miércoles, 30 de noviembre de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 11 . Vicky

 

Eso es exactamente lo que sucedió con Vicky, una chica cuarentona, rubia, delgadita pero con curvas más que convincentes, ojos azules risueños, sonrisa rápida y dulce y manos finas y delicadas. Se decía que era amante de un subsecretario, el cual aprovechaba el cargo para perderse los fines de semana en parajes ignotos con Vicky, normalmente con la excusa de reuniones y congresos al más alto nivel, algo a lo que supuestamente le obligaba el cargo, con lo cual su santa esposa se quedaba más o menos resignada en casita, aunque a buen seguro consciente de que el contundente sueldo ministerial compensaba las ausencias. 

 

Vicky era funcionaria del Ministerio de Trabajo y ocupaba un cargo bastante decentito para una chica con expectativas de prosperar en la Administración. Creo recordar que era jefe de servicio. Mi amigo Calixto, que era jefe de área, me la presentó un buen día aprovechando que había quedado con él para llevarle algunos dibujos que iban a ilustrar una publicación del departamento.

 

Vicky tenía una libido potente. Eso me quedó claro desde el primer momento. Su manera de hablar dulce y sus miradas radiográficas sobre mi persona física, que por aquel entonces estaba bastante potable, fueron suficientemente ostensibles. Como quiera que también se comentaba en los corrillos sedicentes que el señor subsecretario tenía, además, otro «ligue» —supongo que para diversificar prácticas carnales, amén de los imperiosos requerimientos hormonales—, la pobre Vicky estaba permanentemente de caza, más que por sus propias necesidades, por demostrarle al «subse» que ella tampoco era manca.


En aquella primera ocasión en que fui presentado a la aludida, y después de esa primera inspección sumaria, no fui capaz de prever el peligro. Pero en la segunda, cuando fui a entregar el resto del trabajo a Calixto, Vicky llevaba ya ropa de trabajo, es decir, un vestidito de escote generoso que apenas le cubría la mitad del muslo, lo que unido a la tela liviana con la que estaba confeccionado, permitía apreciar con claridad los vaivenes y turgencias de las carnes cada vez que se movía. Como según parece mi timidez congénita le excitaba bastante —vete a saber por qué—, empezó a pasearse por el despacho con la finalidad aparente de coger o recolocar objetos, pero sin necesidad, o mejor dicho, con la necesidad de exhibirse para poner en movimiento mis hormonas, ya que, aparentemente, yo me mostraba un tanto pusilánime, para no perder la costumbre. Aunque lo cierto es que eran tiempos en los que todavía se miraban con lupa los asuntos de la moral, lo cual suponía para mí una confusa barrera relativamente franqueable y, además, siempre me he considerado un poco patoso en asuntos amatorios, lo que me producía una extraña sensación de inseguridad, agravada aún más por la posibilidad de no estar a la altura, por mi inexperiencia, de los incuestionables requerimientos de Vicky, lo cual suele ser causa genérica de los famosos gatillazos, algo que hunde en la miseria al género masculino y en la desesperación al femenino, cuando no en el sarcasmo.

 

Una vez entregado el trabajo, Vicky me invitó a ir a su despacho para facilitarme una nueva relación de dibujos y fotos para comenzar una nueva publicación. Supongo que esa sería la excusa, porque eso mismo podría haberlo hecho en presencia de Calixto, por lo que tampoco sería descabellado pensar que estaba maniobrando para llevar el agua a su molino. Mientras se demoraba buscando en varias carpetas una hipotética lista de encargos, empezó a preguntarme por mis actividades artísticas, mis expectativas funcionariales, mis gustos personales y un sinfín de preguntas más bien encaminadas a delimitar y conocer el terreno que pisaba. Finalmente, y con un fingido desinterés, me preguntó si estaba casado, si tenía hijos y si me iba bien en el asunto del matrimonio. Una pregunta demasiado nítida como para creerse la indiferencia con la que fue formulada. Así que yo contesté con un difuso «si» a todo con el mismo grado de apatía, aceptando el juego y dando a entender mi predisposición a dejar la puerta abierta.

 

Para rematar la actuación se llevó desmayadamente las manos a la nuca con un ligero gesto de dolor y giró el cuello dos o tres veces mientras ponía cara de desesperación. Lo cual me obligó a preguntar si le dolía el cuello y a ella a contestar que sí, pero que era inevitable porque la causa no era otra que una mala postura trabajando en el ordenador. Por lo tanto, y como si el guión ya estuviera escrito inexorablemente, me ofrecí a darle un poco de masaje en el cuello, y ella a contestar que «por supuesto», que «sería estupendo».

