miércoles, 2 de noviembre de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 9 . La acera de enfrente



En el año siguiente, a la vuelta de las vacaciones veraniegas, me instalé en otro colegio mayor que había en la calle Cea Bermúdez y que dirigían los agustinos. Me instalé en la habitación que me asignaron rápidamente y me dediqué un par de días a conocer a los vecinos de las puertas de al lado. No recuerdo nada en especial de aquel cuarto, tan solo que tenía un tamaño más que suficiente para mis necesidades y que daba a la calle y por lo tanto era muy luminoso, y ruidoso, sobre todo los fines de semana, pero en aquella época yo resistía perfectamente este tipo de contingencias. Sustituí el cuadrito que había sobre la cabecera de la cama con la imagen del Sagrado Corazón por un dibujo mío no menos espantoso, aunque por aquel entonces no era yo consciente de lo poco desarrolladas que estaban mis habilidades con el pincel, la pluma o el lápiz, por lo que el cambio me pareció adecuado, sobre todo visto desde mi perspectiva teófoba y antirreligiosa que era lo que importaba. 

Al primero que conocí fue a Ángel, un joven serio y amante de la música clásica. Disponía de un equipo de sonido descomunal, hasta tal punto que la dirección del colegio le habilitó una sala de audición donde fueron a parar sus aparatos para beneficio de todos los colegiales que quisieran, eso sí, con la condición de que aquello solo lo podía manejar él en persona y de que allí solo se ponía música clásica o jazz. Naturalmente yo fui uno de los primeros en apuntarme al grupo porque, entre otras razones, ya tenía el oído no solo muy acostumbrado sino en permanente demanda desde los tiempos del seminario, razón por la cual conectamos inmediatamente.




Ángel era un auténtico profesional en el asunto de la música clásica. Era capaz de distinguir a ciegas las distintas versiones de cada obra, los directores, las orquestas y, por si eso no fuera suficiente, también era capaz de distinguir el nombre de los primeros instrumentistass de las orquestas más importantes europeas y americanas. Estaba tan metido en el asunto que se había matriculado en filología alemana en la Complutense solo para poder asistir todos los años al festival de Salzburgo, cuna de Mozart, y enterarse de todo en versión original. 


El otro colegial, vecino de puerta, era Alberto, el cual, a su vez, estaba matriculado en psicología también de la Complutense. Al contrario que Ángel, Alberto era abierto y dicharachero como buen malagueño. Solía decir que cuantos más amigos más posibilidades de ejercer la psicología. De hecho tenía un cuantioso grupo de amigos de la facultad con los que solíamos quedar a tomar cañas y demás, sobre todo porque la parte femenina del grupo era bastante interesante. E incluso conflictiva, porque desde el principio me di cuenta de que Alberto iba detrás de una que no le hacía ni caso, es más, le hacía demasiado caso al guaperas del grupo, que obviamente no era Alberto. No es que Alberto fuera un adefesio, al contrario, solía arreglarse como un señorito de provincias, con lo cual solía disimular bastante su físico más bien tirando a rollizo, lo que unido a su simpatía natural, daba siempre resultados más que aceptables. Lo malo es que una de sus amigas del grupo de psicólogos, María Oliva, se enamoró perdidamente de él y él no la hacía tampoco caso porque solo tenía ojos para la otra, que creo que se llamaba Irene. Menudos dramas se montaban cuando alguien organizaba un guateque en casa de sus padres, aprovechando la ausencia de estos y la famosa Irene desaparecía en uno de los dormitorios de la casa con su guaperas que, por otro lado, era un merluzo de cuidado. Entonces Alberto entraba en fase melancólica y se iba a una esquina lo más oscura posible, agarraba por el cuello la botella de coñac y le daba sorbitos, pequeños pero muchos. María Oliva, que siempre andaba por las inmediaciones vigilándole, sobre todo en este tipo de saraos, se acercaba rápidamente, en parte para evitarle la cogorza, pero sobre todo para intentar sacar algún partido de la situación haciéndole carantoñas y consolándole y ofreciéndose para que aliviara a su gusto las penas, no tanto las psíquicas sino más bien las físicas, que eran las más urgentes e imperiosas. Pero nada, no había manera. Y así se pasaban el día, Oliva detrás de Alberto, Alberto detrás de Irene e Irene detrás del merluzo guaperas, aunque en este último caso con éxito porque no perdían ocasión, ya fuera en público o en privado, de manosearse y besarse sin tasa, de lo cual se alegraba Oliva —a ver si así espabilaba Alberto—, y penaba Alberto, que nunca perdía la esperanza. Todo bastante normal.


