miércoles, 17 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 2 . La piscina municipal

 

2.

La piscina municipal

 

En el seminario al que fue a parar mi escasa humanidad infantil se inoculaba, desde el primer minuto, y sin contemplaciones, el rechazo del sexo. Las razones para tan absurda imposición eran, visto desde aquí, evitar las distracciones con respecto a la meta prefijada, que no era otra que la de llegar a ser cura o, en mi caso, fraile. Para ello había que ser puros, que era el sublime adjetivo con el que se envolvía tamaña estupidez, y dominar esa fuerza desbocada del sexo que conducía al pecado inexorablemente, apartándonos de Dios, de la Virgen y de todos los santos de la corte celestial, todos ellos rodeados de orlas florales. Entre ellas destacaba el lirio, un lirio blanquísimo como símbolo de la pureza, que era tenida por virtud celestial, cuestión sobre la que terminaron por devorarme serias dudas más adelante, sobre todo cuando me di cuenta de que la dichosa flor era empleada como atributo de aquellos santos que habían dado su vida por rechazar el pecado en cuestión. Más que santos habría que haberlos tenido por tontos, por decirlo de una manera amable.

Se solía reforzar argumentalmente en el seminario todo esto con la lectura recomendadísima de las vidas ejemplares de esta caterva de personajes que se santificaban en Roma a granel, porque habían preferido sufrir las más horrendas torturas hasta morir tan solo por mantener oxidado su aparato reproductor. Siempre ha habido gente así. Se dejaban cortar brazos, piernas, alguna que otra teta en caso de tenerlas, sacar ojos, ser quemados bien por partes o globalmente, descoyuntados y, se supone que, en la mayoría de los casos, finalmente violados con las vociferantes protestas de las propias víctimas, aunque de esto no hay evidencias documentales y, además, sería muy comprometida y sonrojante cualquier descripción o narración de semejantes hechos que luego habrían de leer desde los inocentes niños seminaristas hasta, incluso, la revirada feligresía de beatas ociosas. ¡De eso nada!


Con este panorama de inducción moral al rechazo del sexo, al niño se le moldeaba desde el principio y, desde luego, sin calcular las consecuencias físicas o psicológicas que ello podría tener en el futuro. De hecho tampoco importaban demasiado los dramas personales y menos a largo plazo.

Y allí estaba yo, un niño de once o doce años, en medio de esta batalla cruenta por rechazar al «enemigo» que, si no fuera por la ayuda divina, se hubiera deslizado definitivamente por la pendiente del pecado de manera irremediable. Bueno, un poco sí que me deslicé porque, entre otras cosas, no siempre estaba Dios para ayudar; se ve que tenía mucho trabajo al respecto y solo tenía dos manos, divinas, eso sí, pero solo dos, como el resto de los mortales seminaristas infantiles, los cuales solíamos tener una siempre ocupada durante las horas nocturnas. O sea, que pecábamos de vez en cuando, pero con un resultado catastrófico, porque después del alivio de pecar venía indefectiblemente el sentimiento de culpa, que viene a ser algo así como un chicle pegado en la suela del zapato, es decir, algo que siempre dejaba mal rollo, se hiciera lo que se hiciera, al seguir caminando. Y esto, «a posteriori», mediatizaba siempre cualquier acto afectivo o amatorio, ya fuera de carácter exclusivamente sexual o simplemente social. Todo lo cual es importante para entender con una perspectiva realista algunos episodios que ocurrieron durante el verano de 1966, en el que nos dieron en el seminario un mes de vacaciones entre mediados de julio y mediados de agosto.

Llevaba ya una semana disfrutándolas cuando un primo mío que vivía en Madrid me invitó a pasar una semana con él aprovechando que sus padres se habían ido a pasar el verano a la casa de la sierra. Ni corto ni perezoso cogí el primer tren que pasó hacia Madrid y me presenté en casa de mis tíos.

Mi primo había encontrado ese verano un trabajo de socorrista en la piscina municipal de Alpedrete y tenía un horario terrible, así que todos los días yo me iba con él a las siete de la mañana, cogíamos un metro hasta la estación de Chamartín, allí un tren hasta el pueblo en cuestión y luego un autobús hasta la piscina. Solíamos llegar alrededor de las nueve y entonces nos pasábamos la siguiente hora revisando y poniendo a punto la depuradora, la sombrilla del socorrista, los salvavidas, el ph del agua y otro montón de bobadas que no recuerdo. Terminadas las labores previas, mi primo, que era un cachas bronceado y prepotente, tomaba asiento con aires de dominador, se recolocaba el flequillo con un poco de saliva y lanzaba una primera mirada altiva sobre las clientas más madrugadoras que, como pude comprobar a lo largo de toda la semana, eran siempre las mismas: Una madre con su hija, como después supe, que trataban de broncearse: la madre, para tener contento al marido; y la hija, para tener contenta a su madre que, según sus propios comentarios reveladores, trataba de darle un color más apetecible a la niña para poderla «colocar». Se supone que querría decir que para «facilitarle» encontrar novio.

