sábado, 25 de octubre de 2025

Don Antonio y los últimos de Filipinas (Por Lalo F. Mayo)

Don Antonio y los últimos de Filipinas


Domingo de Guzmán era un hombre apasionado por dar a conocer a Jesucristo, por predicar el evangelio. Esta pasión fue la que en 1215 le condujo a fundar la Orden de Predicadores, conocida como los dominicos. Pero es mejor llamarla Orden de Predicadores. No de predicadores de cualquier cosa, sino de predicadores de la fe. 


Durante ocho siglos y unos pocos años más, los dominicos han llevado el espíritu de su fundador  por todo el mundo; de esto a todos nos informaron sobradamente durante seis, siete... diez años, y algunos pocos, más, así que no pormenorizaré más.  


Como ejemplo de lo que digo os cuento que hace un mes hice un viaje por la provincia de Cádiz que empezó en Sanlúcar de Barrameda. Además de la manzanilla, endémica y exclusiva del municipio, me abrumó la iglesia de Santo Domingo con dineros del duque de Medina Sidonia, a la sazón llamado Alonso Pérez de Guzmán y Zúñiga, y su mujer, Ana de Aragón, y luego con los de la condesa de Niebla (regente de la Casa de Medina Sidonia), Leonor de Sotomayor y Zúñiga y su esposo, Juan Claros Pérez de Guzmán y Aragón en la llegada del año 1600. Dicen las crónicas que la devoción de los Pérez de Guzmán, herederos de aquel noble que tiró su puñal a los moros desde el castillo de Tarifa para que mataran a su hijo y que luego acabó en una columna a la entrada de León mirando para la estación (me perdonaréis por esta burda rima consonante) no era casual. Aunque al parecer las familias de ambos Guzmán no tenían nada que ver, a los condes del sur  andaluz les parecía bien la familiaridad con el del norte castellano, y, como decía ahí arriba, dieron sus buenos dineros para construir un gran convento en el que alojar a los dominicos en Sanlúcar. La ciudad, en la desembocadura del Guadalquivir, era la cabeza de puente con América, con el permiso de los muelles fluviales de Sevilla, donde en los buenos tiempos no cabían más barcos. 


El convento sanluqueño era inmenso y todavía hoy se puede ver su contorno, totalmente machacado, primero por los soldados franceses de Napoleón, y tras la Desamortización de 1835, adjudicado —mira tú lo que son las cosas—, a un Argüeso que había nacido en Arija y que  tras pasar por Cuba aprovechó aquellas grandes estancias frailunas para montar una bodega que hoy sigue abierta, aunque el dueño ya no tenga nada que ver con la gente de Arija. Eso sí, las botellas de manzanilla siguen ostentando con honor el viejo apellido de los Argüeso.





¿Y por qué un convento tan grande en Sanlúcar? En primer lugar, porque quien lo pagó tenía plata suficiente para hacerlo: eran Pérez de Guzmán, Medinaceli, Sotomayor, Medina Sidonia... lo más granado de la aristocracia española. En segundo lugar (o tercero, según se mire) porque así se ganaban —pensaban todos ellos— un lugar en el cielo pese a los muchos pecados que cometieran. Y en tercero (o segundo, según se mire), porque dada la simpatía que se supone mutua entre los Guzmanes, la Orden necesitaba un alojamiento adecuado para los centenares de frailes que desde todo el continente europeo, y especialmente desde España, preparaban su viaje a los paganos territorios de América.


Al principio del siglo XVII era fácil hacer la travesía porque estaba marcada con claridad desde hacía doscientos años en todas las cartas de navegación, pero para empujar los barcos eran necesarios los vientos además de las corrientes, y también emplear un tiempo en armarlos para una navegación de uno o dos mese que no por conocida era menos peligrosa para aquellos cascarones de madera. Así que los barcos, ya listos en Sevilla, bajaban por el río hasta Sanlúcar y allí fondeaban a veces durante semanas a la espera de que la Aemet, o quien fuera, les anunciase buenos tiempos para la travesía. Y mientras tanto, los enfervorecidos misioneros se amontonaban en aquel gran convento a la espera de que les tocase abordar su barco para ir a evangelizar indígenas.





A conocer estas cosas que cuento (y otras que callo por no hacerlo muy largo) me llevó el asombro que me produjo la visita a la iglesia que fue de aquel convento, desde principios del siglo XX parroquial del barrio bajo de la ciudad. Prometo que solo diré en dos líneas cómo es y el resto, si hay algún interesado, lo podrá ver en Internet, donde hay sobrada información.  Ahí van las dos líneas: Su estilo es renacentista con muchos elementos manieristas; está realizada toda ella en sillería de piedra,  tan toda ella que hasta el retablo del altar mayor lo es, sin rastro de madera, y si allí hubiera habido sede episcopal, esa sería su catedral sin añadir ni una piedra. 





¿Y el órgano?, hermoso, y sé de dedos que disfrutarían pasando por sus teclados.




