jueves, 28 de abril de 2022

LOS LIBROS DE CÉSAR A. LOSEIROS

Querido Furriel, me pides lo más difícil que se puede pedir a un padre y es que te diga algo de sus hijos, recién nacidos en dos partos casi seguidos y mellizos, todos distintos y que ya suman cuatro.

  

Empezaré por los primeros pensamientos, que no sueños cuando me jubilé hace 20 años, imaginando un paseo tranquilo para entretener el tiempo retozando con la idea de dejar alguna descendencia en la creencia de que algún día, se me devolvería la recompensa de haberlos traído al mundo y, así surgieron los primeros escarceos entre ripios y relatos que enamoraron sobre todo a lectoras, en la nube de internet, donde llegué a fantasear con más de 200 envíos. 

  

Pasaba el tiempo, escribía todos los días, me divertía y conseguí que mi pareja no se molestara, lo que me permitía volar sin freno, aunque cuidando de no meter la pata.

  

En setiembre de 2020, me contagié de Covid que me tuvo aislado en casa casi 4 meses sin combatir lo que llamaban secuelas, necesitando hurgar mis partes más escondidas donde encontraron el bicho que bautizaron tumor cancerígeno grado III, antesala del tanatorio, que me acercó hasta el infierno.

  

Perdí el sueño, el apetito, la paciencia, las ganas y la esperanza; quimioterapia en febrero, marzo y la mita de abril, seguido de quimio y radioterapia hasta finales de junio, descanso en julio y a final de agosto intervención, que dicen que estoy curado.

  

El escribir cada día fue la mejor terapia y la que me permitió seguir vivo, vencer mis miedos y a un promedio de 6 a 8 horas diarias, plasmar en el papel los recuerdos, vivencias e ilusiones de mi propia historia. 

  

Cuando me ingresaron para la operación le pedí a Elena, mi compañera y sustento permanente para salir del trance, que si salía vivo, iba a publicar el producto de las horas dedicadas a escribir durante mi encierro forzoso, y ya tenía acabados y revisados MÁSTER DE SUPERVIVENCIA Etapa I, referido a mi propia supervivencia desde el nacimiento hasta los 30 años, Dos novelas INÚTIL SIN REFERENCIA y PEPE el de CIÑERA, Una antología de relatos de historias titulado SAN VALENTIN, MÁSTER DE SUPERVIVENCIA Etapa II referido a mi propia supervivencia desde los 31 a los 52 años y un ensayo Titulado EL DESAHUCIO y SUS CONSECUENCIAS, estos últimos en gestación en la actualidad, esperando el parto para el mes de junio de este año.

 

¿Qué más puedo decir de mis hijos? Lo primero que son todos muy buenos, muy recomendables para todo tipo de lectores que busquen entretenimiento, conocimientos de la vida y vivencias de personajes poco habituales, aventureros y muy viajados, como es la historia y los sucedidos con los que he tenido la oportunidad de relacionarme en mi trayectoria vital.

 

 En los MÁSTER de SUPERVIVIENCIA, me desnudo y cuento de donde procedo y todos los detalles de lo que tuve que pasar para, sin estudios ni medios, ir creciendo para llegar a lo que soy, que ni yo mismo me lo creo y puedo pensar que ha sido un milagro.

 

  INÚTIL SIN REFERENCIAS, son las vivencias de un personaje en su intento de conseguir el primer trabajo a los 40 años, que sobrecoge al lector en sus reflexiones y mundo interior, que se pueden aplicar a las dificultades de muchos jóvenes de familias acomodadas que, superados los 30 años, sin titulaciones ni experiencia, no consiguen incorporarse al mundo laboral. Muy recomendable.

 

  SAN VALENTÍN. Relatos de historias de amores, enredos y desencuentros. Antología que agrupar en un libro diferentes historias en torno a las siempre complicadas relaciones amorosas, consiguiendo que cada aventura o tragedia de los protagonistas arrastre al lector a que devore las páginas del libro y las haga suyas. Muy recomendable.




  

PEPE el de CIÑERA. Campesinos-mineros en la posguerra asturiana, en una detallada exposición de los primeros pobladores de las cuencas mineras asturianas, que  aceptaron trabajar en la mina con salarios de miseria y sin apenas protección en casos de accidente, muerte o invalidez. Muy buena.




