miércoles, 10 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 1 . Piluca

 

1. Piluca

Piluca era una niña morena de nueve años, uno menos que yo. Tenía una melenita negra ligeramente rizada, ojos negros, labios finos y rostro triangular y delgado. No era muy expresiva y por lo tanto no era fácil saber si estaba contenta o cabreada. Si había tenido un buen día y estaba contenta, su sonrisa, entre tímida y misteriosa, apenas se dibujaba en sus labios. Tampoco hablaba demasiado pero su timidez aparente era eso, pura apariencia, porque al final siempre se terminaba jugando a lo que ella quería. Convencía a la pandilla de amigos con una voz suave y meliflua irresistible. En definitiva, era una niña muy mona, como se decía entonces, y con mucho peligro.

Piluca vivía en una casa que ya no existe en la actualidad, situada al principio de la calle Mayor de Palencia. No sobrevivió a los modernos bloques de seis pisos que empezaron a ponerse de moda allá por los años setenta. El portal de la casa era enorme, un portalón por el que podía pasar perfectamente una tartana con caballo incluido. La casa tenía dos plantas y ella vivía en la de arriba. En el primer piso vivía la condesa de Castilfalé, una señora muy mayor, arrugada como una pasa, vestida de negro de la cabeza a los pies y con muy mala leche. Se hacía acompañar la condesa en sus breves paseos por otra señora también muy mayor y también con muy mal genio. A la condesa yo la distinguía de lejos porque llevaba siempre un velo de los de ir a misa y un bastón negro con empuñadura de plata y la acompañante nada. Vistas de lejos, que es desde donde yo las veía siempre, no se sabía quién se apoyaba en quién para caminar, más bien parecía que ambas se sostenían mutuamente, como si estuvieran pegadas por los hombros, y si una tropezaba las dos se irían al suelo. Siempre que las veía procuraba ahuecar el ala, más que nada por prevención, porque la condesa tenía fama de tener manía a los niños, siempre ruidosos y desordenados, cosa que le oí decir un día que se acercó demasiado porque yo estaba de espaldas y no la vi llegar.

Sin embargo, a pesar de ser poco sociable, la señora condesa era bastante amiga de la madre de Piluca, que también era algo huraña y de la que nunca conseguí saber su nombre, básicamente por falta de interés.

Una mañana coincidí con la condesa, su acompañante y la madre de Piluca en la carnicería de Julio, que estaba al lado de su portal. Yo acompañaba a mi madre para ayudarla luego con las bolsas de la compra. Julio, el carnicero, era un cachondo. Tenía el rostro casi cuadrado, con potentes mandíbulas y un mostacho negro enorme. Contaba chistes a las clientas. Aquel día le dijo a una de ellas que haría bien en comprar un chorizo de Pamplona que tenía en el mostrador porque no lo iba a encontrar igual de bueno en ningún sitio. Fíjese doña Asunción si será bueno —le dijo muy serio— que el otro día se lo llevaron para una boda y los novios se volvieron a casar otra vez al día siguiente para poder repetir. La clientela se rió pero la condesa, su acompañante y la madre de Piluca ni se inmutaron. Sin embargo pidieron todas cuarto y mitad de ese chorizo. Nunca llegué a entender bien lo de «cuarto y mitad». Supongo que les resultaría más fácil que decir trescientos setenta y cinco gramos. Y tampoco comprendía yo porqué «trescientos setenta y cinco gramos» y no «cuarto» o «medio», que es una pesada más redonda y no se escatimaba en la ración de nadie, porque lo del cuarto y mitad siempre me dio la sensación de tacañería o de tratar de tener a alguien a raya. Pero como a mí se me dieron siempre mal las matemáticas solía abandonar rápidamente este tipo de cavilaciones y vacuidades.