Muchas tardes, además de los fines de semana, solíamos reunirnos con Ángel en la sala de música para escuchar alguna novedad recién aparecida. Los viernes casi siempre lo dedicábamos a escuchar distintas versiones del concierto que los sábados se daba en el Teatro Real, con el fin, sobre todo, de ir sobre aviso y con la navaja afilada, ya que estaba claro que la Orquesta Nacional no era entonces ninguna maravilla.


Uno de aquellos viernes alguien invitó a un par de jovencitas, una de las cuales, Luisa, era bajita, más bien feíta y con cara de mala leche, y la otra, Lorena, justo lo contrario, un rostro angelical y un carácter tan tímido cono agradable. Cuando Ángel las vio entrar abrió los ojos como platos y me dijo ¿te has fijado en la más alta? Madre mía cómo está. Pues sí, ya lo creo, contesté yo. Todavía deslumbrado por la aparición, Ángel me propuso una competición: El que se la ligue primero queda invitado a una cena por el perdedor. De acuerdo, respondí, aunque con serias dudas sobre mis posibilidades. Siempre he sido bastante timorato con los excesos de belleza en el sexo contrario, pero teniendo en cuenta que el verdadero interés de Ángel estaba en sus discos y en sus músicas y, por otro lado, no habiendo por los alrededores competencia masculina, mis posibilidades eran reales. 


Ya ese primer día me coloqué en la butaca al lado de Lorena y al terminar la audición, y aprovechando que Luisa tenía prisa por largarse, la invité a unas cañas en el bar de la esquina. Lo siguiente fue un bailongo guatequero en una fiesta de estudiantes en la universitaria con ligeros roces que, más tarde, se fueron intensificando contemplando puestas de sol en el parque del Oeste, y terminaron siendo claramente atrevidos, por no decir procaces, sobre la pradera del parque mencionado, entre pinos y con algún que otro revolcón prometedor. Un día terminé con las manos debajo de su falda en un sofá de su casa —que estaba, por cierto, al otro lado de la acera del colegio mayor— y fue realmente bien, así que me lancé a proponerle iniciar un noviazgo legal, que era la costumbre, y entonces ella se arrugó un poco y después de un tira y afloja en el que no se acababa de atrever a hablar claramente, terminó por confesarme que en realidad a ella le gustaban las mujeres y por lo tanto no se atrevía a dar el paso que yo le proponía.


Me quedé cortado pero por suerte reaccioné con sentido común y le propuse seguir viéndonos como amigos y seguir charlando siempre que quisiera. La situación en aquellos dramáticos años para estas personas era terrible, no solo desde el punto de vista moral o psíquico, sino también, y sobre todo, desde el punto de vista social. Eran simple y llanamente apestados. En el caso de Lorena el problema era aún más grave porque su padre era gobernador civil y además, en cuanto surgía la ocasión, contaba casi exclusivamente chistes de maricas. Y naturalmente, semejante cargo público en tiempos del dictador, suponía un plus añadido de puritanismo y moralidad contrastada y fundamentalista. Todo ello, como digo, agravaba aún más el problema personal de Lorena. Por suerte para ella, supongo, mi forma de pensar con respecto al problema hacía ya un tiempo que discurría por los caminos de la ética y declaradamente en contra de la moral «nacional sindicalista» imperante, lo cual me llevó, en un alarde de ingenuidad bienintencionada a proponerle que nos casáramos, de tal manera que eso pudiera servirle de cobertura para echarse una novia, o para hacer lo que le diera la gana. También supongo que en la proposición influyó el hecho de que yo estuviera realmente enamorado de ella y por lo tanto dispuesto a facilitarle la llave para tener una vida afectiva adecuada a sus necesidades. Lorena era una persona noble, apacible y emotiva, así que no dudé ni un instante en tomar esa decisión cuya resolución dejé en sus manos. Lo que yo tenía que hacer ya estaba hecho y ahora le tocaba a ella decidir. Naturalmente sin plazos ni prisas. 