Creo que ya dije que en octubre de 1911 (no me hagáis subir ahí arriba para releer y confirmarlo)  la iglesia pasó a ser sede de la parroquia del mismo nombre. Y puedo decir también, por si la curiosidad empuja a alguien a profundizar en el asunto, que la primera boda oficial que se celebró en ella fue la de  un tal Manuel Martín y una tal Isabel Cortés, el 16 de noviembre de 1911 por más señas.


Y si la curiosidad por saber os incita de nuevo, hallareis una rocambolesca historia protagonizada por los lectores dominicos del convento (el de Ética, Retórica, Filosofía... esas disciplinas, ya sabéis) que por lo visto eran unos consumados vivalavirgen y tenían a todo el pueblo escandalizado con sus correrías: nocturnidades, tabernas, chicas malas (es de suponer que también alguna buena) en tal grado todo ello que intervino la justicia civil y hasta el obispo tuvo que intervenir, metiendo en baza al padre prior, al provincial y hasta el mismísimo padre general.  Todo quedó registrado por escrito y se encuentra todo el proceso en este Internet de nuestros pecados.


También pecados, pero leves, debían ser los del párroco don Antonio, nombre ficticio de un personaje real que vivió mucho más recientemente, a punto de finalizar el siglo XX. En la acera de enfrente de la hermosa entrada principal de la iglesia se había abierto, en los mismos días que Santo Domingo pasó a ser parroquia y en la calle de Santo Domingo por más señas, el bar La Habana , que servía a sus parroquianos las mejores manzanillas de Sanlúcar, de las Bodegas Herederos de Argüeso S.A. Don Antonio, al parecer aficionado a todo lo bueno, nunca desdeñaba la ocasión de que le escanciaran una manzanilla y por esta razón hacía frecuentes viajes al bar que tenía enfrente, nada más cruzar la calle. Por esta razón don Antonio pasó a ser uno de los personajes más populares de la ciudad, y los vecinos de por allí, siempre dados a los ingeniosos apelativos definitorios, le pusieron por buen mote el de El Caribeño, por sus habituales viajes entre Santo Domingo y La Habana.


La falta del buen párroco debió sentirla profundamente el bar La Habana, porque aún no había terminado el año 2000 cuando desconocidos problemas del establecimiento le obligaron a cerrar sus puertas permanentemente. No obstante, los herederos de Argüeso, en agradecimiento por el siglo que había puesto sobre el mostrador sus caldos dorados a disposición de la feligresía de don Antonio (y de él mismo),  dedicaron una placa al establecimiento que ahí sigue, sin que nadie haya osado mancillarla.


Ante todo lo dicho seguro que os habréis dado cuenta de que Sanlúcar me ha parecido una gran ciudad que visitar, bien comida y bien bebida (siempre con moderación, claro. 


COROLARIO. Estaba yo pensando hace un rato cómo abordar sin mucho esfuerzo todo esto que os acabo de contar cuando se me cruzó, en esas búsquedas por el inmenso jardín de senderos que se bifurcan (gracias, Borges) que es Internet, un texto pormenorizado que contaba la defensa de Baler, que conocemos como la épica resistencia de los últimos de Filipinas. Una historia me hizo saltar a otra (ya sabéis cómo brinca el cerebro a estas alturas, que no se está quieto mientras el sol está entre el horizontes) y después de pensar en los inmensos números que salen en ocho siglos de contar conventos, riquezas, frailes y sobre todo influencias y poder en los mejores salones del mundo, aquella aventura que inició Domingo de Guzmán y Aza en el año 1215, ha venido a dar en estos días, en estos años, en este siglo... tan lejos de donde siempre mereció estar.


No sé si os habéis parado a pensar que, después de que cuando nosotros —los que posamos en aquella foto tomada un alegre día del otoño de hace ya 18 años— fuimos dejando vacías, los primeros las camarillas, y los más resistentes los hábitos, el semillero mesetario se tuvo que cerrar y los grandes conventos empezaron a vaciarse paulatinamente por la ley de la vida.


Miro esos ocho siglos atrás y veo el papel que la Orden de Predicadores tuvo en el mundo (también las demás órdenes, pero es la nuestra la que ahora me importa) y nos veo con diez años, en pantalones cortos  y cara de despiste cruzando aquellos largos pasillos cada primero de septiembre de los años sesenta y no puedo menos que reconocer que no estuvimos a la altura. No sé si para bien o para mal, eso que cada uno lo determine si lo cree necesario, pero a la altura no estuvimos. Tampoco hay que sufrir por ello, que hemos ido llenando la vida lo mejor que hemos sabido y nos gratifica el día de nuestro cumpleaños, cuando la casa se nos llena de niños, los nuestros, o por mejor decir, los de nuestros hijos.


No sé por qué he terminado ahora con este corolario reflexivo, que yo no soy así; quizás por el contraste que me supuso presenciar la grandiosidad de que se dotaba en 1600 a la simple iglesia de un convento dominico. Pero la verdad es que yo solo os quería contar la historia de don Antonio.


Salud

Lalo


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