A Piluca la conocí al principio de las vacaciones de verano del año 1959. Mis amigos José Luis Sánchez, Javier Calleja —alias «Poti»—, y yo estábamos jugando a las canicas cuando se acercaron dos niñas. La primera, Geni, era hija del doctor Pajares, un pediatra que vivía y tenía la consulta en el portal de al lado de mi casa, y por lo tanto ya la conocíamos. La segunda era Piluca, amiga del cole de Geni. Entonces, entre niños, no se hacían presentaciones formales, así que como en ese momento no me tocaba jugar y las niñas solo estaban mirando, me acerqué intencionadamente y les dije que si querían jugar, pero Piluca dijo que ese era un juego de niños y que prefería mirar un rato. Piluca me gustó desde el principio y a José Luis Sánchez ya hacía tiempo que le gustaba Geni. En cambio a Poti, que era muy tímido, no parecían gustarle ninguna de las dos y los días siguientes se dedicó a hacer la guerra por su cuenta en vista de que el interés de sus amigos empezaba a desplazarse hacia las niñas.

Como las canicas no era un juego de niñas propuse jugar al escondite, que era un juego más global, y aceptaron. La verdadera razón de que «no era un juego de niñas» me la aclaró Piluca: para jugar tendría que agacharse y entonces se le podía ver lo que no se podía ver. 

Se acordó por unanimidad que Poti era el que tenía que pillar a los escondidos después de contar hasta veinte, un tiempo más que prudencial porque el parque en el que jugábamos, enfrente de casa, estaba lleno de árboles y arbustos por todas partes y no era difícil desaparecer en cuestión de segundos. En cuanto Poti se tapó los ojos cogí a Piluca de la mano y me la llevé detrás de un seto alejado y tapado además por otros arbustos, con lo cual era imposible que se nos viera fácilmente. Nos agachamos y entonces vi las rodillas y parte de las pantorrillas de Piluca. Eran muy morenas y brillantes y eso me produjo un confuso hormigueo por todo el cuerpo, a causa de lo cual descuidé la vigilancia. Pero Poti era muy despistado y se desorientaba enseguida y en cuanto me recuperé de la impresión de las pantorrillas de Piluca me di cuenta de que en ese momento Poti caminaba en dirección contraria a nuestro seto, lo cual me permitió preguntar sin agobios a la niña cómo se llamaba mientras volvía a fijarme disimuladamente en sus piernas. Ella me contestó que se llamaba Pilar y que sus amigas la llamaban Piluca, pero me lo dijo mientras se estiraba la falda para taparse un poco, lo cual significaba que se había percatado de mis insidiosas miradas sobre sus sedosos y consistentes muslos. Pero a mí no me importó demasiado porque estábamos muy pegados, o mejor dicho, yo me había pegado mucho a ella con la excusa de escondernos más adecuadamente, lo que no era más que una coartada para rozarla o cogerla de la mano o del brazo y sujetarla para que no se moviera y nos viera Poti.

No recuerdo bien cómo terminó el juego. Lo único que recuerdo es que llegó la hora de comer y se tuvo que ir a su casa que, por cierto, estaba muy cerca de la mía. Pero antes conseguí quedar con ella para que volviera por la tarde a jugar otro rato. Y como Geni y Piluca siempre andaban juntas fue Geni la que dio su aprobación, porque a Geni también le gustaba, y mucho, José Luis Sánchez, cosa que se notaba bastante por las miradas que le echaba de soslayo de vez en cuando.

En cuanto se fueron las niñas, José Luis me dijo que se notaba que me gustaba Piluca tanto como Geni a él. Lógicamente me hice un poco el duro negando los hechos, aunque sin demasiada consistencia ni interés. Y algo parecido debió suceder con las dos niñas, que se fueron hablando, o cuchicheando para ser más exactos, mientras lanzaban miraditas disimuladas pensando que nosotros no las mirábamos…

Fueron pasando los días y enseguida cuajó el asunto de tal manera que ya no necesitábamos quedar a una hora determinada. Durante las vacaciones de verano los niños bajábamos a jugar al parque después de desayunar y las niñas llegaban una hora después, sospecho que porque andaban entretenidas en tareas domésticas, cosa muy normal en la época. Después ya todo se desarrollaba rutinariamente: Para empezar las niñas jugaban a algún juego de niñas y los niños a las canicas y a continuación ya todos juntos al escondite, jueguecito que, estando Piluca, era mi preferido porque siempre nos escondíamos juntos, cosa que también hacían José Luis y Geni, y es de suponer que también harían las mismas o parecidas cosas una vez escondidos. Y por supuesto, Poti a lo suyo, que era tratar de encontrarnos, cosa que nunca sucedió y no solo porque fuera despistado, sino también pasota. Un día, después de haberse ido las niñas, se le ocurrió protestar porque siempre le tocaba a él contar hasta veinte y buscar al resto. Se le dijo con claridad que se echase un ligue y entonces ya veríamos, pero de momento las cosas estaban como estaban y punto.