Mi primo estaba totalmente desorientado con aquellas dos hembras, y digo hembras con primeras, segundas y hasta terceras intenciones. Tanto la madre como la hija exhibían los mismos alicientes y con la misma eficacia. La madre estaría rondando los cuarenta y tenía un culo elíptico y profundo que movía o balanceaba de forma experta. Y lo mismo se podría decir de la delantera, donde se mostraba lo justo para que pudiera adivinarse lo demás. Todo lo cual, —unido a unas piernas tremendas, un rostro ovalado delimitado por una melena azabache, unos ojos negros a juego y una boca como un pozo—, daba como resultado el estado de zozobra de mi primo, que no era capaz de decidir por quien empezar ni establecer un orden de actuación, porque lo cierto es que la hija era físicamente igual a la madre y la única diferencia que podría establecerse era en lo tocante a la densidad de las carnes, más sólidas o compactas las de la hija, más dúctiles y elásticas las de la madre. Esta circunstancia se podía comprobar sin palpar, a simple vista, cuando se daban un paseo de exhibición con la excusa de acercarse al bar a por un refresco, o cuando se acercaban lentamente a la ducha antes de introducirse en la piscina, o al salir de la piscina con el agua resbalando por las brillantes y bronceadas carnes marcando contornos y texturas.

Podría decirse que desde el primer momento, y a pesar de las dudas, causadas básicamente por la cuestión moral más que por la estética, mi primo se inclinó primero por la madre, y en ello tal vez influyó el hecho de que la madre, que por su forma de hablar parecía ser francesa —un aliciente más en aquel entonces—, caminaba y se desplazaba siempre delante de la hija, no tanto como pantalla protectora sino más bien para coger vez la primera, como en las charcuterías. Mi primo, que por cierto se llamaba y se sigue llamando Jesús, con la excusa de ser el socorrista oficial, vigilaba todos sus tránsitos con lupa; no había movimiento que pudiera dejar pasar o desatender, y como en un momento dado vio que iban las dos hembras a salir del agua, con los pasos perfectamente calculados en tiempo y medida, se acercó hacia la escalerilla para coincidir exactamente con la salida del agua de la madre. Entonces tendió displicente su solícita mano para ayudarla, a lo que la madre respondió con una sonrisa significativa y, ya de paso, aprovechó para tropezar un poco y venir a dar de narices sobre mi primo y clavarle una teta en su macizo tórax, golpe que acusó mi primo con un abultamiento notorio en la parte delantera del bañador hasta el punto que llegué a pensar si tal prominencia no sería acaso el bocadillo de las doce que, junto con una caña, completaba el ritual diario a esas horas. Pero como eso no podía ser porque los bocadillos estaban delate de mis narices, sobre la mesa del socorrista, me levanté raudo de mi silla, que estaba junto a la suya, y le acerqué una toalla para disimular un poco el paquete, la cual fue rechazada porque, como luego me aclaró, «esas eran sus armas».

Pero las cosas nunca vienen solas aunque puedan ser casualidad, porque acto seguido un mozalbete de escasa edad y de no menos escasa mollera se tiró al agua, y mi primo se lanzó al rescate en un alarde de poderío y posturita exhibicionista y sacó al niño casi antes de haber tocado el agua. La madre, no la del niño sino la francesa portentosa, expectante, se tiró detrás de mi primo por si hiciera falta ayuda aunque estaba claro que sus intenciones no eran echar una mano sino que se la echaran a ella, cosa que sucedió en cuanto mi primo sacó a pulso al niño del agua, porque a continuación la ayudó a subir la escalerilla empujándola por detrás aprovechando que tenía los magnánimos fondillos delante de las narices.

