lunes, 25 de julio de 2022

MAÑANA DE MERCADILLO (Por Eugenio Cascón Martín)

 


     

     Ahora que nuestro ponderado Furriel ha regresado a su puesto de mando y parecen amainar los vientos de destrucción que amenazaban llevarse consigo este tinglado en el que nos movemos, aunque cada vez sean menos los actores, me atrevo a asomarme de nuevo por aquí trayendo a colación un a modo de relato que, una vez más, no tiene demasiado que ver con los temas que nos son comunes. Es decir, algo así como lo que en sermo vulgaris se verbaliza como “mear fuera del tiesto” o, si lo preferís, en sermo anglosajón, a modo de eufemismo, “piss out of the pot”.  Y ello por diversificar un poco, para que no todo se quede en panegíricos y hagiografías de antiguos profesores, como lamenta nuestro compañero Iturriaga.  

  Pienso que lo importante es continuar manteniendo este foro mientras nos queden fuerzas y ganas, ya que a algunos de nosotros es lo único que aún nos ata a aquel mundo tan pretérito que un día habitamos. Cada uno que escriba lo que pueda, lo que quiera, lo que se le ocurra, que muchos seguiremos leyéndolo. Es la manera de sobrevivir.

  Lo que os endilgo esta vez es una vivencia personal del mundo, vivo y palpitante, de los mercadillos al aire libre que todos conocemos bien, dado que no faltan en casi ningún lugar. Siguen siendo para mí espacios privilegiados para ver la vida como era antes _antes de la invasión de los móviles y las redes sociales, quiero decir_, manifestada en humanísimo revoltijo de agitación y voces, donde aún es posible observar el comportamiento humano en su versión más espontánea. Una estampa costumbrista, al fin y al cabo.

  Así que vamos a ello y el que se sienta con ánimo que me siga, aunque sea a distancia, en mi periplo mañanero.

-------------------------------------

     A finales de abril, cuando la pandemia parecía aflojar, decidimos salir a respirar aires salobres y salutíferos allá por los Levantes de la Aurora, que decía el santo poeta, o quizá poeta santo, que pudiera parecer lo mismo, pero quizá no lo sea. Y mejor no voy más allá en los intríngulis de las aposiciones, que uno está ya jubilado, pero la cabra de la palabra sigue tirando al monte de la gramática.

   Bueno, el caso es que llegamos _hablo de mi santa dueña y su seguro servidor_, nos instalamos nuestro pequeño refugio de cara a la hermosa panorámica de la bahía y retomamos una forma de vida casi olvidada por la fuerza de las circunstancias: el reencuentro con los viejos amigos de latitudes norteñas, los paseos por la playa _el agua no está aún para bañarse_; la caña o el vino en las terrazas, no muy soleadas por mor de las veleidades meteorológicas de la primavera; el arròs  de mil maneras: con marisco, con verduras, a banda con tropezones, del señoret,  con conejo y caracoles, o esa bomba ilicitana llamada arroz con costra, apta solo para estómagos recauchutados y reforzados… Paella, paella, paella: ¡qué buena estás!

   Pues resulta que los sábados hay mercadillo. Y hay que acudir, aunque solo sea para cumplir con la costumbre. El tinglado se extiende a lo largo y ancho de una explanada destinada al efecto, en la que se alinean los puestos en calles paralelas y perpendiculares. Como cualquier mercadillo, diréis… Pues sí, claro. Alguna vez he ido a primera hora y he alcanzado a ver cómo montan las casetas en un santiamén, con unos tubos metálicos y unas lonas, y cómo en un periquete vacían las furgonetas en las que traen la mercancía y la dejan expuesta de manera más que aparente. ¡Son unos artistas estos feriantes!