 

   EL DESAHUCIO Y SUS CONSECUENCIAS. Muerte en vida de las relaciones comerciales, económicas y familiares. Relato personal de experiencias del autor en su trayectoria laboral

  

Presentaciones y salida al mercado en librerías de Oviedo, Gijón, Avilés, Mieres, Cangas de Narcea y  Grado.

 

El día 12 de febrero, en el Salón de actos de la Biblioteca Pérez de Ayala de Oviedo, en el Fontán se hizo  la presentación de MÁSTER DE SUPERVIVENCIA Etapa I e INUTIL SIN REFERENCIAS. Agotada la 1ª edición en la presentación

 

  El día 7 de mayo, en el Salón de actos de la Biblioteca Pérez de Ayala de Oviedo, en el Fontán se hará la presentación de SAN VALENTIN y  PEPE el de CIÑERA y la 2ª Edición de INUTIL SIN REFERENCIAS.

 

   En el mes de septiembre, en la misma biblioteca de Oviedo, se hará la presentación de MÁSTER DE SUPERVIVENCIA Etapa II y EL DESAHUCIO, y también saldrá la 2ª Edición de MÁSTER DE SUPERVIVENCIA Etapa I.

 

 

viernes, 22 de abril de 2022

EL GATO QUE ESTÁ TRISTE Y ... QUE OBSERVA EL SANTUARIO (Por Santos Suárez Santamarta)

Me envía Josemari

con la amabilidad que siempre tiene

esta emotiva foto

para que me deleite y la comente

a fin de publicar el comentario 

en este nuestro blog posteriormente.





 

Dice que está seguro

de que lo puedo hacer. Sin duda entiende

que siendo yo proclive a las nostalgias

no me puedo negar, naturalmente, 

a intentar escribir sobre la misma

algo de lo que evoca y me sugiere.

 

 Lo haré al alimón con este gato

que se nos ha infiltrado como huésped

y que bien nos pudiera hacer de guía

porque sabido es que el gato tiene                                                 

-según el popular decir- no sólo

una única vida sino siete,

de modo que tal vez nuestro minino

nos conociera a todos desde siempre.

 

Eso le pregunté y ya me ha dicho

que en efecto es verdad, que le parece

-haciendo un sumatorio de sus vidas-

ser ya setenta años los que tiene;       

que  nos conoce a todos  aunque ahora

dice estar ya más viejo, más enclenque

y más triste también porque los años              

le arañan la salud; y que se siente 

tan lleno de recuerdos que ya vive

más en tiempo pasado que en presente.

 

De su primera vida, en los cincuenta,

habiendo ya mediado el siglo veinte

dice haber sido hermosa y la más y grata

la mas esperanzada y sugerente

porque allí vio erigirse un gran colegio

que luego se llenó de  adolescentes,

y también el moderno santuario 

que estamos viendo ahora aquí de frente.

 

Ah, qué tiempos aquellos -me decía-;

tal vez no hayáis llegado nunca a verme

porque ya conocéis que a los felinos

nos encanta hacer vida independiente

pero puedo decir que cada día             

estaba yo al corriente 

de todos vuestros juegos, vuestros rezos,

de vuestras fechorías inocentes,

de las horas de estudios y de ensayos

y también de los múltiples quehaceres

con que el rígido horario de internado

os tenía ocupados y obedientes.

 

Nosotros, el común de los felinos,

gozamos “a natura” de la suerte

de disponer de  olfato, vista, oído…

en grado superior a otros vivientes,

de modo que podemos

ver con facilidad lo que sucede

a más larga distancia   

y escuchar más allá de las paredes.

 

Así que os veía

salir de vez en cuando al campo, alegres, 

-en días luminosos y apacibles

de los meses de abril, mayo o septiembre-

de excursión o paseo por caminos

entre las vides verdes

y regresar después, de atardecida,

cuando el sol mortecino del poniente   

enviaba sus rayos complacido

haciéndoos caricias en la frente.

 

Al igual que también en los recreos

os veía domar diariamente

el cuerpo en los deportes, como el fútbol,

o las rondas pedestres

circundando la finca al despertaros

a pesar de los días inclementes

de frío, viento, lluvia…

o, en alguna ocasión, también de nieve.

 

Pero también recuerdo

haberos husmeado muchas veces

-cuando andaba a mi bola

por espacios abiertos adyacentes

a los vuestros- en las horas de estudio

silencioso entre libros y papeles

viendo que vuestras caras de los lunes

ya esperaban las tardes de los viernes.