Algunos días más tarde, ya escondidos Piluca y yo detrás de un seto espeso y, por si fuera poco, oculto por otros setos, le regalé un pirulí de fresa. Le gustó tanto que me dio un beso en la mejilla. Me puse colorado como las tripas de una sandía y ni corto ni perezoso se lo devolví, y ella sonrió levemente dando a entender que la había gustado. Y aprovechando que estábamos agachados y ella tenía, como siempre que se agachaba, las rodillas al aire, le puse la mano en la que tenía más cerca, pero rápidamente se estiró la falda y se puso algo seria, con lo cual supe que me había pasado un pelín, aunque no tuvo consecuencias porque en los días siguientes la cosa siguió por el mismo camino hasta que ella me puso la mano en el hombro disimuladamente pero haciéndome ver que se apoyaba en mí para no caerse, por lo que comprendí que estaba dispuesta a seguir estrechando lazos. A esas alturas del juego Poti ya había dado la vuelta completa a la manzana, o al parque, según el día, pero no protestaba por no encontrarnos, en parte porque eso se convirtió primero en costumbre y luego en norma y él lo soportaba con un estoicismo digno de loa y muy de acuerdo con su carácter un tanto indolente y flemático.

Uno de aquellos días, y en vista de los avances ya consolidados, aproveché para atraer a Piluca hacia mí cogiéndola por la cintura con el pretexto de que así se ocultaba mejor detrás del seto. No dijo nada. Es más, se animó más de lo necesario o requerido y comprendí que podría hacer acercamientos más consistentes sin demasiados problemas, así que quedamos en que al día siguiente la llevaría a un pequeño bosquecillo que estaba detrás de la estación del ferrocarril porque allí había unas flores muy bonitas y le quería regalar una. 

Mi abuelo había sido jefe de la «Estación del Secundario», que era el tren que iba a los pueblos de los alrededores de Palencia y, naturalmente, yo conocía a la perfección todos los recovecos de aquella estación, y sabía que en aquel momento había unas enredaderas que daban una flor muy rara y original que llamaban «pasionaria» y que con toda seguridad le iba a quedar muy bien a Piluca prendida en su melena negra. Todo sucedió según lo previsto: La llevé al licencioso y tentador escenario oculto por una tapia de ladrillo muy oportuna, la cogí de la mano y me acerque a la enredadera, corté una de las flores más grandes y se la puse en el pelo sobre la oreja izquierda, y luego le dije que estaba guapísima, algo que ya tenía muy ensayado, y entonces ella se me acercó y me dio un beso, muy superficial y tímido, pero en los labios, a consecuencia de lo cual me cocí tanto por dentro como por fuera. Y entonces pasó por allí una señora muy vieja, toda vestida de negro como los cuervos y nos dijo que no teníamos vergüenza y que la juventud de hoy día estaba perdida sin remedio y que Dios nos castigaría con las penas del infierno. Nos dio un susto de muerte y nos echamos a correr para desaparecer de allí lo antes posible. Por suerte, y a pesar de las prisas, Piluca, en previsión de males mayores, se había arrancado la flor para correr sin riesgo de perderla y cuando paramos de correr abrió la mano y me la enseñó con una media sonrisa. Lo cual me hizo comprender no solo que la flor le era valiosa como regalo mío, sino que además tenía sangre fría. Le pregunté que si quería que se la pusiera de nuevo en el pelo pero me dijo que se la iba a llevar a casa para guardarla en una cajita secreta donde guardaba sus cosas, con lo cual entendí que Piluca iba en serio conmigo y reconozco que, aunque me dio algo de miedo, no me causó ningún trauma reseñable.