   Y ya tenemos aquí los productos a la vista, a la espera de clientes: lo de comer por un lado y lo de vestir por otro. Abundan las tiendas de frutas y hortalizas, procedentes, según dicen, de las cercanas huertas de Orihuela y Murcia. Hermosas a la vista y a precios muy moderados para lo que se estila en los tiempos que corren. Tomates de esos que llaman raf a dos euros; naranjas como melones, sin pulimentar y con hojitas para que se vea que son huertanas de verdad, a 1,25; judías verdes (habichuelas, frijoles, vainas o como quiera que se las llame) más o menos a lo mismo… En fin, toda la materia vegetal comestible para los humanos, que es mucha y variada.


   Se intercalan mostradores atestados de mojamas y salazones, que expanden su olor penetrante y agresivo, lo mismo que los encurtidos. Embutidos de la tierra, frescos, grasientos y cargados de especias, aptos solo para organismos muy sanos; quesos de todas las procedencias; panes, bollos y dulces de todas las formas y tamaños.

   Hay, cómo no, asadores de pollos y costillas, que huelen bastante mejor que las mojamas y encurtidos, la verdad sea dicha. Y un par de chiringuitos donde ofrecen churros y porras con chocolate. La verdad es que cuesta resistirse a esta delicia hecha con una amalgama de harina y agua hirviendo, bien amasada y frita en aceite de oliva bien caliente. Seis churros por un euro. No me contengo más _que el colesterol medre y disfrute_ y pido la media docena (sin azúcar, eso sí). Me los voy comiendo a palo seco mientras deambulo entre la gente hasta que, al llegar al cuarto, ya se me hace bola. Como en ese momento no tengo con quien compartirlos, deposito los que quedan en una papelera. ¡Qué desperdicio, con el hambre que hay en el mundo!, me reprocharéis con razón. Qué se le va a hacer…

  Y esto me lleva a evocar a la churrera de mi pueblo, la tía Frasca, que salía los domingos muy de mañana, con su cesta de mimbre al brazo, a pregonarlos por las calles, con su figura pequeña y enjuta y una voz un tanto cascada que trataba de sublimar con un conato de grito: “¡Churrooos recienteees!”. Mi madre me compraba siempre los cuatro que daba por una peseta y a mí me encantaban, aunque la verdad es que muy crujientes no solían estar. Los eché de menos en el colegio, porque allí, que yo recuerde, nunca nos los sirvieron como complemento de aquel desayuno compuesto de un chusco de pan y un tazón de café con leche muy clarito, sustituido los días festivos por una especie de chocolate plagado de unos grumos, a los que llamábamos “tiburones”, que traían sospechas de harina mal disuelta como elemento espesante.  


   Pero volvamos al espacio en el que nos movemos hoy. En lo de vestir abundan las exposiciones de calzado. De Elche, según reza la mayoría de los rótulos, aunque observando algunos de cerca, uno llega a pensar que la capital ilicitana se ha extendido mucho últimamente, tanto que debe de llegar ya hasta Taiwán.

   Y naturalmente, la ropa de mercadillo, la de cualquier mercadillo, aunque aquí abunda lo playero: pantalones cortos, uniforme habitual de rubios escandinavos que ya hemos adoptado los del sur; chancletas y sandalias, que en el verano serán prenda universal; gorras con conocidos logotipos; toallas de todos los tamaños y colores… Un amigo donostiarra suele llevarse cada año varios pares de vaqueros, anchos y cómodos, por encargo de algunos paisanos. Es que cuestan solo 12 euros.

   No faltan los puestos de menaje, donde por poco dinero es fácil completar la cubertería y demás herramientas necesarias para el apartamento de la playa. Y los de baratijas, juguetes y objetos de adorno. Todo como en los bazares chinos, solo que aquí la cosa es más tradicional y al aire libre.

   Una música racial emana de los altavoces a todo trapo. El Torito de El Fary se arranca incontenible; los éxitos de Camela agrietan el aire; Cecilio relata una y otra vez, con ritmo monocorde, el milagro de los pajaritos de san Antonio; Raphael sigue siendo aquel; Manolo Escobar continúa buscando su carro; Julio Iglesias es todavía un truhan y un señor: no dejan de ser los amos. La verdad es que ya podían bajar un poco el volumen, hombre. Si a esto le añadimos el toro, la gitana y el abanico, no hay duda de que la España cañí y eterna sigue presente.