 

En muchas ocasiones reconozco

que me hice presente

en torno a vuestras aulas escuchando

-tumbado sobre el césped-

cómo os enseñaban, por ejemplo,

a situar los ríos y afluentes

a demostrar teoremas,

a saber de batallas y de reyes

a traducir del griego

a conjugar los verbos deponentes

en clase de latín, o en las de arte

a saber distinguir los capiteles.

 

A menudo también merodeaba 

en torno a las paredes

de las blancas capillas adosadas

Y allí en aquel rincón, junto a la fuente                       

que llamabais “del pulpo”,

me quedaba escuchando vuestras preces

al terminar el día con la salve

del “gementes et flentes

que aprendí de vosotros y que ahora

también recito yo cuando  anochece.

 

Algunas tardes puedo

todavía -haciéndome el valiente-

llegar a lo que un día fue el teatro

y  en actitud silente    

recitaba a mi aire algunos textos

que conservo indelebles,

de  Calderón, de Tirso de Molina… 

o de los divertidos sainetes 

que allí representabais

entre jolgorio y risa muchas veces. 

 

Mas cuando disfrutaba

con más fruición y más intensamente

era cuando asistía

-de incógnito también y como oyente-

a ensayos, a conciertos y audiciones

que en el día a día eran frecuentes.

 

No estuve en aquel tiempo ningún día

falto de compartir tales placeres

con vosotros. Por eso mi existencia

en  la primera vida fue una suerte

por sentirme agraciado entre sonidos

musicales que daban al ambiente         

un melódico aroma

que en mí quedó impregnado hasta el presente                      

sin que echara de menos 

otras modas vigentes, 

otros cantos modernos y bailables

que tenían su  auge en los “guateques”.

 

Ahora ya me falla la memoria

pero tengo recuerdos muy presentes    

de aquel colegio nuevo

donde fuisteis ayer adolescentes:

como cuando llegaban

vuestros padres, hermanos o parientes 

otra vez a abrazaros 

después de largo viaje en lentos trenes

y tras no haberos visto 

en dos, o tres, o cuatro o cinco… meses.

 

También entonces –digo- 

tenía la virtud de ser consciente

de vuestra cenobítica existencia

en la que, sin cumplir los doce o trece

tiernos años aún, se os vetaba

el espontáneo trato con la gente

por evitar, sin duda,

ceder a la atracción de las mujeres. 

 

Esta inconmensurable paramera          

tendida hacia el oeste,

que estamos viendo ahora, es el paisaje

que vosotros con pasmo adolescente               

contemplabais también todas las tardes

abstraídos y alegres,

antes que, inoportuno, aquel silbato

de sonido irritante y estridente  

os llamara al estudio 

a cumplir otra vez con los deberes

cuando el sol se alejaba hacia el ocaso

vistiendo de oro  el cielo del poniente.

 

Mis días van pasando entre recuerdos

en esta soledad y me entristece

rememorar aquellos tiempos vuestros

y hacer comparación con los presentes

cuando entonces llegaban

en piadosa afluencia muchos fieles 

cada semana santa,

para participar en los solemnes

oficios religiosos a este templo

movidos, tal vez sí, por ser creyentes

pero sin duda alguna

también por escuchar las excelentes  

voces de vuestro coro en la liturgia

que solo recordarlas ya estremecen

 

Pon atento el oído -me aconseja-

y ahora que se acerca el Santo Viernes

escucharás aún vivos los ecos

de cantos de pasión y los motetes  

de Otaño o Palestrina. Y sobre todo  

-del maestro Vitoria- el imponente      

“Oh vos omnes” glacial que en vuestras voces  

helaba el corazón a los oyentes.          

 

Hoy siento este vacío en el que estamos

y el silencio abismal que nos envuelve

ahora, en este instante. ¿Has visto acaso

este lugar así como aparece                

ahora ante nosotros? Sobrecoge  

mirar alrededor y no ver gente. 

El santuario mudo, clausurado…

sin que acudan a él o salgan fieles,

sin que tampoco brillen sus vidrieras

con el sol  de la tarde como siempre.

Hoy resulta verdad, mejor que nunca,

la idea original a que se atiene

su construcción: la forma de sepulcro

que se le quiso dar. Y eso parece.

