miércoles, 24 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 3 . El tren de Ávila





Acabada aquella inquietante semana de Madrid, tomé de nuevo el tren de vuelta a Palencia. Cada vez que subía a un tren llevaba siempre debajo del brazo una novela de Zane Grey, el conocido escritor norteamericano de Ohio, el cual solía contar historias de vaqueros muy entretenidas donde los amores que se cruzaban entre los personajes siempre eran puros y legales y nunca había escenas subidas de tono, algo que un aspirante a cura o fraile no hubiera podido tolerar. Y además siempre ganaban los buenos, como en los libros de las vidas ejemplares de los santos, que solían quedarse descansando en el seminario en los períodos vacacionales, para mayor tranquilidad de los alumnos.

Estaba yo tan entretenido con el tercer capítulo de la novela, que comenzaba con una ensalada de tiros entre los malos y los buenos, cuando el tren paró en Ávila, así que cerré momentáneamente el libro para contemplar las macizas y recalentadas murallas cuyas piedras resistían impávidas los rigores de agosto desde hacía casi dos milenios. El departamento del vagón en el que viajaba desde Madrid iba confortablemente vacío. Respaldos y asientos mullidos de goma espuma forrados de «skay» con algunos churretones imprescindibles para corroborar las limitaciones higiénicas, tanto de los viajeros como de la propia compañía. Y sobre los asientos una especie de repisa o balda para depositar el equipaje en la que yo había colocado mi mochila.



De pronto, a mis espaldas, se abrió la puerta del compartimento y entraron tres jovencitas bastante tremendas desde el punto de vista físico, exhibiendo siluetas estremecedoras y curvas capaces de provocar accidentes susceptibles de ser causa de accionar la palanca de la alarma del tren. Dejaron un par de mochilas y bolsos en el portaequipajes que había sobre el asiento —con movimientos nada inocentes—, y se desmadejaron sobre el skay procurando abrir las piernas provocativamente.

Desde el primer momento vi el peligro que corría mi inestable virtud, siempre expuesta a todo tipo de contingencias. Mi aspecto de joven inocente y precavido debió de provocarlas como las flores a un enjambre de abejas porque, a pesar de que el cubículo debía tener capacidad para ocho personas como mínimo, y sentadas con holgura, vinieron las tres a arrellanarse, dos de ellas enfrente y otra a mi lado, y ésta muy pegadita de manera que su pierna entró descaradamente en contacto con la mía. Con toda la intención del mundo dejó al descubierto, al sentarse, la mayor parte del muslo, con lo que su contacto y visión me ocasionaron una dramática prominencia que enseguida me apresuré a tapar con la novela de Zane Grey, abierta con tanta precipitación por el capítulo de los tiros que llegué a temer por la integridad de la encuadernación.

No quedó ahí la cosa porque acto seguido la jovencita cruzó los brazos sobre el pecho y con la mano que escondía bajo el antebrazo me rozó ligeramente las costillas, lo que ocasionó un nuevo aumento de la hinchazón. El roce no fue casual porque intensificó la presión al tiempo que hacía una disimulada seña a sus amigas para que se fueran al pasillo del vagón a contemplar los campos de Castilla mientras ella exploraba otros territorios. Una vez que la pareja de amigas hubo salido, se levantó y empezó a hurgar en su mochila levantando los brazos ostensiblemente, movimiento que también acentuó todo lo demás, es decir, faldas, muslos y pectorales, todo lo cual quedó expuesto ante mis narices. Contra aquello no había manera de protegerse y menos con un pequeño libro de bolsillo.

Por si el despliegue no hubiera sido suficiente, dejó caer disimuladamente sobre mi bragueta un delicado pañuelo de seda, o algún tejido similar, que enseguida se apresuró a recoger con mórbida intensidad junto con lo que había debajo, aunque eso sí, pidiendo perdón provocativamente y acompañándolo con una sonrisita venenosa que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.

No se pronunciaron más palabras, en mi caso porque me quedé mudo y en el suyo porque le bastaba el lenguaje corporal que dominaba de manera eficaz. Con un movimiento lánguido y soñoliento se levantó su larga melena con ambas manos desde la nuca mientras se humedecía los labios con la lengua. Luego acercó su mano derecha, bajo la falda, a lo que allí hubiera, algo que yo todavía no era capaz de imaginar, a pesar de que muy frecuentemente fantaseaba sobre el asunto, pero sin llegar a darle forma ni color ni textura. A mi primo le había oído palabras relacionadas con la cuestión, siempre dichas jocosa y groseramente, tales como mejillón, higo, raja o almeja, lo cual añadía aún más confusión a mis intentos por visualizar el lugar o la cosa y, si fuera posible, a averiguar al tacto la textura, la temperatura y la humedad que también había oído que caracterizaba a ese sitio y, a veces, cuando especulaba sobre esto, me parecía que debería procurarme con urgencia una estación meteorológica que pudiera ayudarme de manera empírica a clarificar y definir el objeto.