Ante tan diligentes artimañas, mi primo, que no era tonto, tomó nota, y ya al tercer día me percaté de que la pareja se encerraba en una especie de cabina, se supone que reservada precisamente para que el socorrista se cambiase de ropa, y que se cerraba por dentro con un pestillo. No solían estar mucho tiempo dentro, pero raro era el día que pasaban por allí no menos de tres veces. Yo, que era un inocente seminarista, no entendía muy bien la razón de tanta desaparición hasta que me di cuenta el segundo día de que mi primo salía de la caseta con el bañador al revés y con la etiqueta de instrucciones de lavado y planchado flameando al viento como la capa de Supermán, y ella con los tirantes del bañador medio enrollados y descolocados y además con los mofletes más sonrosados de lo normal. Por muy inexperto que fuera yo sobre síntomas, huellas o vestigios amatorios, enseguida me di cuenta o añ menos intuí que la actividad que se desarrollaba en el cubículo era desenfrenada por parte de ambos, lo cual me confirmó mi primo ese mismo día durante el trayecto de vuelta a casa proporcionándome todo tipo de detalles y pormenores, pienso yo que para embromarme con mi condición de seminarista y sabiendo como sabía el cabrito que el sexo era entonces para mí como los ajos para el conde Drácula, que en paz descanse.

No obstante a mí no me molestaba en absoluto la narración de los hechos; más bien al contrario, me refocilaba pecaminosamente con los detalles que, por cierto, no tenían desperdicio, sobre todo por las capacidades técnicas y amatorias de la francesa y la cantidad de cosas que sabía hacer la buena señora con los resortes de mi primo, sobre todo con los salientes o prominentes.




Mientras sucedían estas cosas en la piscina, yo permanecía sentado en mi silla y observaba sobre todo, y ya que estaba siempre cerca merodeando como un tiburón, a la hija de la francesa que, por cierto, hablaba perfectamente español, que es todo lo que yo tenía que saber. Lo demás no me importaba. Saltaba a la vista, como dije, razón por la cual solía tener permanentemente la toalla debidamente colocada sobre el bañador para disimular cualquier contingencia inoportuna entre las piernas, y no me la quitaba porque la inflamación nunca acababa de estar en reposo o relajada, cosa que la hija de la francesa sabía perfectamente porque me tenía vigilado en todo momento. Aquella semana en la piscina fue como una tortura china pero sobre todo porque cada vez que pasaba por delante de mí la francesa, su hija, o cualquiera otra de las bañistas, que no eran pocas y algunas incluso estaban mejor, a mí se me saltaban los elásticos. Y como yo por aquel entonces era un tipo cañón, porque también tenía lo mío, las niñas me sonreían habitualmente y algunas incluso me miraban pícaramente sin saber que yo, como seminarista, estaba desactivado, al menos moralmente. Así que nunca me quité la toalla que tenía sobre el bañador

Menos mal que durante las zozobras nocturnas no tenía que ponerme ninguna toalla por encima porque dormía yo solo en la habitación y nadie me vigilaba. Lo único con lo que tenía que tener cuidado era con lo de controlar al demonio y sus tentaciones, no solo por la prohibición moral que se cernía sobre mí en el asunto del sexo, sino por no ponerle perdidas las sábanas a mi tía. 

Que eso sí que era serio.

 


10 comentarios:

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Ante todo, deseo dejar aquí constancia del fallecimiento en la Virgen del Camino, esta misma noche, del dominico fray Eugenio Martínez, de 84 años de edad. Desde que lo conozco, desde el año 1952 en que llegamos a Corias, puedo asegurar que ha sido un gran modelo de humanidad, de compañerismo y de fraternidad dominicvana. Sin duda, para todos ha sido un gran compañero, pacífico y pacificar, de los que se las arreglan para conseguir que incluso tu vida a su alrededor sea siempre mejor por lo que su presencia te hace sentir y vivir. Desde que surgen los “cursarios”, en el verano de 1983, él ha estado siempre ahí, como una roca, animando los encuentros y celebrando los cumples de los compañeros. Que su vida se haya ido agotando poco a poco en la enfermería de la Virgen del Camino nos ha permitido a muchos manifestarle nuestro afecto, regalarle nuestra presencia y compartir sus dolencias. Descansa en paz, querido amigo “Coné”, como cariñosamente lo llamábamos desde los tiempos de Corias, denominación que él atendía con el afecto que en ella se expresaba. Quienes creemos estamos seguros, en el desconsuelo de haber perdido al hermano mayor o al fornido “primo de Zumosol, de haber ganado hoy un “ángel protector” en la dimensión en que se sitúa o situará, tras el discurrir del tiempo, la mayor parte de nuestra propia vida. Buen amigo, mientras lloramos por ti, bendícenos y sigue echándonos una mano en la difícil tarea de vivir. Descansa en paz.

