jueves, 15 de diciembre de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 12 . Isabelita

Pero después de esta peripecia vino otra no menos pintoresca, y también con origen ministerial. Una mañana un subdirector me pidió que le prestara una serie de fotos sobre el románico de la provincia de Palencia para una publicación. Me presenté en su despacho de la planta baja en unos minutos. Yo estaba en la cuarta, tres pisos más arriba. Me recibió muy campechano, casi con camaradería y expuso sus necesidades en forma de lista de lugares e iglesias y por mi parte, como a esas alturas yo tenía ya una buena colección de fotos sobre el asunto, quedé con él para entregárselas al día siguiente. Todo muy bien. El tío parecía listo y buena persona, y además disponía de un físico más propio de un atleta que de un cargo público: una fachada muy impresionante, moreno, ojos negros del mismo color que su amotinado flequillo, y unas mandíbulas que muchos héroes de guerra hubieran querido para sí.


Al llegar de nuevo a mi mesa de trabajo le conté los pormenores de la entrevista a mi compañero Antonio, el cual me puso inmediatamente al corriente de lo que debía conocer para que nada se torciera. Antonio era callado, aunque mejor sería decir discreto. Era amigo de todo el mundo y todo el mundo le apreciaba, sobre todo porque tenía criterio propio y siempre acertado. Por lo tanto todo el mundo le informaba, como quien no quiere la cosa, de todo lo que pasaba por arriba, por abajo y por los laterales.


Según Antonio, el subdirector, que se llamaba Carlos, era un reconocido senderista. Pasaba los fines de semana subiendo y bajando montañas por los Pirineos. Normalmente iba siempre acompañado por un grupo de amigos, todos «maricones» —en expresión más propia de aquella época que de Antonio, siempre cuidadoso con este tipo de cosas—. Así que me dijo que anduviera con cuidado con él, no fuera a invitarme a una excursión de montaña y terminara en el huerto. Eso o lo contrario, que en caso de no ser de los suyos, estuviera buscando un efebo para servírselo en bandeja a su señora esposa, también funcionaria, y así subsanar su ausencia con una presencia más activa que él, al menos en materia sexual. Parecía ser que el tal Carlos estaba de acuerdo con «Isabelita» —que era como se la conocía en el ministerio—, y viceversa, en que lo mejor era estar los dos contentos y satisfechos desde el punto de vista biológico. Es decir que ella conocía perfectamente las tendencias sexuales de él y él las de ella, que venían a ser coincidentes, o sea, que a los dos les gustaba muchísimo el género masculino, y no le importaba lo que hiciera el tal Carlos si a ella le daban solucionado el problema de los fines de semana.


Con esta información vital de Antonio, volví al despacho del subdirector. Y allí estaba casualmente Isabelita, a la que por cierto ya conocía porque era una de esas personas que saludaba a todo el mundo, a todas horas y en todas partes y, además, ya habíamos coincido en la cafetería varias veces y habíamos intercambiado alguna charla ocasional. Isabelita puso cara de sorpresa al verme, pero se le notaba mucho que era todo un poco fingido.


Isabelita era, o más bien estaba, tremenda. Una de esas chicas a las que todo el mundo mira disimuladamente, quiero decir, todo lo que se puede mirar sin parecer grosero. Por sacarle alguna pega se podría decir que tenía los ojos un poco saltones, pero claro, también tenía otras cosas saltonas bastante más impactantes y, desde luego, gratificantes para la vista, así que solía tener bastante éxito entre la masa social. 


Cuando terminó el visionado de mis fotografías, y por lo tanto la reunión, ya tenía Isabelita la excusa perfecta para invitarme a un café «casual» y de paso tomar las riendas del asunto. Para empezar se pasó tres calles alabando mis fotografías que, en honor a la verdad, eran bastante modestas. Y luego, como no podía ser menos, intentó disimuladamente conocer mi disponibilidad de tiempo el próximo fin de semana, si tenía hijos o no, el nombre de mi pareja si hubiera y, en ese caso si me iba bien o regular, en fin, nada nuevo bajo el sol: todo lo necesario para perfilar una estrategia con posibilidades de éxito, o lo que es lo mismo, para satisfacer sus deseos y, supongo, también los míos, porque durante la conversación no escatimó el contacto físico de apariencia inocente o casual —puesto que estábamos en un espacio público—. En definitiva, un lenguaje corporal tan claro que ni siquiera me pasó desapercibido a mí, que soy un auténtico desastre en este tipo de asuntos.


Como terminamos el primer café, el primer bollo, el segundo café, el segundo bollo y, finalmente ella su tercer café, me volví a mi despacho. Y allí estaba Antonio con una sonrisita sarcástica esperando a que le contara, pero conociendo de antemano, punto por punto, la conversación con Isabelita. Como no pude reprimir la sorpresa ante su anticipación me aclaró que ni era el primero ni sería el último en pasar por trance parecido, algo que era «vox populi» como pude comprobar más adelante. Y luego me recomendó tener preparada una buena excusa si no me interesaba el rollo, porque lo siguiente sería invitarme en breve a cenar en su casa aprovechando la ausencia de su marido. Se decía, añadió con ironía Antonio, que cocinaba a las mil maravillas y en la cama era un ciclón de las Azores, según narraban los que ya habían pasado por el trance, que no eran pocos y que indefectiblemente eran informantes de mi amigo.


Pasados unos días, efectivamente, me invitó a cenar a su casa, pero yo la dije que justo ese fin de semana tenía ya previsto un viaje a un monasterio burgalés para hacer fotos y me era ya imposible deshacer la cita que tenía con el abad. Aunque era cierto, también era cierto que en aquel momento estábamos pasando por los difíciles tiempos de los primeros contagios del sida y no me ofrecía ninguna seguridad una persona tan activa desde el punto de vista sexual, por muchos preservativos que uno se enfundara, como luego se comprobó, porque el propio subdirector lo pilló y se salvó de milagro, aunque de esto se enteró poca gente en el ministerio. Pero Antonio, perfectamente informado, me lo contó, pasados algunos meses, con pelos y señales.


Después de ese primer rechazo por mi parte, no hubo ya más ocasiones. Se ve que debió de pensar que yo también viajaba demasiado y no podía permitirse el lujo de quedarse en blanco los fines de semana. El lunes estaba ya otra vez en la cafetería tomándose otro «primer café» con un nuevo satélite. No perdía el tiempo. Me acerqué a saludarla y me preguntó qué tal me había ido en Burgos, y yo la contesté que la podría decir que bien cuando estuvieran las fotos reveladas. Estábamos todavía en la era analógica y para la digital aún faltaban muchos años, pero a ella le daba igual. Ese no era su mundo. Al satélite le dije que fuera a hablar con Antonio en cuanto terminara su café.

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