 

Mira también la torre silenciosa,

mástil de soledad, como un ariete

en esta tarde-noche arrebolada

apuntando a la bóveda celeste;

tal vez como escapando 

de nuestro loco mundo que no aprende 

a convivir en paz, ni se ve libre

del dolor, de la guerra y de la muerte.            

 

Ya ves hoy cómo vivo -proseguía

nuestro viejo felino confidente-:  

Hice de este lugar en donde estamos 

ya mi último albergue

desde aquel día triste que vosotros,

mis amigos de siempre,

por caminos distintos, cada uno,

os habéis hecho ausentes.

Ahora que ya estoy sin compañía 

solamente me queda el aliciente  

de darme a los recuerdos

y al juego de beberme atardeceres.

 

Y aquí me quedaré frente a esta torre            

que señala a diario, persistente,

el puro cielo azul reduplicando            

el sueño vertical de los cipreses.

 

¡Cuántas cosas que fueron

-concluyó ya por fin mi confidente-

se van yendo más lejos todavía

y nunca jamás vuelven!


Santos S Santamarta

 

 

 

martes, 19 de abril de 2022

UNA TARDE EN URGENCIAS ( Por Eugenio Cascón Martín)

            nota del furriel: disfrutad de esta deliciosa historia cargada de humanidad.

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Queridos compañeros de antes y de ahora. Como llevo mucho tiempo sin aparecer por este foro y como el tema del colegio, como materia historiable, se me ha agotado, me atrevo, con la venia del señor Furriel, a endilgaros el siguiente relato, con tintes de realidad y humanidad, por si, en estos tiempos convulsos y tristes, es capaz de despertaros alguna sonrisa.


Eugenio.

 

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Llevaba un servidor bastantes días con un trancazo de los importantes que me traía a mal traer, resistiendo heroica o estúpidamente, según se mire, sin ir al médico, no sé muy bien la razón, a pesar de la alta fiebre y otros síntomas molestos. Hasta que una noche, durante un ataque de tos muy violento, algo se me rompió en las entretelas, en las cercanías del esternón y las costillas, de manera que cada vez que volvía toser veía desde las estrellas más próximas hasta las galaxias más lejanas, e incluso los agujeros negros.

            Puestas así las cosas, a la mañana siguiente me dirigí a las urgencias de un hospital que queda no muy lejos de casa, aunque la carretera tiene algunos vericuetos, muchas rotondas y varios desvíos, por lo que, si uno no la conoce, corre el riesgo de perderse. El caso es que llegué y, tras los trámites de rigor, me atendió una doctora muy joven y guapa, algo pija en apariencia, lo que no va ni mucho menos en menoscabo de su competencia, la cual me diagnóstico una fuerte gripe y, tras atiborrarme de antibióticos y otras pócimas, me recomendó que controlara mentalmente la tos y el dolor. ¡Mira tú qué bien! ¿Y cómo se hace eso?

            Volví a casa más o menos convencido, como siempre que te habla alguien que sabe más que tú de una determinada materia, pero por la tarde el pecho _el plexo solar de los entendidos_ comenzó a ponérseme de un color amoratado, tan oscuro que todo mi ser parecía estar sufriendo una mutación cromática. La mancha se extendía más y más, y el dolor al toser era cada vez más intenso, hasta el punto de que parecía como si una rotura ya existente se agrandara de forma progresiva e imparable. Y cada vez veía más cuerpos celestes, al tiempo que un agujero de los más negros parecía haber aterrizado en mi pobre anatomía.

            Pasaron unos días y la gripe iba cediendo, pero la oscuridad pectoral y el dolor crecían más y más, así que algo había que hacer, de manera que de nuevo me dirigí a la sección de urgencias de la citada clínica.

            

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Ya estoy aquí otra vez. Me encamino al mostrador donde recaban los datos de los pacientes y les dan las indicaciones precisas. Al mismo tiempo que me atiende una amable señorita, accede una pareja de personas muy mayores, cumplidamente octogenarios él y ella, que llegan muy excitados, discutiendo a gritos entre sí y culpándose de mil cosas, sobre todo ella a él. 