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Dicho con gran sentimiento lo que precede, constato complacido que entre Jesús y Pedro nos han construido un hermoso Tabor. ¿Instalaremos aquí nuestra tienda? A juzgar por los no-comentarios no parece que vaya a ser así. Hace tan solo unos días, un buen amigo, conocedor de mis andanzas, me preguntó: ¡Tú, ¿cuándo te vas a jubilar?”. “Cuando tenga tiempo” fue mi respuesta, tan rápida y espontánea. Ahora, al estar de vacaciones en mi pueblo, la tensión afloja tanto que lo hace también en lo más cotidiano y comprometido, como el propósito de animar en lo posible este rico escenario, tan bien ornamentado en eta ocasión por Jesús y Pedro con sus cuatro o cinco últimas postales. Me pregunto cómo es posible que, tras la opípara y bien condimentada comida literaria que ambos nos ofrecen, no sintamos los eructos de sus seguidores. “Comida sin eructo, comida sin gusto” puede ser lo mismo un adagio o un refrán que una soberana tontería. Si lo primero, seguro que algún sabio lo habrá dicho; si lo segundo, sin la menor duda la autoría es mía. Tontería o no, nos ayuda a entender un poco lo que nos sucede como grupo.
En cuanto a mí se refiere, la verdad es que no me atrevo a profundizar en los sabrosos platos que ambos nos han servido en la mesa de este blog. Jesús, fantaseando cuanto el oficio de buen escritor le permite, nos hace paladear la sexualidad naciente, justo como un pequeño grupo de asturianos nos proponemos hacer esta tarde-noche con las carnes de un sacrificado cabritillo en la terraza de mi casa. Pedro, por su parte, nos lleva de la mano por las calles de Lastres. La magia sugestiva de su fecunda pluma hace que veamos tan lindo poblado con sus propios ojos y que, metidos en juego sus propios sentimientos, mientras lo leemos olamos y saboreemos el entramado de sus calles y percibamos el olor marino que lo envuelve.
Gracias a ambos por regalarnos tales perlas, por más que nuestro persistente silencio les produzca la falsa sensación de que nos las admiramos y saboreamos.

Daniel Orden Santamarta dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Daniel Orden Santamarta dijo...

Descanse en paz Eugenio después de su larga agonía. Lo conocí en el barrio Covadonga de Torrelavega y coincido en la valoración que de él hace Ramón. ¡ Que inmensa labor, sobre todo social, humana, han hecho los dominicos los años que han estado regentando la parroquia de ese barrio1

JOSÉ MANUEL GARCÍA VALDÉS dijo...

Cómo serán los humanos que siempre andan a cuestas con la carne, esa carne frágil y tierna que invita a la degustación. Insinúas poluciones nocturnas más o menos consentidas, nada de eso te hubiera ocurrido si en lugar de confesar con el P. Ricardo hubieras elegido como confesor al P. Sama. Con él la carne se te encogía y llegabas a preferir el pescado. Cómo sería la cosa que en una de sus sesiones "confesorales" a mí, de vocación inventada, me hizo un alargamiento, de vocación, que me duró desde 5⁰ hasta 3⁰ de las Caldas, es decir, 5 años, un récord. Tuve la suerte de que en la Aldea Global no se hacían piscinas, precisamente para no incitar ni excitar la carne. De ese modo mis veranos transcurrían inmaculados como los esos lirios del campo que tu mencionas. Yo creo que el P. Sama estaba en la mente de Sto. Tomás de Aquino cuando, con el tizón encendido, corría tras la meretriz tentadora. Pa mí que tú confesabas con el P. Frutos, blando él en poner penitencias. Tampoco, seguramente, te habías aprendido, la regla dominicana en la que en letras de molde y subrayadas se leía "CARNEM VESTRAM DOMATE JEJUNIS ET ABSTINENTIS". Cualquiera que lea esas palabras y, por supuesto, sepa latín ¿Qué ganas le van a quedar de jugar con sus carnes y mucho menos con las ajenas? Hay que leer, Jesusito de mi vida. A mí tanto efecto me hicieron que, a día de hoy, sigo, casi, tal cual lirio florecido; práctico la ABSTINENTIA sin necesidad de JEJUNIS. Este Jejunis te dejas las carnes tan magras que la Abstinentia viene por por sí sola. Pues yo práctico está sin aquel. Voy a la piscina, veo a las francesas, inglesas y chinas/japonesas y como si viera al P. Frutos. Me temo que siga siendo el efecto P.Sama. conclusión, ninguna tentación te hubiera asaltado si hubieras practicado las lecturas y confesiones adecuadas. Si tienes problemas de Abstinentia habla con tu primo y vuelve a la piscina.
Estoy seguro de que muchos de los que se asoman a esta ventana tienen cosas que contar referidas a su "carnaza", pero son pacatos y por mor de ello, se morirán sin haber confesado publicamente du problema y se pasarán la eternidad eterna deprimidos y sin poder compartir con Tomás, el del tizón encendido, sus experiencias. Quizás también estén bajo el síndrome "SAMA". Yo, dicho lo dicho, me siento liberado aunque la puñetera ABSTINENTIA me está jodiendo, a mí mismo. Sed libres por una vez y proclamad que la polución es ecológica.
"Deus meus, ¿quare dereliquisti me"?
Abrazos castos