 

Me acerqué por detrás y le masajeé el cuello y los hombros durante cinco minutos mientras respiraba profundamente y lanzaba aullidos de satisfacción al tiempo que yo, colocado a su espalda, veía más de lo que necesitaba ver, o ella, dicho de otra manera, enseñaba más de lo que necesitaba enseñar. La cosa terminó inopinadamente porque alguien llamó a la puerta del despacho y hubo que recomponer el escenario a toda prisa. No hubo más aquella vez. Ella ya tenía datos suficientes para organizar la siguiente escaramuza. El que llamaba entró y me fue presentado como Secundino. Un funcionario anodino —valga el ripio— aparentando tener menos expectativas de ascender en una hipotética carrera administrativa que un pianista manco. Se aburría en el trabajo y para darle picante solía poner todo tipo de pegas a todos los que tenía por debajo, que tampoco eran muchos, porque solo era jefecillo de negociado y, por lo tanto, no tenían mucho recorrido sus necedades.

 

En la siguiente reunión en el despacho, y una vez cumplimentada satisfactoriamente la excusa de entregar las fotos y dibujos del encargo, Vicky me explicó su problema con uno de los enchufes que tenía en el dormitorio de su casa, y que consistía en que cada vez que pulsaba el interruptor de la lamparita de la mesilla de noche para leer, soltaba chispas y hacía saltar los plomos y se armaba un cisco tremendo y, por supuesto, con el consiguiente peligro de incendio. Y además, si no podía leer antes de dormir, no cogía el sueño ni a tiros, y si iba al trabajo sin dormir, ya ni te cuento… Ante semejante panorama dantesco, me pidió implorante si yo le podría ayudar en el asunto, para lo cual tendríamos que ir a su casa con el fin de solucionar el problema. Y, naturalmente, yo no pude negarme. Media hora más tarde llegábamos a su casa, una especie de chalet adosado y ajardinado en los aledaños del paseo de la Habana. Era un día típico de primavera soleado y caluroso sin excesos, lo que daba lugar a llevar, también sin excesos, la ropa, ya se sabe: blusita semitransparente y pantalones suficientemente ajustados para evitar el problema de tener que andar adivinando las cosas. Dentro de la casa un salón espacioso con grandes butacones, floreros por doquier y cuadritos, o más bien láminas, pero a distancia y en penumbra daba lo mismo. Después de los elogios de rigor por mi parte referidos a la decoración —que debieron de sonar más bien como propios de un chico educado—, me llevó sin dilación a su habitación, donde se suponía que estaban todos los problemas, es decir, el del enchufe que hacía chispas, el de las bajas pasiones recalentadas y el de mis temores de orden moral al intuir —sobre todo cuando corrió las cortinas de las ventanas—, lo que se avecinaba.

 

Me lo puso fácil. Empezamos por el enchufe, para lo cual tenía ya preparados dos destornilladores nuevecitos, lo que me hizo pensar en lo poco casual de la avería y en la perfecta planificación previa de la escena. Mientras yo empezaba las maniobras con uno de los destornilladores ella se fue, según dijo, al cuarto de baño para ponerse cómoda. Y justo cuando terminé de cerrar el interruptor, ya arreglado —aunque no tenía más avería que un cable ligeramente suelto—, y encendí la lámpara para comprobar si funcionaba, apareció Vicky, enfundada, es un decir, en una liviana bata de seda, aplaudiendo animosamente el resultado. Luego dijo que ella también quería darle al interruptor, para lo cual se tumbó sensualmente en la cama y estirando el brazo —movimiento muy estudiado porque enseñó todo lo que quería que se viera—, encendió y apagó dos veces y quedó complacida, al menos desde el punto de vista eléctrico. Por cierto, con aquella luz era imposible leer, lo cual me hizo cavilar sobre la evidente desidia en la preparación de los detalles escénicos. Con una bombilla ligeramente más potente no se hubieran desatado mis recelos, evidentemente.

 

La introducción a la solución del segundo problema, el de la libido exaltada, consistió en colocarse boca abajo y solicitarme lastimeramente unos masajes en el cuello y los hombros, cosa a la que accedí mientras ella despejaba la zona aludida. Naturalmente no llevaba nada debajo, lo que reactivó mis inevitables problemas de orden moral relacionados con la fidelidad matrimonial, tan típicos de la época, sobre todo en merluzos como yo. Pero pudo más la carne, me refiero a la suya, así que inicié con mucha suavidad el masaje, a lo cual ella respondió con una especie de suspiros de placer y con algunas contracciones involuntarias de las caderas, lo que me dejó literalmente a los pies de los caballos, entre otras razones porque a los gemidos se añadió la tremenda visión de la bata marcando los volúmenes de las nalgas. Bajaba ya la mano por la espalda con claras intenciones de olvidar las tablas de la ley cuando, de pronto, se oyó el ruido de la grava que suele hacer un coche al aparcar justo al lado de la venta. ¡Joder, mi hermana!, exclamó Vicky descompuesta, y acto seguido se levantó de un salto y me dio instrucciones de sentarme en una de las butacas del salón y presentarme yo mismo a su hermana mientras ella se vestía a toda prisa en el cuarto de baño, dentro de la propia habitación.

