobre la colonización de América y la poesía de Rubén Darío, todavía me acuerdo del armazón del texto. Me habría gustado mucho tener un proyector amarillo Yashika como aquellos como los que traían los misioneros, hacer cantidad de diapositivas etnográficas a las tribus de la Paramera, enmarcarlas en cartones rectangulares y proyectárselas a mi gente cuando volviera a mi pueblo. Para que se hicieran una idea sobre las costumbres, tan ajenas, en las que se estaba desarrollando mi vida.

 

 

La máquina mía sí que era un maquinón, pero no le saqué rendimiento porque los carretes eran muy muy caros. Era un AGFA 16 alemana, modelo Silette. Entonces entraba en España de importación para competir con las instamatics de Kodak. Algunos se descojonarían si supieran cómo me quedé sin ella, pero en si misma era inacabable.

Hace poco me enteré de que AGFA son las siglas de la Aktien-Gesellschaft für Anilin-Fabrikation (Sociedad de Acciones para la fabricación de Anilina) que se utiliza para hacer herbicidas, tintes, elementos fotográficos, tinta y demás compuestos químicos. En los juicios de Nuremberg AGFA tuvo que responder por sus graves responsabilidades durante el periodo nazi. La cámara que me regalaron a mí llegó en una de las últimas remesas importadas de Alemania antes de que AGFA, hoy más que centenaria se fusionara con la química belga Gevaert.

 

 

III

 

La liga de futbol que se formaba para llenar las tardes tenía equipos con nombres de las misiones dominicas del Urubamba y el Madre de Dios: recuerdo el equipo de los matsiguengas, el de los Mashcos, al que pertenecía yo, sin que a mi capitán le hiciera ni pizca de gracia mi torpe contribución. También estaban los Pirus, los toyeris. Y muchos otros. Los misioneros contaban sobre ellos historias que ahora me parecen pre-realismo mágico: tribus del río que comerciaba con las de los andes, ellos vendían plumas, mariposas y yerbas de fumar y los de las montañas les les vendían sal. No tenían sal en la selva. Las chicas solteras no podían probar sal cuando andaban con la regla. La cerveza de ellos estaba hecha de yuca masticada por las mujeres ancianas que la escupían en artesas de madera y la dejaban allí fermentando hasta que llegaba el momento de agarrar con ella soberbias cogorzas.

 

 

No recuerdo haberles oído a los misioneros relatar las masacres de indios durante la época de la fiebre del caucho. La producción de coches se hizo masiva, la necesidad de neumáticos fue inevitable. La fiebre del caucho se desató. Los caucheros invadieron el Amazonas y los indios perdieron con ello la virginidadm,de sus vidas, ganaron la esclavitud y la vida por millares.

 

 

Más de 200 dominicos salieron de España para ser misioneros en la Amazonía de Perú desde 1902. Los más cercanos a nosotros, Pedro Rey, Ricardo Alonso Lobo, Francisco Faragó. De los 200, muchos han sido evangelizadores, investigadores, historiadores, antropólogos, poetas, fotógrafos.

 

En el internado de la Paramera, cantábamos el popurrí del vocativo carece y demás canciones populares que empezaba por el eres alta y delgada como tu madre y terminaba por el molo molondron molondron molondrero. La hermana monja de mi amigo, misionera del santísimo rosario, mejor dicho, la coincidencia de que mi amigo estuviera viendo una foto de ella cuando yo le llamé por Nochebuena, me trajo a la cabeza el cantar de las misiones que formaba parte del citado popurrí. No era una canción propiamente regional, aunque se puede rastrear en ella cierto aire navarro. Muchos chicos sensibles la cantaban con los ojos húmedos. Podía empezarla el padre Huarte entonando el primer verso.

 

Mañana en un frágil barco

 

Y le seguíamos todos con profundo respeto. Mayor respeto que cualquiera de las canciones de nuestro abundante repertorio:

 

Me he de engolfar en la mar…

 

Por Navidad, cuando yo me acordé de los 200 misioneros hablando con mi amigo, me quedé un momento suspendido pensando en la belleza de aquel verbo olvidado desde hacía más de sesenta años: engolfarse. Es un verbo extraño, ¿verdad?, le dije. El hermano de la misionera me recordó otro poema en el que Lope de Vaga también utiliza el mismo verbo: “Pobre barquilla mía / entre peñascos rota/ sin velas desvelada / y entre las olas sola”. Qué genial, qué melódico: velas-des-velada, las-olas-sola.

 

Lo de “engolfarse” aparece en la estrofa segunda:

 

¿Adónde vas perdida?

¿Adónde, di, te engolfas?

