sábado, 13 de enero de 2024

LA MAÑANA DESPUÉS DE LAS NAVIDADES (Por Eugenio Cascón Martín)


 


Pues ya se ha terminado la Navidad, o las Navidades, porque, como se dice de las dos maneras, nunca he estado seguro de si es una o varias, de si Navidad es solo un día y todo lo demás se incluye en el plural Navidades, de si Nochevieja y Reyes son también Navidad… ¡Qué lío! Pero el caso es que, como digo, ya se han acabado, tanto para quienes conservan el fervor religioso como para se limitan a disfrutar de vacaciones, comidas opíparas, tientos a las más diversas botellas, jolgorio sin tasa, discusiones familiares y todo eso. La vida se reanuda, volvemos a lo de antes.

Y hete aquí que el día 7 de enero por la mañana, domingo por más señas, entrome gana de acercarme al Rastro, por mor de reanudar, siquiera puntualmente, un viejo hábito, hasta hace poco de cumplimiento estricto y últimamente en brazos de la dejadez y la apetencia ocasional. Así que me levanté más o menos temprano y me dirigí al Metro, la manera más rápida de viajar en este pueblo tan grande.

Como era de esperar, el tren suburbano, aparte de tardar en llegar más de lo habitual, estaba casi vacío. He de confesar que el Metro siempre me ha producido la sensación de inquietud de la espelunca, el misterio amenazador de lo que está bajo tierra. A pesar de tantos años, lo sigo experimentando cada vez que entro en él. Es todo un submundo, una ciudad subterránea _laberinto moderno_ formada por venas y arterias que se cruzan y se entrecruzan, que avanzan rectas o se curvan hacia cualquier lado, por las que los trenes avanzan seguros de su destino, transportando cada día miles de humanos que supuestamente también saben adónde van. ¿Siempre?

En mis primeros años en Madrid aún tenía muy viva la memoria del colegio, y el túnel del Metro me recordaba el de allá, aquel por el que salvábamos la carretera para acceder al coro del Santuario, tras subir por una empinada escalera, a fin de desparramarnos ordenadamente en los bancos, los cantores a un lado, los desafinados de fábrica y sin remedio a otro. 

La sensación de inquietud a que aludía se incrementa con el silencio de los viajeros. En el Metro casi siempre hay silencio, acompasado con el ruido del discurrir del convoy, tan característico de cualquier tren. Al margen de conversaciones ocasionales, la gente va callada, en recogimiento, cada uno a lo suyo, si bien hoy el ensimismamiento se ve reforzado por la inmersión en el móvil, en ese telefonino malévolo que lo sabe todo, que lo cuenta todo y que permite comunicarse con los ausentes. Comunicación a distancia a falta de contacto directo. Pero esa mañana no se oía ni el grillo de los móviles, pues los escasísimos viajeros con los que compartía espacio dormitaban, tal vez recordando los días pasados o tal vez temiendo los que se avecinaban.

Unos metros más adelante, sentada enfrente de mí, destacaba una figura femenina. Aparecía casi derrumbada, con la cabeza inclinada por completo hacia el lado derecho y el cabello, muy largo, cubriéndole por completo la cara. No sé por qué me vino a la mente aquel villancico que hace mil años, cuando éramos apostólicos, cantaba Marisol para un anuncio televisivo: “La Virgen se está peinando, / entre cortina y cortina, /los cabellos son de oro, / el peine de plata fina”. Pero no era el caso, no había oro ni peines de plata fina, y la cortina era el propio pelo que ocultaba sus rasgos hasta el punto de que hacía imposible conocer su edad, siquiera de forma aproximada. 




“A lo mejor está durmiendo la mona de la noche pasada”, fue lo primero que pensé y que probablemente pensaría cualquiera. Pero las estaciones pasaban, el vehículo se movía, frenaba más o menos bruscamente, otros viajeros la tocaban al pasar a su lado, y ella seguía igual, absolutamente inmóvil en su postura desmadejada. Aquello comenzó a escamarme un poco, y no fui el único, pues otra mujer joven que ocupaba un asiento cercano parecía estar en la misma onda. Espontáneamente intercambiamos una mirada de extrañeza y, también espontáneamente, nos levantamos y nos acercamos a ella. Intentamos despertarla con leves sacudidas en el hombro, pero no reaccionaba. Nos atrevimos a levantarle la cabeza, con lo que la cortina se descorrió y pudimos apreciar que se trataba de una chica muy joven, de apenas 18 años. Le hablamos, volvimos a sacudirla, pero seguía sin reaccionar, hasta el punto de que su cabeza, al soltarla, volvió a quedar en la postura anterior.

La alarma creció, pues no daba síntomas de vida. Al detenerse el convoy en la estación siguiente, lo único que se me ocurrió fue tirar de la palanca de emergencia para que no se reanudara la marcha. Acudió enseguida el conductor, con cara de pocos amigos por lo que aquello suponía en cuanto a la interrupción del servicio.

_¿Qué pasa? ¿Quién ha tirado de la palanca?