            Acabados los trámites previos, me pasan a la sala de triaje (aún quedan por ahí galicismos), donde ya esperan varias personas, cada una con su dolencia, como una mujer de mediana edad, cuya cara delata verdadero sufrimiento. Pocos minutos después, llegan Tomasa y Felipe (esos son sus nombres, a tenor de sus propias palabras), sin cesar de discutir, creando un verdadero alboroto en su entorno. Están ahora, además, muy confusos, ya que no saben cómo funcionan las cosas y cómo van a enterarse de cuándo les toca pasar. Alguien se lo explica, pero no lo entienden demasiado bien. Él está bastante sordo y despistado; ella bastante tiene con reñirle a todas horas. Son, como he dicho, realmente mayores y su habla delata procedencia de alguna zona rural, quizá de la provincia de Toledo. Ella viste de una manera algo estrafalaria, con un pantalón de falso terciopelo negro, una blusa roja y un anorak de color naranja; él es menudo y delgado, con el pelo blanco muy repeinado y de presencia muy aseada. 

_¿Y Manué? ¿Ánde está Manué? _pregunta casi con angustia Tomasa. 

Manuel, que debe de ser su hijo, aparece por fin, con ropa de faena. Ha venido a traerlos, pero no encuentra dónde aparcar y debe volver al trabajo.

_Anda, hijo, vete, que nosotros ya nos arreglaremos _lo tranquiliza ella, comprensiva. 

Me toca pasar, tras la espera correspondiente, y me atiende un enfermero joven, que me pide algunos datos, me toma la tensión, me pone un termómetro debajo de la lengua y me envía a la sala de espera, hasta que me llamen. Cuando salgo, reclaman a Tomasa, con la me cruzo. La miro de cerca y veo que la pobre mujer no lo está pasando demasiado bien. Tiene los ojos llorosos y las facciones contraídas, con la cara algo hinchada, como si le faltara el aire. Pero no calla un instante.

 

Sigo la línea de puntos rojos y me instalo en la sala, pero me llaman enseguida: box 5 (box en inglés es ‘caja’, ¿no?).  

Me recibe una doctora que no es la del otro día. Más madura y experimentada, con aspecto de madre amable. Me pregunta, me mira, me ausculta. Échese, levántese... 

_¡Cóño, cómo duele! _exclamo sin poder reprimirme. Y es que parece que, al doblarme, me rompo por dentro.

Me manda unos análisis y paso a la sala donde toman las muestras. El espectáculo de la gente allí aparcada, en espera, no es muy alentador. Hay personas con gotero, con oxígeno… La miseria humana.

Una enfermera me pincha, me extrae la sangre y me envía de nuevo a la sala de espera, hasta que estén los análisis y vuelvan a llamarme. Me han dejado prendida en la vena una vía, por si acaso hay que volver a vampirizarme.

_Imagino que esta vez también me llamarán pronto _pienso ingenuamente_, aunque, si hay análisis, la cosa siempre se alarga. Lo que no sospechaba era que se iba a alargar casi tres horas.

 

Ya en la sala de espera, me acomodo junto a la zona infantil. Los pacientes entran y salen de manera continua, se renuevan constantemente, aunque me voy familiarizando con algunos, sobre todo los que, como yo, se ven obligados a una larga estancia.

Detrás de mí han llegado, una vez más, Tomasa y Felipe, que se me sientan muy cerca. Está claro que van a ser mis más fieles compañeros durante toda la tarde. 

Siguen con su eterna pelea casi a gritos, sobre todo por parte de ella: se ve que es su manera de comunicarse al cabo de tantos años de convivencia. La gente los mira y hay quien sonríe discretamente. De nuevo están perdidos, tampoco aquí saben cómo ni cuándo van a llamarlos. Ven los tableros con los avisos, pero, aunque los conocen de otras veces, no recuerdan cómo interpretarlos: 

            _¡El cero, ese es el nuestro! _exclama Felipe, sin caer en la cuenta de que hay ceros en todas las casillas.

            Le explico que el cero lo tenemos todos en nuestra clave, que lo que tienen que mirar son las letras, las iniciales de su nombre. Pero entre que no oye bien y que está muy despistado, al hombre le cuesta entenderlo. 

            Una mujer les aconseja que tengan a la vista el papelito que les han dado al entrar, donde figura su clave, que es la que deben comprobar. Pero ellos ni siquiera son conscientes de haberlo recibido. 

            _Mira a ver dónde lo has puesto. Ya te lo he dicho yo y no me haces caso. Si es que no te enteras de na. ¡Cabezón, que eres un cabezón! Si metes la cabeza por ahí, no hay manera de sacarla _le grita Tomasa al pobre Felipe.