 

Luego he repasado otros usos en la literatura. Engolfarse es “dexarse llevar de la imaginación, pensamiento y afectos”, (dice el Diccionario de Autoridades). Engolfarse es “abstraerse” o elevarse tal como hacen los santos en sus fervores; tal que embeberse. Es meditatione absorberi o contemplatione immergi, como Santa Teresa cuando escribe: “Muchas veces me se engolfa el alma, o la engolfa el Señor en sí, por mejor decirlo”.

 

Por Nochebuena, no sabía yo, tampoco lo sabía mi amigo a ciencia cierta, cómo continuaba aquella canción que algunas lágrimas había puesto en muchos ojos: Después de los dos primeros versos (Mañana en un frágil barco, me he de engolfar en la mar), decía Daré un adiós a mi… no sé qué, el último adiós quizá. A quién daba “el último adiós quizá” el misionero, la misionera. Daré un adiós ¿a mi madre? Daré un adiós ¿a mis padres? Daré un adiós ¿a mi pueblo? No, a mi patria. El típico adiós del emigrante es a su patria, que lo encierra todo y todo lo contiene. Porque “dentro de mi alma te llevo metida”. Y porque “jamás en la vida yo podré olvidarte”. Así es la cosa. Sancho Panza, con ser Sancho Panza, fue a su patria tobosana o manchega a quien dirigió su última mirada con los ojos arrasados en lágrimas, cuando mano a mano con su amo y señor don Quijote, se engolfó en el mayor discurso, lección y estudio que hayan visto los siglos. Y cuando volvieron a aparecer, lo mismo.

 

 

El frágil barco partía mañana. Quien se iba no sabía si volvería. La hermana monja de mi amigo regresó algunas veces brevemente, arramplaba con toda la ropa que podía cargar, de la casa, del pueblo, de la patria, la llevaba a las más pobres de las pobres de su patria nueva. Que así es como se hace patria. Después, ya dejó de regresar. Nuestra canción emocionante, en previsión de ello, dejaba dicho: Mas si Dios quisiera /que no vuelva más/ el corazón te dejo / oh, Virgen de…Y aquí volvía a naufragar nuestra memoria. Oh, Virgen ¿del Pilar? ¿Del Henar? Oh, Virgen ¿de dónde?

 

 

La noche del 5 al 6 de abril, la víspera del merecido homenaje que le ofrecimos a nuestro querido José Mari Cortés, le contaba yo esta historia a mi fraternal compañero Manolo. Xuanin el de San Feliz de la Pola escuchaba con absoluta atención, pero yo, muchas veces me ha ocurrido esto mismo, me llevé con él otra sorpresa más. Manolo se sabía el “Mañana en un frágil barco” de la primera sílaba a la última. Sin un fallo, sin una sola vacilación. Posee un “Ars memoriae” que hubiera dado envidia a Giordano Bruno y a Raimon Llull juntos, ¡La memoria de Manolo, ya no me acordaba de ella! Yo oyéndole, fui recordando todo el poema, Mi premio ha de ser oh, Madre / al pie de un árbol morir/ de todos abandonado/ de todos menos de ti/. No me resultaba extraño el recuerdo de los ojos de mis buenos compañeros llenos de lágrimas. Mientras, estaba pendiente de Manolo esperando a que desvelara qué Virgen era a la que el misionero o la misionera dejaban el corazón aquí. Ninguna en concreto, era la Madre celestial.

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"Mañana en un frágil barco"
(Despedida del Misionero)
1. Mañana en un frágil barco
me he de engolfar en la mar.
Daré un adiós a mi patria
el último adiós, quizás.
Por si Dios quisiera
que no vuelva más,
el corazón te dejo,
¡oh Madre celestial!

2. Al indio pobre y salvaje, 
de aspecto y rostro feroz,
iré a enseñarle gustoso
la hermosa ley de mi Dios.
Peligros de muerte
me esperan allí;
¡oh Madre, en mi agonía
ten compasión de mí!

3. No temo las muchas aguas
ni el indomable huracán,
que es dulce a quien busca el cielo
hallar su tumba en el mar.
Mi vida no es mía,
a Dios se la di;
en donde Dios quiera
me place (bien) morir.

4. Y cuando en tierras lejanas
tome puerto mi bajel,
al pisar mi nueva patria,
diré a María con fe:
“¡Ay madre del huérfano,
hermosa sin par,
Tú eres mi único amparo,
oh madre celestial!”

5. Mi premio ha de ser, oh Madre,
al pie de un árbol morir,
de todos abandonado,
de todos menos de Ti.
¡Bendita mil veces 
-diré al expirar-
la hora en que me enviaste
la fe a propagar!

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