Jesus Herrero Marcos dijo...

Querido JM, en las Caldas, lugar de perdición para el que quería perderse, corría la especie de que el famoso tizón encendido con el que Sto. Tomás perseguía a la meretriz no era exactamente un tizón, sino más bien otra cosa (que también estaba encendida). Muchos lo entendían así dando lugar, como todo el mundo sabe, a un rico anecdotario. La meretriz escapó con toda seguridad porque de lo contrario Tomás no sería santo ni hubiera escrito tantas "Summas".
Con respecto a lo de la abstinencia, si te refieres a la de la carne, yo, como todos los de nuestra edad, también la practico, pero de forma terapeútica y obligado por lo del colesterol. El médico insiste en que lo tengo muy pasado. El médico se parece bastante a Sama, aunque yo me confesaba con Tapia, que estaba algo sordo y solo se oía a sí mismo, lo cual me resultaba bastante cómodo.
Hablaré en cuanto pueda con Ramón para que me cuente en profundidad lo de las chuletillas, porque sospecho que hay mar de fondo con esta exaltación carnal veraniega. Abrazos

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Jesusito de mi vida, las “chuletillas” es solo un delicioso gozo (valga el pleonasmo) familiar y las familias, ya sabes, no todas cuentan con la potencia fecundadora del Espíritu Santo ni los niños vienen de Paris, sino de Estados Unidos (estar dos unidos). A ese respecto, nosotros, los octogenarios, somos transparentes como el cristal; para nosotros, el pan, aunque duro, solo es pan, por más que los ojos sigan mirando en dirección prohibida. En mis tiempos de niño, los serranos éramos mucho más brutos y muy pícaros, pero también mucho más inocentes, aunque la cosa nos resultaba familiar al ver cómo se desfogaban los animales y nosotros nos dedicáramos a descubrir el paso de las Termópilas de las serranas. Llegamos a Corias como lirios y como lirios seguimos tras los muchos decenios vividos, a pesar de que un día el P. Ricardo me sacara todo el arcoíris de la cara cuando solo tenía doce años al preguntarme, mirándole fijamente a los ojos: “¿has hecho cochinadas con las niñas?”. Fue un momento en el que prefería que me hubiera tragado la tierra. Después llegó la explosión corpórea, la cruz de los votos, los amores atormentados y las promesas “hasta que la muerte os separe”. Y ahí seguimos, pensando ya más bien en “amores místicos”.
En otro orden de cosas, los cursarios nos vestimos hoy de nuevo de luto riguroso, pues en Villava ha muerto esta noche un cursario áureo, el navarrico fray Juan Antonio Zabalza, Juampi en el lenguaje intrafamiliar cursario. Áureo de muchos quilates de humanidad este bondadoso fraile, gran amigo, gran compañero, alegría del acontecer diario. La muerte, tan seguida, de Coné y Juampi, ha sido como dos infartos a nivel de suelo para quienes tuvimos la fortuna de compartir parte de sus vidas, pero ellos se han convertido en dos rutilantes estrellas en el cielo común.

MANOLO DÍAZ dijo...