Aunque no tan intensamente, pues yo no quería incordiar ni presionar, nos seguimos viendo de vez en cuando. Poco a poco comencé a comprender que ella no quería embarcarme en semejante y aparentemente quijotesca aventura, o al menos tenía serias dudas, por lo que decidí empujar un poco para animarle, pues los últimos días andaba un poco taciturna y pensativa y supuse que no lo estaba pasando bien. Entonces se me ocurrió afrontar el asunto con humor, al menos para alegrarle un poco la vida, y le hice la propuesta de ser novios formales en forma de instancia oficial con sellos, pólizas y papel timbrado (debidamente simulado) y con toda la parafernalia literaria y ritual de cualquier papel oficial. Incluso en el sobre añadí un sello con un número de registro y dirigido a la sección administrativa correspondiente, es decir, a la de «bodas, bautizos, confirmaciones y comuniones» y, por supuesto, solicitando una respuesta que, a poder ser, no fuera la del silencio administrativo, que yo temía que pudiera ser la más probable.


Trascurrieron un par de días y una tarde, y por sorpresa, me llamaron por teléfono desde la centralita del colegio mayor para pedirme que bajara a la puerta de entrada para atender a una visita. No esperaba que pudiera ser Lorena, por supuesto. En realidad fue un cartero algo raro que me entregó una carta certificada de origen desconocido y que desapareció a toda velocidad nada más recabar la consabida firma de entrega. Subí de nuevo a la habitación bastante mosqueado, abrí el sobre y leí el contenido. Se trataba de una citación en la que se me emplazaba a acudir al negociado de «noviazgos y bodas» a la máxima urgencia para solucionar un problema derivado de algunas anomalías en la tramitación de un expediente a mi nombre. No era exactamente esa la respuesta que esperaba, pero había conseguido, tal vez, enganchar a Lorena con la broma de la «instancia». Naturalmente el dichoso negociado estaba en su casa, así que crucé la acera y toqué el timbre de su puerta con más nervios que un estudiante indocumentado antes del examen. Salió ella a abrir la puerta, me cogió por el brazo y me metió dentro sin contemplaciones, me sentó en una butaca, se me sentó encima y me dio un beso a tornillo con sabor a chicle de menta porque había estado en el dentista el día antes y aun tenía mal sabor de boca, y todo el mundo sabe que un chicle de menta arregla en gran medida el problema, según dijo. Y yo, naturalmente, encantado. Empezamos a lo que en el argot se denomina técnicamente «salir». Un ratito por las tardes regularmente, los viernes a la audición de Ángel a quien, por cierto, perdoné la cena. Y también los sábados se incorporaron a las salidas con el concierto del Real, aunque poco a poco lo fuimos dejando.


