sábado, 28 de agosto de 2021

EL CENICERO DE LA VIRGEN (Por Eugenio Cascón)





El que manda aquí me dice que esto es un cenicero y que escriba algo acerca de él. Visto así, en dos dimensiones, podría ser cualquier otra cosa: un cuadro, un baldosín historiado, un imán para pegar en la nevera… Pero hay que fiarse y considerar que toda la parte central está hundida respecto del borde y que es un objeto de esos que sirven para depositar ceniza y colillas.

Y ya está uno removiendo la poca sal que le va quedando en la mollera a ver qué podría decir. La verdad es que es bonito y parece más un objeto de adorno que un utensilio destinado a ser depósito de tan poco nobles materias. La imagen de nuestro Santuario resulta atractiva en su estilización, delineada su mole prismática con trazos sobrios y elegantes que permiten vislumbrar en primer plano el Pentecostés de bronce de la fachada y todo el resto del contorno, y hasta el entorno de la carretera aledaña con su farola y todo, y cómo no, la esbelta cruz, más señera y dominante, si cabe, que en lo real. Y esa atmósfera creada a base de gamas de colores y tonos pastel sutilmente combinados: beis claro, rosa pálido, marrones suaves y fuego en las alturas.

Llegados a este punto, he de confesar que lo de los colores me lo ha soplado alguien cercano, pues uno vino al mundo con el inconveniente de un mediano daltonismo y con él va por la vida haciendo lo que puede, que no es mucho, a la hora de distinguirlos y metiendo la pata muy a menudo. Ya sé que al eventual y sufrido lector esto ha de traerle sin cuidado, pero es que diciéndolo aprovecho para salir del cursilón ejercicio descriptivo en que me había embarcado. 

Es propio de la condición humana tratar de embellecer los espacios y objetos que nos rodean, incluidos aquellos que están destinados a un uso prosaico, e incluso vil. Por ello, aunque pudiera en principio resultar un tanto ofensivo situar imagen tan estimada como fondo de un depósito de desechos, el hecho forma parte de nuestra aspiración a la belleza. Incluso se podría decir, en este caso, que no deja de estar en consonancia con la religión en la que nos educaron, según la cual nunca hemos de olvidar que en ceniza se han de convertir nuestros cuerpos mortales, sean serranos o no: Pulvis es et in pulverem reverteris como antídoto del vanitas vanitatum. Visto así, el fumador es alguien que vive cada uno de sus días como un miércoles de ceniza, con lo que el fumar, además de ser un placer, se convierte, paradójicamente, en remedo de un acto de penitencia. Yendo más allá, al final va a resultar que el cigarrillo podría entenderse como una metáfora del ser humano, dado que también este termina siendo consumido por combustión (cada vez más en boga) y reducido a un montoncito de ceniza.

Sabido es que el cenicero llegó a ser un utensilio indispensable en hogares, oficinas, salas de reunión, salas de espera, tascas y restaurantes, etc. Eran aquellos tiempos, cuando casi todo el mundo fumaba porque estaba bien visto, en los que el imprescindible cachivache, orondamente situado sobre la mesa, se convertía en el centro de las reuniones, en objeto de atención preferente, imán de miradas y destino de dedos que aplastaban, inmisericordes, los restos del cigarrillo o del puro, ensuciando su pulida superficie y llenándolo poco a poco hasta convertirlo en un amasijo maloliente de colillas retorcidas entre polvo ceniciento. 

Pero el cenicero no es solo un recipiente: es también un objeto de adorno que adopta múltiples formas y tamaños, y se fabrica en diversos materiales. No le faltan, a menudo, ínfulas artísticas y las imágenes que los decoran son infinitas. ¿Quién no ha aplastado una colilla sobre una catedral, sobre un palacio, sobre una casa de campo, sobre un rostro famoso, sobre un escudo o bandera, sobre una escena de baile, sobre un estadio, sobre un cuadro, sobre un animal salvaje, sobre unas flores o sobre un mensaje escrito? Quizá en algún caso el acto del aplastamiento pudiera funcionar a modo de catarsis, o llevar implícito un deseo oculto de venganza: reivindicación tabaquera. 