Naturalmente Piluca le contaba todas estas cosas a Geni, y Geni, viendo que José Luis Sánchez era muy poco detallista en comparación conmigo, empezó a darle calabazas y a hacerle desaires. José Luis se mosqueó y me dijo que no sabía qué pasaba con Geni porque últimamente no le hacía mucho caso. Yo le dije que tendría que hacer algo rápidamente si no quería tener más problemas. Le sugerí que le regalase una flor como había hecho yo porque, además, lo tenía fácil: El parque en el que jugábamos estaba lleno de rosas, margaritas, pensamientos y otro montón de flores para elegir, así que en vista de la abundancia no tenía por qué tener problemas. Me cuidé mucho de informarle sobre mis pasionarias, una flor que yo consideraba exclusiva de Piluca.

Entonces, ni corto ni perezoso puso en práctica el plan que consistió básicamente en arrancar una rosa y colocársela sobre la oreja a Geni. Pero el muy bruto, aprovechando que estábamos todos sentados en un banco del parque frente a varios rosales, se levantó, se acercó al rosal que tenía más cerca, sacó una navaja y cortó una de las rosas más grandes y más feas que había; pero también se pinchó con una espina en la yema del dedo y se puso a sangrar como un cerdo. Luego, chupándose la sangre del dedo, se acercó a Geni y le encasquetó la rosa sobre la oreja y también la pinchó a ella con otra de las espinas que no se había molestado en quitar. Y además le manchó la cara de sangre con su dedo. Para colmo la rosa tenía pulgones, o sea, «bichos» para Geni, y entonces gritó horrorizada. Y por si eso fuera poco la rosa, que además de enorme estaba medio despeluchada, le quedaba fatal en el pelo porque Geni era pelirroja y la rosa no se distinguía bien al ser de color parecido y aquello no encajaba ni a tiros. 

Todo concluyó con la huida de Geni hacia su casa para lavarse y quitarse los bichos; la rosa tirada en el suelo totalmente deshecha y con los pétalos esparcidos; y para colmo, el guarda que cuidaba el jardín, y que nos tenía fichados, nos echó una bronca enorme a todos por vándalos y brutos y luego nos amenazó con denunciarnos a los guardias para que aprendiéramos a ser respetuosos, y si hubiera sido hoy habría añadido «con el medio ambiente».

José Luis estuvo dos días castigado en su casa sin salir porque sus padres se habían enterado del asunto y en aquellos tiempos estas cosas no se tomaban a broma. Cuando volvió a aparecer me dijo que todo había sido por culpa mía, así que tuve que ponerle las pilas y le dije que la culpa había sido suya por hacerlo todo tan rematadamente mal y que la próxima vez tendría que hacerlo todo con más delicadeza y en privado, y no delante de todo el mundo y con prisas, el muy inútil. Le sugerí que probara con un pirulí de fresa, que solía dar muy buenos resultados, y más con Geni que era muy adicta a esas cosas. Al final lo hizo y consiguió que todo volviera a su cauce, más o menos, pero sobre todo porque a Geni solo le quedaba Poti en el grupo, lo cual era todavía peor. La cosa es que a partir de ese momento José Luis me consultaba todos los pasos que pensaba dar con Geni antes de darlos, por si acaso, pero como no tenía mucha iniciativa tampoco daba mucho trabajo con preguntas estúpidas.

F

Poco a poco las cosas con Piluca avanzaban y un día que estábamos jugando al escondite para variar, alguien dijo que había otros juegos más interesantes. Creo que fue Geni la que tuvo la ocurrencia, porque como su padre era médico pediatra y la niña tenía cierta costumbre de ver cómo se desarrollaba una consulta, no tenía nada de extraña la idea. 