En aquellos tiempos yo vivía gracias unas clases de cine que daba en el colegio mayor La Almudena por las que percibía mil quinientas pesetas al mes, lo cual significaba apreturas, lo que a su vez significaba que tendría que empezar a buscarme un trabajo más consistente si quería seguir con Lorena de cara al futuro, así que empecé a buscar aquí y allá con cierta preocupación o, si se quiere, responsabilidad. El destino o la suerte vinieron en mi auxilio inopinadamente: Aquellos días apareció un anuncio en la prensa pidiendo dibujantes de comics para iniciar la edición de una «Historia de España». Casualmente hacía ya más de tres meses que yo había empezado a dibujar, en mis ratos libres, viñetas sobre la vida del Greco que, por aquellos años de 1973 y 74, me gustaba mucho, con el aliciente añadido de haber nacido en Creta, una isla con muchas connotaciones homéricas y mitológicas. Había ya terminado casi treinta páginas de dibujos cuando apareció un anuncio en la prensa de la editorial Doncel, tan ligada al falangismo, y ni corto ni perezoso me presenté una mañana en las oficinas con mis dibujos y solicité una entrevista con el responsable de producción, que resultó ser Miguel Buñuel, un personaje de aspecto tan siniestro como amable y bondadoso, tan falangista como comunista y tan proclive a la vida sana como a encender los cigarros con la colilla del anterior. Le encantaron mis dibujos y antes de cinco minutos me dio cita para la primera reunión con algunos otros dibujantes que también habían sido elegidos para el asunto. Cuando ya me iba flotando escaleras abajo camino de la calle, se abrió de nuevo la puerta de la editorial y salió de nuevo Miguel Buñuel para decirme que si podría subir un momento a su despacho. Subí, como es lógico, y me dijo que si no me importaría, sin compromiso, echarle una mano en un trabajo que tenía pendiente y para el que no disponía de demasiado tiempo. Naturalmente acepté de inmediato aun sin saber de qué se trataba, que no era otra cosa que terminar la maqueta de un libro que iba muy retrasado porque el maquetista había sido operado recientemente y estaba de baja laboral. Yo no tenía ni idea de hacer maquetas pero le contesté que no tenía ningún problema en aprender y por lo tanto quedamos en que me incorporaba al día siguiente con un contrato temporal de veinticinco mil pesetas al mes. Para mí aquello fue como si me hubiera tocado la lotería, acostumbrado como estaba a sobrevivir con mil quinientas.


No es necesario decir que al día siguiente me presenté en la editorial como un clavo, incluso diez minutos antes de abrir la puerta oficialmente. Miguel Buñuel me explicó en unos minutos como se hacía eso de las maquetas de los libros, operación que consistía en cortar las galeradas ajustándolas a la caja de texto, pegarlas con la consabida barrita de pegamento y colocar las ilustraciones más o menos donde estaba marcado en la propia galerada, procurando que no quedaran líneas colgadas y solitarias en la siguiente caja. Aparentemente no era demasiado complicado por lo que enseguida me entraron dudas sobre dónde estarían las trampas y las dificultades. En cualquier caso siempre estaría Miguel en el despacho de al lado para resolverlas. Pero a pesar de mis vacilaciones, a media mañana de aquel primer día tenía ya el libro a punto de terminar. Se presentó Miguel en el despacho colectivo en el que me había ubicado para ver cómo iba la cosa y se quedó atónito al comprobar que el trabajo, que tenía previsto terminar una semana más tarde, estaba casi listo antes de las doce y media. Lo revisó todo varias veces porque no se lo creía y entonces salió por la puerta diciéndome que no me moviera porque enseguida volvía, y cuando volvió me propuso quedarme a trabajar en la editorial con un contrato indefinido. Al día siguiente firmaría el contrato que ya habían empezado a preparar. Me dio un subidón de época y al acabar mi primera jornada laboral fui directamente a comunicarle a Lorena la noticia, con lo cual también a ella le dio un subidón que terminó con sendos bocatas de calamares y unas cañas.


La cosa fue afianzándose cada vez más y Lorena recuperó en gran medida su estado de ánimo habitual. Pasado ya el primer mes en la editorial y habiendo cobrado ya la primera nómina como trabajador fijo, llegué una de aquellas mañanas a la calle Abada, donde tenía su sede Doncel, y donde tenía yo mi mesa de trabajo. En el portal estaba Miguel, aparentemente esperándome para comunicarme que acababan de nombrar a un nuevo director de la editorial, el cual se incorporaría en unos días. El anterior se acababa de jubilar hacía un par de semanas aunque yo nunca le llegué a conocer porque ya no estaba cuando me incorporé. El día que apareció el nuevo director fue pasando por los despachos saludando a todos los trabajadores como solía ser preceptivo. Era un tipo alto, campechano y, sobre todo, estaba muy relacionado con el mundo editorial, que era lo más importante, sobre todo en una época en que primaba lo ideológico y partidista —por decirlo suavemente—, sobre lo profesional, algo en lo que aún seguimos, y así nos va.