   Al principio hay poca gente _los sábados no se madruga_ pero poco a poco esto se va llenando. Al final termina uno dándose un baño de multitudes, aunque se vea ignorado por todo el mundo, porque nadie acude aquí en olor de multitud (que es así, de verdad, que esa cursilada de “en loor de multitud” es un invento moderno de gente supuestamente culta). Me pongo el tapabocas porque aquí los virus vienen de todas partes. Comienza a haber dificultades para caminar, pues hay que ir sorteando cuerpos. Se impone ser hábil para driblar, aunque a veces haya que esperar pacientemente a que alguien termine su compra o se deshaga un corro de amigos o conocidos que se han encontrado y se saludan con efusión, para después intercambiarse por extenso novedades, cuentos y discuentos. Como hay mucha gente entrada en años, lo que más sale a relucir son las cuestiones de salud: que si una pareja acaba de pasar el covid; que si el cuñao operado de la próstata ya está casi bien; que si el lumbago y la artritis… Y uno, a estas alturas, los comprende muy bien.

    Hay un nórdico enorme que empuja, forzosamente inclinado, un carrito de bebé, acompañado de su mujer, menuda y saltarina. Me los encuentro una y otra vez, y aunque, probando por uno y otro lado, al final consigo adelantarlos, al volver cada una de las esquinas los vuelvo a tener delante. Bueno, consideraré que hoy van a ser mis fieles acompañantes.

   También veo en varias ocasiones a una mujer mayor, de aspecto humilde, que empuja con dificultad su carro de la compra. Intenta ir llenándolo poco a poco, mirando y remirando, buscando los mejores precios. Seguramente sabe mucho de sinsabores diarios y tiene unas cuantas bocas que alimentar. 

   Una señora entrada en carnes discute con un tendero. Ha venido a “descambiar” un vestido que compró la semana pasada:

   _¿Cómo que no tiene otra talla? ¡Pero si usté me dijo que si no me estaba bien, que viniera hoy y me lo descambiaba!

   _Sí, pero es que los que tenía los he vendido y en el almacén no había más.

   _¿Y entonces qué hago?

   _Pues venga la semana que viene, a ver si lo tengo.

   _¡No tiene usté formalidá! Como el sábado que viene no me lo traiga, me va a oír.

  Y ahí queda la cosa por el momento, aplazada una semana. Es cierto que si se lo hubiera probado seguramente no tendría ahora este problema, pero los probadores aquí no pasan de ser un pequeño hueco tras una colcha colgada, y esta señora lo hubiera tenido difícil. 

   Los vendedores presentan aspectos muy diferentes, que denotan variadas procedencias. Los fruteros tienen en su mayor parte rasgos de gente del campo, huertanos que tal vez vienen a vender lo que ellos mismos producen, aunque los hay que se hacen pasar por tales por aquello de la autenticidad. Hay africanos que han ascendido desde el top manta y ahora tienen su puestecito, o al menos lo regentan como encargados. Los gitanos de siempre, con sus reclamos de siempre. Los vendedores ambulantes de toda la vida, originarios de cualquier provincia, que han hecho de este negocio su forma de vida. Chinos no se ven apenas: estos tienen sus propios locales.

   Hay mostradores ante los que la gente se apiña y otros que permanecen casi todo el tiempo vacíos, con el tendero muerto de aburrimiento, de cansancio o de desesperación por no vender nada. Se ve que también aquí el personal conoce lo mejor. O tal vez sea eso de que la gente llama a la gente. Los hay que pregonan su mercancía a grito pelado, dirigiéndose especialmente _esto no ha cambiado_, a las mujeres, pues aquí se siguen manteniendo los roles tradicionales:

   _¡Venga mujeres, acercarse, que tengo las chirimoyas en oferta! _ay, esos mensajes encriptados…

  Y está el muchacho de piel aceitunada y ademanes desenvueltos que ofrece descarado:

  _¡A tre y a cuatro, guapa!