            Revuelven bolsos y bolsillos, y por fin aparece el dichoso papel, que blanden ansiosos, a la espera de ver reflejadas aquellas letras en la pantalla.

            _¡Claro, si es mi nombre, empezando por el apellido! _cae por fin Tomasa.

 

            Hay bastante gente, la mayoría, como suele ser habitual en este mundo nuestro, con el móvil desplegado: algunos hablan y casi todos escriben o trastean en él. Por allí está también la mujer de rosto doliente, a la que su compañero intenta consolar con mimos.

Hay también un señor, mayor y muy delgado, con gafas y gorra, acompañado de dos o tres hijas (una no sé si lo es o simplemente una amistad surgida en la espera) y un hijo. No se puede quejar de que lo hayan dejado solo. El hombre es callado y discreto, y tiene cara de sufrimiento, como la mayor parte. Será de los que permanezcan aquí mucho tiempo.

La espera se hace eterna. Cada vez que se oye el sonido característico de aviso, las miradas se dirigen ansiosas al tablero donde aparecen las claves y el número del box correspondiente (hay hasta nueve), con la esperanza de que coincidan con las de su boleto. Los agraciados salen casi de estampida; los demás, a seguir esperando. Por mi parte, para matar el tiempo (alguien tendría que estudiar esto de que se pueda matar el tiempo), juego a formar palabras con aquellos anagramas, como se hace en ocasiones con las matrículas de los coches.

El personal se va renovando. Entra una chica joven, muy mona, con pinta de niña bien, el pelo largo y rubio y, claro, móvil en ristre. Al momento llega su madre: se parecen. Aquí es fácil comprobar los parentescos.

Más casos: una madre joven con su hijo preadolescente, semejantes ambos hasta en la discreción. Se refugian, cómo no, en el telefonino. 

Irrumpen un hombre y su retoño (más o menos 18 años) y se sientan a esperar. Ambos son algo achaparrados y robustos, de cara más bien redonda y la nariz un tanto puntiaguda. El mismo gesto, los mismos movimientos. Un calco el uno el otro, solo que el padre está calvo y el hijo todavía no. Pero todo se andará: la genética es implacable.

Llega un papá joven con su niño de más o menos tres años, inquieto y exigente. Aunque por allí hay juguetes para que se entretengan, el pobre padre no sabe cómo mantenerlo tranquilo y callado. Un chico, con una pierna escayolada y sentado en las cercanías, corre el riego de ser atropellado por la criatura.

            Una pareja con un bebé: la misma frente altísima que él y los mofletes y el mentón casi escondido de ella. No se puede negar la paternidad compartida.

            Hay un hombre que no cesa de ir de acá para allá, de la sala al pasillo y del pasillo a la sala. Es alto y robusto, de recias nalgas y barriga prominente, aparte de una acusada calvicie que esconde bajo una gorra con visera, de las madrileñas de siempre. Camisa azul claro, que amenaza estallar por las costuras, pantalón negro de pana y zapatos de piel fina, de los de punta y pico, y hebilla plateada. El chaquetón de cuero reposa sobre una silla. Tiene pinta de tratante de ganado de los de antes, pero debe de ser constructor, contratista o algo así. No para de enviar y recibir llamadas, parece que ajustando obras o algo por el estilo, según se desprende de algunas palabras que se le oyen. Anota constantemente en un grueso cuaderno azul que lleva consigo. Se ve que es un hombre “sin estudios”, como suele decirse, pero de negocios y de acción, “hecho a sí mismo”.

            

Entretanto, Tomasa sigue a lo suyo, a sus lamentos y a la regañina constante a Felipe, el cual, o bien no la oye, o bien hace como si así fuera. Se ve que la pobre señora está cansada y pasándolo mal: 

            _Dame el movi, que voy a llamar a Mamen y a Pili.

            _Después _le dice Felipe paciente_, cuando estén todas las pruebas.

            _¡Qué despué ni despué! ¡Ahora! Dame el movi de una vez, pesao.

            A Felipe no le queda otra que ceder, una vez más, y ella llama a Mamen, seguramente una hija, y le cuenta lo que ocurre: “Estamos en el hospital. Después de comer, me he puesto mu mala, mu mala, con muchas palpitaciones, que parecía que el corazón me daba gritos y se me salía por la boca, así que nos hemos venío a urgencias. Nos ha traío Manué, pero el pobre ha tenío que irse. Me han dicho que está todo bien y solo falta la última prueba, una radiografía, y estamos esperando el resultao. De eso depende que me ingresen o no. Yo no quiero quedarme, pero si no hay más remedio…”.  