 

O

 

Ese mismo día por la tarde había quedado yo con Lorena para ir al cine, así que fui a recogerla a su casa. Llamé al timbre, esperé unos segundos, se abrió la puerta y apareció ante mí el nuevo director de la editorial al que había conocido esa misma mañana. Los dos nos quedamos paralizados, o más bien congelados, pero como él tenía más tablas reaccionó primero, me hizo pasar y, sin dar tiempo a explicaciones apareció Lorena y nos presentó y a continuación le aclaró a su padre que yo era un amigo con el que iba a ir al cine esa tarde. Todo solucionado. Estábamos todavía en una fase en la que aún no habíamos hablado de padres, madres y demás familia. Bastante tenía ella con sus problemas y yo con los míos como para ocuparnos de asuntos circunstanciales y periféricos. La cosa quedó así, con una sorpresa inicial, pero eso terminó por acelerar el proceso porque enseguida su padre, que acababa de dejar el cargo de gobernador civil para incorporarse a la editorial, empezó a hacerle preguntas a su hija sobre su amigo —que era yo—, y sobre mi procedencia y sobre todas esas cosan que entonces eran de capital importancia para tranquilidad de los padres, y sobre todo de las madres, guardianas férreas de las esencias de la moral y de las apariencias sociales. Crudo lo tenía yo que no era ni ingeniero, ni militar, ni banquero, y mi ámbito vital era el mundo de la cultura, un mundo muy peligroso, sobre todo por la tendencia malsana de ese colectivo de pensar por su cuenta», en palabras de su madre y, ya de paso, a saltarse a la torera todas las normas. Pero por alguna extraña razón que desconozco, a su padre le caí bien, sobre todo porque en la editorial solía opinar con conocimiento de causa sobre muchos autores y filósofos desconocidos para la mayoría, incluso para el propio jefe de producción, porque uno de mis vicios había sido desde siempre leer todo lo que caía en mis manos, desde el Quijote a los prospectos de las medicinas y desde la Biblia al Corán pasando por el Kamasutra y Mijaíl A. Bakunin. Con mi futuro suegro llegué a tener conversaciones bastante complejas cuando se planteó la publicación —en la colección de bolsillo de la editorial— de una línea de filosofía básica y él no conocía nada de los más importantes, como Hegel, Kant, Engels, Nietzsche, Bertrand Russell, etc., por poner algunos ejemplos. Todo ello me colocó en una posición bastante cómoda en la editorial por la confianza que le producían al «jefe» mis conocimientos —debidos obviamente a mis antecedentes eclesiásticos—, pero sobre todo a la hora de considerarme como candidato fiable para su hija, con la que yo llevaba ya tiempo haciendo «manitas» en el cine de manera fluida y natural en vez de prestar atención a las películas.


Pasado el tiempo, aproximadamente dos años más tarde, terminamos casándonos en una de esas bodas que actualmente podrían pasar fácilmente por material etnográfico a causa del complejo ritual de objetos intervinientes, como trajes de boda para novias con colas enormes, fracs para novios, ramitos de flores a cual más cursi, monedillas más o menos de oro a modo de arras, anillos, padrinos, testigos, altares llenos de flores, multitudes de invitados, listas de botas con un sinfín de objetos inútiles, libros de familia traídos por los representantes de los juzgados, sobres con dinero fresco depositados en las sacristías y fotógrafos oficiales contratados por los curas párrocos preparados con el cazo de las comisiones, fusilamientos despiadados en sesiones fotográficas a diestro y siniestro y el banquete final con montañas de «delicatesen of luxury».


