lunes, 1 de enero de 2024

EL ALMA Y LA LUMBRE (Por Pedro G. Trapiello)


Que la cocina era el nudo y el alma de la casa lo recuerdan con dulce o triste nostalgia quienes la vivieron así, amplia, con su aparador, alacena o vasar, su ancha mesa y su escaño, cocina siempre poblada de gente y trajín; más en el campo. Hoy, empero, en su viejo horno sólo cuece una hogaza de soledad y el sinsentido, si es que vuelven a encenderlo alguna vez. En la cocina, siendo invierno, había lumbre todo el día y parlamento de cazuelas que aguardaban a soltar su alegato en los platos invitando a la cháchara cameral en almuerzos o cenas porque ahí se sentaba la familia entera entre dos fronteras: los abuelos y la última criatura en su capazo-moisés o en tacatá-pollera. Casi todo lo que se comía venía de la huerta -donde las berzas tuteaban a la helada- o del corral con sus conejos, huevos todo el año y su gallina vieja pidiendo pepitoria. Como no había frigorífico, eran su viva nevera natural; y la fresquera, su vicaría en el ventano que da al norte, mientras que en las baldas de la despensa se alineaba el parapeto para tiempos «de no»: conservas, pimientos embotados, tarros de tomate o mermeladas, orzas de manteca, nueces, ablanes, frutas de resistencia o patatas en arcón, colgando de sus varales la alegría de una matanza que fue fiesta: chorizos, costillares, entrecuesto, un jamón, dos lomos, la androlla... Y en asomando patronos o navidades, aquella cocina se hacía obrador de mujeres con alguna vecina horneando pastas, mazapán y sequillos o cociendo carujas en vino y canela... y con rapaces como gatos atentos a las caídas y que un día mandaron a la ciudad a estudiar o a otros futuros creyéndolo progreso al poder huir de una vida carcelona, forzada y austera. Su cocina, hoy en la ciudad, es exigua y sólo se logra entrar en ella de lado; no hay cháchara ni abuelos ni guisos ni potreo de críos, sólo un minino quizá, pues aquel rapaz es hoy ya viejo y, como sus difuntos padres en el pueblo, rumia agria soledad mientras con él sólo habla el tictac-tictac del heredado reloj de pared que minuta sus finales. ¡Cómo cambió el mundo en sólo dos o tres generaciones!...

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