            Llama a Pili y le repite, punto por punto, la misma historia. Luego es Trini quien los llama a ellos. Otra vez lo mismo. Ya todo el entorno se sabe de memoria la historia de Tomasa, puesto que todo lo habla a gritos. 

            

El tiempo sigue pasando lento, muy lento. Ya va para dos horas y no nos llaman, ni a ellos ni a un servidor. Se me sienta al lado una pareja de hermanos, muy jovencitos, que hablan de exámenes y de la relación con sus padres. Los avisan enseguida. Otro chico joven, muy educado, cruza varias veces por delante para ir a depositar a una papelera cualquier pequeño desperdicio.

            La pobre Tomasa se mueve y se queja. Tiene frío y trata de cubrirse con el anorak naranja. Debe de encontrarse bastante mal, cada vez peor. No es justo que gente en estas condiciones tenga que esperar tanto. Felipe acude un par de veces a preguntar, pero les dicen que esperen, que pronto los avisarán. De nuevo suena su teléfono y quien los llama ahora es Manuel, el hijo que los ha traído. Todos oímos la enésima edición de la historia y los avatares de Tomasa y Felipe durante aquella larga jornada.

            _Manué, hijo, no vengas a buscarnos. Pa volver, cogemos un taxi. Total, pa nueve euros, no merece la pena que vengas _se conforma la mujer, a modo de remate de la conversación. Parece que viven cerca del hospital.

            _Llaman a todos menos a los del box 5, que es el nuestro. ¿Usted también va al 5? _me pregunta el bueno de Felipe, al ver que yo, como ellos, permanecía allí, con mi vía prendida en el brazo.

            _No, yo voy a otro, pero tenga un poco de paciencia, pronto nos llamarán _le digo, casi más por convencerme a mí mismo que a él, pues el cansancio termina por convertirse en un mal epidémico.

            

Una pantalla de televisión, instalada en la zona infantil, no deja de emitir dibujos animados para los más pequeños. Llega gente nueva, más padres con bebés. Ya no queda nadie del principio, a excepción de Tomasa y su Felipe y un servidor, puesto que la mujer doliente y el padre con las hijas se han ido.

            Por fin suena mi nombre a través de un altavoz horriblemente tonante. Me encaminan al box 5 (antes fue el 3, pero al final va a tener razón Felipe). De nuevo me recibe la doctora, que, según puedo enterarme, se llama Fátima. Me pide disculpas por la larga espera. Según me comenta, se les ha “caído” el sistema informático. Parece que la informática se ha convertido en el chivo expiatorio de todo lo que ocurre.

            Me dice que todo está bien, que los análisis no dan ninguna anomalía.

            _Pero me sigue doliendo mucho cada vez que toso, y esto está cada vez más negro, el hematoma se hace más y más grande… _protesto en tono suave y con buenas maneras.

            Me explica que es cuestión de tiempo, que el sangrado de lo que se haya roto por ahí dentro tiene que acabar de producirse. Más analgésicos, Trombocid tres veces al día y jarabe para la tos. La mujer es amable y persuasiva, termina por convencerme. Ya veremos cómo va esto. Por si acaso, me dice que vuelva el viernes, día en que ella le corresponde estar de nuevo estar allí.

            Paso a la sala de análisis, a que me quiten la vía.     Regreso unos minutos a la de espera, mientras oprimo el esparadrapo que me han puesto en el lugar del pinchazo para que no se me forme un hematoma. ¡Más hematomas no, por favor! 

La megafonía vocifera el nombre de Tomasa Benito. ¡Por fin! Pobrecillos, me alegro por ellos. ¿Se irán a casa en el taxi de nueve euros? ¿La dejarán ingresada? Me temo que eso nunca lo sabremos.

            Bajo al aparcamiento: casi diez euros. Menudo negocio: cuanto más se alargue la espera, mejor para ellos.  

            Al salir con el coche, me pierdo, cómo no, buscando el camino de vuelta. Ya es de noche y hay mucho tráfico, pero consigo llegar a casa. Por hoy, ya está bien de hospital.


Eugenio Cascón Martín

 

                                               

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