 

La hermana de Vicky se llamaba Valentina, Tina para los amigos, simpática sí, pero no sé porque me dio la sensación de que era la que cortaba el bacalao allí. Tenía mandíbulas bastante cuadradas y un físico que podría definirse como metálico, duro, frío y poligonal, sin ápice de emociones sinceras; las pocas que dejaba traslucir, además de escasas, eran impostadas. Pero era muy educada y todo trascurrió con total naturalidad: Hola, qué tal, soy Jesús, compañero de Vicky y he venido a ayudarla con un problema en un enchufe. Encantada, pero siéntate, ¿quieres tomar algo? No, no, gracias, estábamos a punto de irnos, contesté bastante aliviado, no solo por no haber rematado el asunto de Vicky, que vete a saber cómo hubiera terminado —y no lo digo solo por la cuestión sicalíptica, a la que habría que añadir un posible compromiso adquirido, a corto plazo al menos, de manera tan imprevista—, sino también con una cierta complacencia porque en este caso no fui yo quien se echó para atrás sino las circunstancias inesperadas las causantes del desenlace.

 

Salió Vicky del cuarto de baño y se presentó vestida con recato y con cara de no haber roto un plato, con naturalidad. Luego nos volvimos al despacho. O mejor dicho, la llevé en mi cascado «127 amarillo» y la dejé en la entrada de su oficina después de darme un intachable e incongruente beso en la mejilla y de agradecerme muy educadamente el arreglo del enchufe, hasta el punto que, en cuanto desapareció por la puerta no tuve más remedio, ante su actitud recatada y virtuosa, que volver la vista a los asientos de atrás por si se había colado subrepticiamente su inoportuna y vigilante hermana Tina.

 

La cosa es que solo la volví a ver otra vez, porque una vez terminado el trabajo que me había llevado hasta su despacho, estuvo más bien tirando a fría, y cuando volví a ver a mi amigo Calixto ella estaba en una reunión, y la siguiente vez en otra y a la tercera desapareció destinada a otras oficinas. Creo yo que debió de tener algunas palabras fuertecitas con su hermana según las malas lenguas y, para colmo, el señor subsecretario consolidó su proyecto amatorio con la competencia, con lo cual se quedó en dique seco, cosa que sentí porque era buena persona, creo yo.

 

Alguna vez pregunté a mi amigo por ella pero me dijo que no sabía nada, tan solo que estaba de jefa en unas dependencias del INEM y por desgracia no sabía en cual. Sospecho que se trataba de un premio de consolación por parte del «subse». Pero luego pensé que fue ella la que me ayudó a superar algunas estúpidas barreras morales referentes al sexo, por no hablar del torpe sentimiento de «pecado» que todos solíamos tener en aquellas épocas de los comienzos de la transición, cuando no se hacían las cosas a gusto del clero dominante. Y, por otro lado, pensé, tampoco hubiera podido llegar muy lejos con una persona acostumbrada a las disponibilidades de un alto cargo de la Administración porque, no nos engañemos, el problema no eran los recursos económicos sino más bien las posibilidades de ascenso rápido, como parece que terminó sucediendo cuando el subsecretario la subió de nivel para quitársela de en medio. Lo normal conmigo era que se hubiera quedado incluso sin los fines de semana en parajes ignotos, que era lo que más le gustaba en cuestiones de ocio. Un desastre. Así que al final terminé alegrándome por ella, sabiendo que, por supuesto, iba a terminar pescando algún pez aún más gordo y con más enjundia.


domingo, 27 de noviembre de 2022

PORTADA DEL DIARIO PROA DE león

 Día de inauguración del Santuario de la Virgen del Camino.





lunes, 21 de noviembre de 2022

EL ALTAR DE SAN FROILÁN

 


Estaba mirando esta fotografía del interior del santuario tomada desde el coro y me pareció una más de cuantas ya conocemos.

Pero mira tú que, fijándome un poco en ella, encuentro a un fraile celebrando misa en el altar lateral, el de san Froilán.

Y se te fijas más detenidamente, observarás, a sus espaldas, a un seguro apostólico que le ayuda en la misa.

Y he recordado que ir a ayudar a las misas en el santuario a las primeras horas del día era un privilegio que nos concedían el día del cumpleaños. Y lo recuerdo como un día triste.