  Y se equivoca

  _¡A tre y a guapa…!

  Y se da cuenta y rectifica sobre la marcha. Anuncia a voz en grito zapatillas “hechas aquí”.

   Una frutera vocifera de manera continua, con una voz extremadamente aguda que parece salida de la garganta de un imitador: “¡A euro, a euro, a euro!”. No llego a saber de qué se trata, pero es curiosa la abundancia de productos que se venden por un euro: un paquete de diez mascarillas, un kilo de algunas frutas, los seis churros de rigor, tenedores y cuchillos, tres pares de calcetines… Hay que ver lo que cunde aquí un humilde euro. 

 



   Ese es también el precio de las ristras de ajos ofrecidas por algunos hombres y mujeres que se mueven entre el personal:

   _¡A euro la ristra de ajos de Albacete, gordos y coloraos! 

   Estos ocupan el último lugar en la escala de los vendedores. Por debajo solo están los mendigos, algunos de ellos pidiendo de rodillas. Esto lo llevo mal.

   El tiempo pasa y sigo caminando, dando vueltas y más vueltas, pasando una y otra vez por los mismos lugares, viendo las mismas caras, oyendo los mismos gritos. Al final el mercadillo se convierte en un dédalo que te atrapa. Moverse entre el gentío es cada vez más difícil. Ahora se me pone delante una mujer joven que con una mano empuja un carrito de bebé, con la otra sujeta la correa, bastante extendida, de su perro, y habla al mismo tiempo por el telefonino que lleva pegado a la oreja, sujeto no sé con qué. Imposible adelantarla. También hay quien en el carrito que empuja no lleva un bebé, sino un perro. ¡El acabose!

   Hay mucho guiri. Rubias gentes del Norte exhiben sus esbeltas anatomías, si bien en muchos casos un tanto desvencijadas a causa de la edad. Eso del geriátrico de Europa no es ninguna exageración.

   Y como hay guiris, también hay guirigay, aunque no sé si tiene que ver lo uno con lo otro por la vía de la onomatopeya. Sería curioso tratar de recomponer un discurso uniforme con los retazos de las conversaciones que se van percibiendo al paso. Es una babel en la que se mezclan voces en distintos idiomas: junto al que nos es propio, se escucha el valencià,propio de la tierra, y palabras en inglés, y en sueco y en no sé cuántos más. No estaría mal llegar a crear un pidgin o lengua franca con todo este batiburrillo y así nos entenderíamos todos.

   No faltan los encuentros con amigos y conocidos. Por allí viene mi amiga Loli, navarrica menuda y rubica, últimamente algo renqueante por el dolor lumbar, que arrastra un pesado carro colmado hasta los topes. Y por aquel otro lado Javier, vasco grandote y buena persona, exprofesor y ex muchas otras cosas, que aún se relame con el sabor de las cuatro porras con las que se recrea cada día de mercadillo. A este le gustan aún más que un servidor. Hablamos brevemente, intercambiamos algunos chascarrillos y quedamos a la una en el Calipso, por aquello del vino y las tapas: “Avisa a los demás”.

Y veo también muchas caras conocidas, pues aunque la localidad haya crecido últimamente, algunos llevamos muchos años viniendo y coincidiendo.

Bueno, pues sin darme cuenta han pasado más de dos horas, la calor empieza a hacerse notar y es el momento de marcharse. Al final no he comprado nada. ¿A qué he venido, entonces? Pues a eso, a sumergirme entre la gente, a curiosear, a sentirme vivo, en definitiva. Ah, y a regalarme con unos churros, aunque esto no lo tuviera planeado.

 

 

ENTRADA MÁS RECIENTE

PROCESIÓN DE LOS PASOS, VIERNES SANTO EN LEÓN

LAS TRES ENTRADAS MÁS POPULARES EN EL BLOG