El juego se llamó «médicos y enfermeras» por aclamación popular y no era muy original pero sí interesante por muchas razones. A todos nos pareció bien y empezamos a organizarnos. Alguien hacía de médico o enfermera —entonces no había médicas— y el resto de pacientes. Por razones de proximidad profesional Geni empezó haciendo de enfermera y empezó a tocarnos la frente para ver si teníamos fiebre: Estábamos todos estupendamente, pero cuando me tocó a mí ser médico decidí ejercer responsablemente la profesión y determiné incluir la norma de que a todo el mundo le tenía que doler algo para que yo le pudiera recetar algo. Todos de acuerdo. Así que le empecé a preguntar a José Luis qué le dolía y entonces me dijo que la garganta, de manera que le receté un caramelo de menta y le mandé a la farmacia a comprarlo, es decir, a un puesto de chucherías que había cerca. A Geni también le dolía la garganta así que la mandé detrás de José Luis al mismo sitio. Luego le tocó el turno a Piluca y también le dolía la garganta, pero como no podía mandar a todo el mundo al mismo sitio le dije que para lo suyo era mejor una inyección. Supongo que ella comprendió que la cosa podría desmadrarse y me acercó rápidamente su brazo, en sustitución de zonas más comprometidas, para que yo simulara la inyección, pero con una expresión de cordera degollada dispuesta a todo que me puso la carne de gallina. Esa fue la primera vez que se me amotinaron los instintos con una contundencia tan inusitada como desconocida para mí, algo que no debió pasar desapercibido para Piluca que inmediatamente olió el peligro y se fue corriendo a su casa aunque todavía no era la hora de comer, pero supongo que era mejor llegar pronto que demasiado tarde, o por mejor decir, era mejor no llegar demasiado pronto a determinadas cosas que podrían quedar para más tarde. En consecuencia me quedé con un palmo de narices, es decir, solo, porque los que se habían ido a lo del caramelo de menta no habían vuelto y solo quedaba Poti, el cual no tenía intención de declararse enfermo, o tal vez no se le había ocurrido ni tan siquiera lo del dolor de garganta, así que yo también me levanté y me fui a mi casa a esperar tiempos mejores.

En realidad llegaron tiempos peores porque algunos días más tarde, un domingo por la mañana concretamente, sucedió un hecho traumático. A mí me acababan de dar mi paga semanal, es decir, una peseta. En aquellos tiempos una peseta daba para mucho. Automáticamente fui al puesto de chucherías y me compré una caja con tres bengalas. Las bengalas eran como una cerilla grande que cuando se encendía saltaban chispas al estilo de las varitas mágicas de las hadas que se veían en los tebeos de las niñas. También me compré una pelotita de goma del tamaño de una canica de las grandes y tres cigarrillos de anís que dejaban un sabor terrible en la boca y luego había que lavarse en la fuente del parque para que no se notara en casa que habías fumado, cosa que conseguí alguna que otra vez. En todo ello me gasté sesenta y cinco céntimos. Los otros treinta y cinco se quedaban en la reserva para el resto de la semana. La compra dominical era siempre la misma. Con las bengalas jugábamos por la tarde y el juego consistía en perseguir y asustar con las chispas a las niñas, las cuales hacían como que se asustaban mucho aunque en realidad les encantaba ser perseguidas. Poti no solía participar en esto porque él no compraba bengalas. Prefería gastarse el dinero en pirulís y chicles y odiaba correr aunque fuera detrás de una chica.

La cuestión es que a Piluca le habían puesto ese día una falda muy bonita de gasa o tul de color rosa porque un primo suyo había hecho la primera comunión y, naturalmente, la ocasión lo requería. Así que en una de esas idas y venidas bengala en mano, una de las chispas le cayó en la falda y el resultado fue un agujero por el cabía perfectamente un dedo. Piluca gritó y lloró y se fue corriendo a su casa. Allí le debieron echar una bronca tremenda. Luego su madre la cogió del brazo y le conminó a acompañarla a mi casa para que mi madre viera los desperfectos y, supongo, para exigir una reparación económica. Vi avanzar a las dos en nuestra dirección desde que salieron de su casa y por la manera poderosa y decidida de caminar de la madre de Piluca me pude dar cuenta instintivamente de que aquello se empezaba a complicar muy seriamente. En consecuencia José Luis Sánchez, Geni, Poti y yo desaparecimos del escenario del crimen a toda velocidad. Poti se fue disimuladamente hacia su casa, sin demasiadas prisas. No le gustaban las broncas ni las prisas.

No sé exactamente lo que pasó entre mi madre y la de Piluca, nunca lo llegué a saber, pero el caso es que al cabo de un rato salieron las dos del portal, la madre dando collejas a Piluca y Piluca llorando mansamente. La escena la observamos los tres escondidos detrás del tronco de un enorme castaño que había en el parque a escasos metros de casa.