_He sido yo _me atreví a contestar, secundado por mi compañera ocasional_, pero es que mire, aquí hay una chica que no reacciona, que parece como si estuviese muerta.

El hombre comenzó a preocuparse y enseguida empuñó el teléfono para llamar a quien correspondiera. Un posible fallecimiento en el Metro era una cosa muy seria.

_Ya he avisado _nos comentó_. En Atocha habrá un equipo médico esperándola.

Un chico, supuestamente entendido y que acababa de subir al tren, se acercó y, tras observarla, dijo que estaba viva, que se trataba solo de un coma etílico. ¿Solo? ¿La circunstancia de una niña que se ha emborrachado hasta las trancas _y lo mejor no solo de alcohol_ y se encuentra en este estado nos parece poca cosa? En fin, nos hacemos viejos y tal vez por eso no entendemos estas cosas.

El caso es que el tren volvió a ponerse en marcha y yo tenía que apearme en la estación siguiente, así que como ya poco podía hacer, y allí quedaban otras personas pendientes de ella, me despedí y desee buena suerte. No sé qué ocurriría después. Quiero imaginar que la muchacha se recuperó satisfactoriamente y que sus padres se llevaron una alegría tras el gran susto inicial, que no tendrían que maldecir el resto de sus vidas aquellas Navidades.

Salí al exterior, al aire libre, viciado y húmedo de Madrid dándole vueltas al asunto. Se las daría el resto del día, y de muchos días. ¿Había hecho mi buena obra posnavideña? ¡Y yo qué sé! Eso era lo de menos, pues la incomodidad emocional no me abandonaba.

Llegué por fin al Rastro, el viejo mercadillo madrileño, y entré en él por la parte de abajo, por la plaza del Campillo del Mundo Nuevo, donde se desparraman los puestos de libreros de viejo, lugar también de compra, venta e intercambio de cromos, al que acuden los papás con sus niños. 




Aún se sigue oyendo el “Sile, nole, sile, nole”, como toda la vida: en algunos aspectos las cosas no han cambiado demasiado, afortunadamente. Aquí solía quedar con mis viejos colegas, durante muchos años, para peinar los tenderetes en busca del libro que interesa, de la ganga bibliográfica, para al cabo de unas horas, con un par de bolsas de libros por cabeza, acercarnos al Valor del Paseo de las Acacias a embaularnos un chocolate con churros. Ya acudimos menos, en la frecuencia y en el número: las manadas de bisontes viejos merman rápidamente, hasta que se extinguen.




Esta mañana no me he encontrado con nadie. Normal en un día como hoy, y encima sin haber quedado. ¡A quién se le ocurre! Las pocas personas que hay deambulan sin rumbo, como perdidas y sin saber muy bien por qué están allí. Será la inercia, la fuerza de la costumbre. Ya irá afluyendo el personal a medida que avance la mañana y retroceda el frío.

Como tampoco yo sé muy bien qué hacer ni tengo intención de cargar con libro alguno, enfilo la Ribera de Curtidores hasta la Plaza de Cascorro, donde el bueno de Eloy Gonzalo, el soldadito madrileño sigue en lo alto del pedestal con su fusil, su mochila y su lata de gasolina, dispuesto a hacer el desaguisado que lo convirtió en héroe. También él parece un poco perdido esta mañana posnavideña, sin apenas público que lo mire.




Sigo subiendo por la Latina y llego a la Plaza Mayor. ¡Ya no están los puestos del mercadillo navideño! Se ve que el emplazamiento no es barato y los feriantes se apresuran a retirarlos en cuanto pasan los días de mayor venta de figuras y adornos navideños, de panderetas, matasuegras, petardos y demás. El famoso recinto está también un tanto desangelado. Ni siquiera anda ya por aquí el pobre abuelo Isbert buscando a Chencho: “¡Chencho, chencho! ¡Se ha perdido Chencho!”. Menos mal que al final lo encontraron, porque menuda le estaba cayendo al pobre señor

La Puerta del Sol, la calle Preciados, Cortylandia… Este año se me han pasado las Navidades sin asomar por el centro. La famosa y derrochona iluminación la he visto solo por la tele. ¡Hay que ver, a lo que vamos llegando! Hasta Doña Manolita está cerrada, pues ya vendió todo lo que tenía que vender para los dos sorteos navideños. He de confesar que todos los años hago cola para comprar unos décimos en el famoso establecimiento. Al fin y al cabo, uno será siempre de pueblo.




Y llega la hora de volver a casa, tan taciturno y melancólico como cuando salí. La ciudad semivacía no ayuda a recobrar el ánimo, pues emana por todas partes una neblina de añoranza del bullicio y la alegría navideños, aunque sean impostados. Mañana esperan el trabajo y el cole y no es fácil la vuelta: toda transición conlleva inseguridad. En fin, habrá más Navidades y serán, más o menos, como siempre. Y que no nos falten.


EUGENIO CASCÓN MARTÍN 

 

 

 

 

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