Su padre nos metió en una cooperativa de viviendas recién creada y, por supuesto relacionada con la Falange Española y de las Jons, la cual acaba de comenzar a construir casas con total parsimonia y dando constantes sustos a los socios compradores con incesantes subidas de precios con la excusa genérica del no menos incesante incremento de los precios de los materiales de obra. Con dos años de retraso terminó la obra y allí nos fuimos a vivir Lorena y yo, y como resultado tres hijos, vida tranquila de vez en cuando salpicada por alguna depre de Lorena a causa de sus problemas, escasísimas y poco importantes discusiones, comidas familiares domingueras con sus padres, y vacaciones veraniegas en San Vicente de la Barquera con sus otras dos hermanas y el marido de la mayor, o sea, que tenía yo un cuñado, un tipo competitivo, sobre todo en el terreno físico porque en los demás nunca he tenido competencias. Eso le llevaba a plantearme retos más o menos directos, como por ejemplo, a ver quién nadaba más rápido hasta aquella roca o a ver quién subía antes a aquella montaña y otras tonterías. Pero nunca podía pasar de ahí, sobre todo a partir de un día en que, a causa de un desafío natatorio, le dio por meterse en medio del oleaje y una ola vengativa le deshizo la maraña de pelo que tenía sobre su brillante calva, confeccionada con la coleta que se había dejado crecer en el lateral derecho de la cabeza, sobre la oreja, y que solía colocar a base de vueltas y revueltas como si fuera una ensaimada, eso sí, rebosante de laca para que no se moviera ni un solo pelo del sitio asignado. Cuando salió del agua le colgaba la guedeja, tapándole la oreja, hasta casi la cintura. Me dio la risa tonta al ver el espectáculo de semejante tritón saliendo del agua con aquello colgando, y cuando se percató del motivo de mi carcajeo, aceleró el paso enfurruñado mientras depositaba pelo a puñados desordenadamente sobre su resplandeciente azotea, pareciéndose el resultado de la colocación más a un zurullo que a una ensaimada. Semejante humillación tuvo consecuencias terapéuticas: A partir de entonces ya no buscó más confrontación física, por si ello pudiera evocar o rememorar el terrible episodio playero, si acaso solía hacer alardes de más poderío económico que el mío, por supuesto a mis espaldas, sin darse cuenta de que ese tipo de cosas no me resultaban nada emocionantes y ni siquiera relevantes.

1 comentario:

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Jesús, una vez transcurrido el duelo reverencial por Andrés, ayer me asomé a tu espectacular búsqueda de esa media costilla que dicen que nos falta y me uní, claro está, a tu invitación, metiéndome entre pecho y espalda, de un solo trago, el medicinal whiski cuádruple que nos ofreces. Relato larguísimo que se me hizo cortísimo, sobre todo por la sorpresa del desenlace, pues uno, mal que bien, está obligado a aceptar que se trata de un relato cien por cien autobiográfico. Digo lo de "sorprendido" porque tengo un gran amigo, en nuestro mismo ámbito de compañerismo postdominicano, que suele decir que, cuando alguien deja de interesarle por completo, lo envía a China y sanseacabó. ¿Razón? "Si en China -dice él- hay mil quinientos millones de chinos que no conozco, uno más poco importa". Lo que a mí me pasa es que a esos mismos yo los envío a "la acera de enfrente" para no volver a cruzarme con ellos, en sentido, claro está, meramente geográfico, no costumbrista. Con esta mentalidad, el final de tu relato no podía menos de sorprenderme viendo lo que has hecho tú, pero no me dejó perplejo, sino jubiloso porque, insisto una vez más, este purgatorio tuyo es un cielo de muchos quilates. Gracias, Jesús, aunque suene a enésima vez, por tanta riqueza literaria y por ofrecernos la contemplación, al ir desnudándote poco a poco, de un soberbio "miguelángel" de museo.

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