Aun hoy, cuando el fumeteo está sometido a una operación continuada de acoso y derribo, siguen viéndose ceniceros en muchos espacios en los que está prohibido, incluso alguno he llegado a ver bajo un cartel en el que reza la consabida prohibición. Lo que no he podido observar es si en ellos aparecen escenas tan espeluznantes como las que se insertan actualmente en las cajetillas de tabaco. Con todo ello, al final no me queda claro si el tabaqueo constituye un valor o un contravalor: nuestros expertos en ética chavarriana tienen la palabra.

Pero dejemos las divagaciones en torno al cenicero como tal y volvamos a nuestro pequeño mundo pretérito, que es, al fin y al cabo, el que nos mantiene sujetos a este foro. En el colegio, creo recordar que no había ceniceros, al menos en la parte habitada por los apostólicos y, sin embargo, se sospechaba, casi se sabía, que algunos se aplicaban de vez en cuando al vicio humeante. Se trataba, sin duda, de los más osados y rebeldes, puesto que los que éramos más tímidos y pacatos jamás nos hubiéramos atrevido. Imagino a un pequeño grupo de conspiradores haciendo rular el chester o el ducados traído a escondidas por alguno de los privilegiados que podían salir a León algún que otro domingo, recreándose en el acto de inhalar y exhalar humo detrás del teatro o en los retretes o quién sabe dónde. Ahora ya pueden confesarlo los culpables, que no los van a castigar.

Sabíamos también, y de esto no teníamos dudas, que algunos de nuestros frailes le pegaban duramente al fumeque: las yemas de los dedos algo amarillentos y el tenue aroma que a veces se desprendía de los hábitos y que no siempre lograba erradicar un rociado de Varón Dandy constituían un testimonio incontestable. Pero como no lo hacían en nuestra presencia y, además, se situaban en un estamento superior, lo más que suscitaban era algún que otro comentario malévolo.

Cuando salimos del colegio, buena parte de nosotros nos aplicamos con afán al ejercicio mencionado ejercicio tabaco, y menos mal que la mayoría nos quedamos solamente en el tabaco, dado el fervor por otras sustancias en la época del estallido de la libertad, la revuelta, el jipismo y todo aquello que vivimos. Nosotros nos sentíamos en la necesidad de recuperar lo que pudiéramos de una adolescencia hasta entonces vivida a retazos y a hurtadillas, y el cigarrillo sirvió a menudo de bastón para aquellos pasos, vacilantes e inseguros, que comenzábamos a dar. 

Y no digo nada, porque nada sé, de los que tomaron el hábito y ejercieron de aspirantes a frailes en Caleruega, Las Caldas y Salamanca. Ellos podrán contarnos algo de sus devaneos con cigarros y ceniceros.

Ignoro si el cenicero que nos ocupa, procedente según la leyenda que contiene de la tienda de recuerdos del Santuario, es actual o lleva mucho tiempo adornando alguna mesa de centro de la furrielería. Lo que sí pienso es que la presencia de tan sagrada imagen ha debido de santificar también a quienes hayan hecho uso de él, otorgándoles, al menos, alguna indulgencia por haber incurrido en tan perversa adicción. 

Los que hemos tenido que dejarlo, por convicción o por prescripción, conformémonos con recrearnos en la contemplación de ceniceros tan hermosos y santificados como este, mientras recordamos aquel placer tan genial, tan sensual como el que decía experimentar la admirada Saritísima mientras fumando esperaba al hombre al que ella quería.

Eugenio Cascón.


(*) Eugenio Cascón es autor, entre otros, del libro Español coloquial y ha trabajado durante varios años en la Real Academia Española.

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