A Piluca le castigaron varios días sin salir y a mí me echaron una bronca tremenda, pero no hubo más.

El segundo día sin Piluca, Geni prometió ir a verla para saber hasta cuando iba a durar el castigo y, por si era de utilidad, yo me gasté unos céntimos en comprar un pirulí para que se lo llevara de mi parte con el fin de paliar los terribles daños causados, sobre todo los inmateriales, que eran los peores. Al final Piluca reapareció al tercer día y todo volvió casi a su estado normal, como si no hubiera pasado nada, pero a partir de entonces las cosas se enfriaron un poco porque Piluca puso algunas barreras a su alrededor que me impedían el paso. Lo que antes era normal ahora siempre iba con un no por delante, de manera que yo empecé a sospechar que aquello se había terminado. 

Pero casualmente, al empezar el curso siguiente, volviendo yo del colegio, me encontré con una niña que era vecina nueva en mi portal y como iba en la misma dirección empezamos a caminar juntos y además me ofrecí a llevarle la cartera del cole. La niña me dio las gracias y también un beso en la mejilla. Y todo eso sucedió en la acera de enfrente al portal de la casa de Piluca. Y Piluca lo vio. Yo no me di cuenta de eso, pero esa misma tarde Geni me preguntó si ya no me gustaba Piluca y yo le contesté que no estaba seguro de que Piluca tuviera algún interés en mí porque hacía tiempo que se negaba a todo, estaba conmigo más seria de lo normal y ni se acercaba a mí, siempre se sentaba al lado contrario de donde yo estaba, y ese tipo de cosas, así que si ella no me hacía caso pues yo tampoco.

A Geni le faltó tiempo para contarle todo esto a Piluca y a Piluca le faltó tiempo para apearse del burro y volver a poner las cosas en su sitio. Fue poco a poco, sin que se notara demasiado, escondiendo hábilmente sus intenciones, guardándose cartas en la manga, hasta que un día en que todo estaba ya casi normalizado me preguntó quién era esa niña que me había dado un beso frente a su casa y porqué le había llevado la cartera del cole. Yo ya ni me acordaba del asunto pero supuse que se trataba de mi vecina Blanca, o Blanquita, como le llamaban las amigas, entre las que se encontraba una de mis hermanas. Entonces pensé que si todo volvía a funcionar como siempre se debió en parte a aquel episodio fortuito con Blanca y tomé nota, porque si la cosa descarrilaba de nuevo siempre tendría a mano a mi vecina para encarrilarlo de nuevo. En realidad Blanca era una niña muy guapa, rubia y con ojos azules, nada tímida, o más bien muy alegre, pero demasiado jovencita, aunque era más alta de lo normal para su edad, lo cual le daba una apariencia muy conveniente para mis intereses, que no eran otros que los de mantener a raya los posibles cambios de humor de Piluca.

Con Piluca las cosas no fueron nunca a más, en parte porque desde el fatídico episodio de las bengalas todo se enfrió un poco y todo derivó hacia el empleo de tácticas y conductas poco naturales o poco espontáneas o inocentes, y además, con la llegada del invierno los niños nos tapábamos más y entre bufandas, gorros y abrigos apenas se nos veía, ni por fuera ni por dentro.

El verano siguiente, y por casualidades o accidentes de la vida, yo ingresé en un seminario y ahí se acabó la historia. Bueno, no exactamente, porque unos veranos más tarde, estando de vacaciones, algunos de mis compañeros seminaristas y yo, solíamos ir a bañarnos al río, a una playa fluvial que llamaban «Sotillo», y uno de esos días vi de lejos a Piluca. Ahora era ya una joven hecha y derecha. Había cambiado mucho y tenía cosas que antes no tenía, lo que la convertía en una auténtica tentación en la que yo hubiera caído de no haber sido porque iba acompañada de un efebo musculoso y moreno que le pasaba el brazo por el hombro para arrimársela. Y ella se dejaba hacer, lo cual me cerraba las puertas definitivamente, pero reconozco, pasadas ya muchas décadas desde entonces, que de no haber estado allí el tipo aquel, yo hubiera dejado el seminario, vaya que sí.

 

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