Vida/muerte son las dos caras de la misma moneda. Como tristeza/alegría, placer/dolor y un largo etc.
Asumiendo este binomio, sumo mis sentimientos a los de Ramón y Dani en lo referido a la muerte de Eugenio. Personas como él dignifican a todos los seres humanos. Y cuando llega este momento quisiera creer que tienen preparada la corona de justicia que les otorgará el Señor, justo juez. Méritos le sobran.
Doy la vuelta a la moneda y enlazo con la cabecera del portillo.
¡Felicidades, Jesús! Leer tus narraciones es un auténtico refresco. Es cierto que actualmente no abundan los comentarios en el blog (mea culpa). Pero hay cientos de entradas en cada portillo. Por tanto es fácil deducir el supremo interés que este blog tiene para todos nosotros.
Pienso que nos sucede lo mismo que a mi ex alumno Antonio Jiménez. Ya os conté la anécdota, pero la repito “por si acaso”. Aclaro el entrecomillado. En la aldea de mi infancia, muy próxima a la “Aldea Global”, los condones sólo podían adquirirse de forma clandestina y asumiendo serios riesgos. Los vendían los quinquilleros ambulantes que recorrían los pueblos con su cajón de quincalla a cuestas. Para pregonar la mercancía vociferaban: “Por si acaaaaso”. Y otra variante: “Caaaaalcetines de viaje”. Los paisanos, manteniendo el ocultismo, esperaban nerviosos detrás del hórreo, como furtivos conscientes de un subrepticio.
¡Vaya! Me enrollé. Con razón Cícero me llama Windows. Sigo con el Antonio. Cuando le reprendía por no hacer los deberes, que jamás hizo ninguno, me respondía con su salero gitano: “Ay, don Juan, por qué Dios me habrá dado tanta pereza”. Conclusión: El blog sigue con una excelente calidad de vida. Pero el diablo repartió pereza “a manegaes”.
Jesús, te dije en León que confesaré los pecados del maizal de Quintueles. Será en el portillo que mejor encajen.
Ahora le voy a dar un tirón de oreyes a mi ojo derecho, él y yo uña y carne. Presume de “lirio florecido”, de abstinencia y un montón de virtudes. ¡Quiá! ¡To mentira! Que cuente lo del forqueu. Allí no llegamos a mayores porque nos detuvo el incesto. Y a la vuelta de vacaciones, conversando delante de la recreación, le pregunté: “¿Qué tal el verano?”. Respuesta literal: “Muy bien. Entre polvo y paja”. Si se atreve a negarlo, recurro al mismo testigo que presentó
Inés contra Diego Martínez. Ese no falla.


JOSÉ MANUEL GARCÍA VALDÉS dijo...

Juanín, como sabes, mi padre, Manuel, era hombre de campo, de los recios y con mucho genio.Trabajaba en la Renfe. Su estilo de vida era trabajar y después trabajar. Durante la semana combinaba trabajo en empresa y trabajo en casa. Así día tras día, semana tras semana y año tras año. Y no necesito explicarte mucho a tí y a muchos otros porque era el pan nuestro de aquella España. A la sazón había en Casorvida un cura,llamado D. Germán, fanático de las reglas cristianas, una de ellas era la de oír misa los domingos y fiestas de guardar. Mi padre no tenía tiempo para cumplir, los domingos y fiestas eran los que aprovechaba para " cuchar" (abonar), sembrar segar ... Aquel integrista de cura la tomó con mi padre y lis domingos le espiaba para cazarlo en plena faena campestre. Un buen día, mi padre, harto de tanta persecución, se enfrentó a él, incluso le amenazó, jugándose algo más que el buen crédito. El cura se arrugó y cesó la persecución. Un buen día se encontraron y el cura le dijo:
"Manolo, Manolo, Vd. no tiene remedio".
Hago mías aquellas palabras y te digo:
"Manolo, Manolo, has pecado carnalmente, vete a confesarte y haz penutencia".
Los maizales y los pajares son muy peligrosos, incitan a ese tipo de transgresión; tú caíste, yo aún me mantengo cual lirio, más ahora en que la carne ya no es ni flaca. Antes pequé poco, ahora virgen y mártir. Carnem vestram domate ...
Acuérdate de que tenemos muchos asuntos, incluso filosóficos, que arreglar.
Un abrazote.

MANOLO DÍAZ dijo...

Valdés, paisanos como Manuel G. Gafo ya nun los fabrican. Pepe el Ruxu, soldau del mismu ejército, tampoco tenía munches simpaties po los curas. Yera tan austeru que cuando vio en la lista del equipaje requeriu pa ingresar “un cepillo de dientes” dijo: “Pa qué querrán eses tonteries”. Del albornoz nun dixo na porque nunca lu oyó mencionar y nin p… idea de lo que yera.
Morrú trabayando.
De lo nuestro ya falaremos. Sabes cuánto te quiero.

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