Pero entre elucubraciones y visiones reales la descarada joven del vagón apoyó su cabeza sobre mi hombro mientras jadeaba y suspiraba levemente, no sé muy bien si a consecuencia de sus manipulaciones bajo la minifalda o para incitarme teatralmente, o las dos cosas juntas. Aquello estuvo a punto de provocar una erupción volcánica, pero lo pude contener encomendándome, como se nos enseñaba a los seminaristas, a la Virgen y a todos los santos, rezando jaculatorias y recitando de memoria y en latín toda la letanía del rosario. Para mayor abundamiento repasé, también de memoria, episodios evangélicos como el de las tentaciones de Cristo en el desierto. Fue suficiente. Cuando salí del trance místico la jovencita se había ido con sus amigas a otro departamento y ya no las volví a ver, como tampoco volví a ver la novela de Zane Grey. Allí solo quedó un pistolero con el cañón frio y la cabeza caliente.

Pasados los años me di cuenta que nunca nadie me lo había puesto tan fácil y que yo nunca fui tan idiota, aunque en muchas ocasiones anduve cerca como se verá.

 

5 comentarios:

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Deliciosa fantasía que hace que el cuerpo casi se te arranque, porque recrearse en el pecado cometido -nos decía Vitorino en Salamanca- equivale a repetir el pecado. De todos modos, y en hablando de trenes y viajes de retorno a la Escuela Aspotólica tras las vacaciones, es casi casi lo mismo que oýeron mis oídos -¡y, si es mentira, que ni siquiera los alivie un buen audífono- en la estación de Medina del Campño, esperando de madrugada el expreso "nocturno" de Gijón, cuando dos merluzos discutían acaloradamente, uno desde la ventanilla de un tren que se había parado y otro, desde el andén al que se había bajado. El de la ventanilla le gritó al otro: "el día que te engendraron, a tu madre la jodió un caballo". Lo digo porque en este relato de Jesús siempre te queda el recurso del pecado op re-pecado de Vitorino, el de repetir faena y aprovechar la ocasión en la memoria. ¡A disfrutarlo!

Jesus Herrero Marcos dijo...

Lo malo es que no fue fantasía, y no cometí pecado (que ya fue suficiente pecado) y por lo tanto ni siquiera puedo recrearme el pecado que no cometí. De aquello solo me queda la novela de Zane Grey que aún conservo como recuerdo (se supone que de mi estupidez).

Federico Esteban Monasterio dijo...

Sin querer ser jocoso ni grosero, los sinónimos que empleas son verdaderos a los oídos de todos; pero el higo según algunas leyendas, no es sinónimo sino que es el verdadero nombre popular.
Me explico: Todo comenzó en el jardín del Edén cuando el Creador después de colocar toda clase de árboles les dijo que comieran de todos menos del árbol del bien y del mal..., pero cuando entró en escena el diablo (chica del tren de Ávila) les convenció de comer el fruto prohibido. Creo que la biblia nunca mencionó una manzana, sino "el fruto".
Por lo tanto si el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, debería ser un árbol con dos frutos diferentes uno del bien y otro del mal, pero sólo, según la Biblia sólo había manzanas. No se conoce un árbol quedé dos frutos diferentes, solamente la higuera que da el higo y la breva. Por lo tanto nuestros primeros padres estaban debajo de una higuera y cuando el Creador les expulsó del jardín, asustada ella se tapó con la fruta que estaba comiendo en ese momento tan fuerte que la dejó marcada con la misma forma, y días más tarde (28) se convirtió en el otro fruto por unos pocos días.
¿Por qué no puede ser verdad esta historia?
Abrazos.

dacio dijo...

¡Joder, Jesús H., qué enorme virtud la tuya! Bien podría dedicársete la Primera Carta de Pablo de Tarso a los Corintios, en lo referente al amor o a la caridad, salvo por el detalle de “no se hincha” (véase traducción de Nácar-Colunga). Pero, efectivamente, no hubo pecado, ni indujiste ni consentiste. Y que supongo que ya una vez en Palencia acabarías pudorosamente con la hinchazón bajo la liviana y nívea sábana. Eso sí, la sorpresa que se habrían llevado las tres descaradas jovencitas de haber ocurrido el lance años más tarde cuando te habías especializado en ordeñar las vacas que pastaban en el foso de Caldas…
Impaciente estoy ya por la publicación del 4º capítulo, y conocer tus galanteos con Merche.

Jesus Herrero Marcos dijo...

Pues ya verás, querido Dacio, que a pesar de la especialización en ordeñe manual, las cosas no mejoraron nada, más bien diría yo que empeoraron...

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