¿Recuerdas?

Hoy el altar no está muy bien cuidado que digamos, como tantas otras cosas.





miércoles, 16 de noviembre de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 10 . Loles la De Santiago

 


En San Vicente la vida era tranquila y placentera. De vez en cuando el ayuntamiento de la villa organizaba conciertos de música clásica (cuartetos de cuerda, quintetos de viento y alguna que otra coral provinciana de esas que gritan más que cantan). A esos conciertos solía ir la élite más pudiente de los veraneantes, no tanto por razones culturales sino porque al final los conciertos siempre tenían todas las connotaciones de acto social exhibicionista, ya fuera de joyas, modelitos de moda o carnes turgentes asomando por escotes amenazantes o arriesgados, según su portadora. Los conciertos se programaban por la tarde, al aire libre, aprovechando espacios tan románticos como el antiguo y ruinoso convento de San Luis. Pero si llovía o amenazaba lluvia, lo cual no era raro, más bien habitual, el concierto se trasladaba a la iglesia y asunto concluido. 

sábado, 12 de noviembre de 2022

MANUAL DEL EXORCISTA


Fray José María García Trapiello —hermano de los escritores Andrés y Pedro—, que ejerce como exorcista en la diócesis de Santiago de Compostela, es autor de un Manual del exorcista, donde relata su experiencia en tal ámbito. El dominico leonés hizo un ‘master en exorcismo’ en la Universidad Ateneo Pontificio, donde recibió lecciones sobre satanismo y posesión diabólica.

En una entrevista concedida al diario de León con motivo de la publicación de su libro Igual que cerezas —donde reúne viejas palabras— fray José María, capellán del monasterio de Belvís, explicó que la gente suele ver al exorcista tras el tamiz «romántico o esotérico» con el que han pintado cine, televisión y literatura su labor, pero que la imagen del endemoniado subido al techo «no tiene nada que ver con la realidad diaria: hablamos de la sensación real que tiene una persona de que el Maligno actúa sobre ella, y esas personas sufren mucho. Eso no es una esquizofrenia, no puede reducirse a una enfermedad». ¿El remedio? «El ritual de bendiciones y, sobre todo, escuchar a la persona, atenderla y sostenerla».

miércoles, 9 de noviembre de 2022

jueves, 3 de noviembre de 2022

FALLECE MI HERMANO ANDRÉS

 Con inmensa tristeza os debo informar que esta tarde, víctima de un infarto fulminante, ha fallecido mi hermano Andrés, el mejor de los Cortés.

Descansa en paz, buen hermano.


Ya hemos despedido a mi hermano Andrés, el mejor de los Cortés. 
Con música, como el hubiera querido. 
Gracias a todos con la emoción de sabernos tan queridos por todos vosotros. 
Ah, la Virgen del Camino nos ha dicho esta tarde que ya llegó Ito.
Ya hemos depositado sus cenizas en la tumba de nuestros padres.

miércoles, 2 de noviembre de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 9 . La acera de enfrente



En el año siguiente, a la vuelta de las vacaciones veraniegas, me instalé en otro colegio mayor que había en la calle Cea Bermúdez y que dirigían los agustinos. Me instalé en la habitación que me asignaron rápidamente y me dediqué un par de días a conocer a los vecinos de las puertas de al lado. No recuerdo nada en especial de aquel cuarto, tan solo que tenía un tamaño más que suficiente para mis necesidades y que daba a la calle y por lo tanto era muy luminoso, y ruidoso, sobre todo los fines de semana, pero en aquella época yo resistía perfectamente este tipo de contingencias. Sustituí el cuadrito que había sobre la cabecera de la cama con la imagen del Sagrado Corazón por un dibujo mío no menos espantoso, aunque por aquel entonces no era yo consciente de lo poco desarrolladas que estaban mis habilidades con el pincel, la pluma o el lápiz, por lo que el cambio me pareció adecuado, sobre todo visto desde mi perspectiva teófoba y antirreligiosa que era lo que importaba. 

Al primero que conocí fue a Ángel, un joven serio y amante de la música clásica. Disponía de un equipo de sonido descomunal, hasta tal punto que la dirección del colegio le habilitó una sala de audición donde fueron a parar sus aparatos para beneficio de todos los colegiales que quisieran, eso sí, con la condición de que aquello solo lo podía manejar él en persona y de que allí solo se ponía música clásica o jazz. Naturalmente yo fui uno de los primeros en apuntarme al grupo porque, entre otras razones, ya tenía el oído no solo muy acostumbrado sino en permanente demanda desde los tiempos del seminario, razón por la cual conectamos inmediatamente.

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