miércoles, 31 de agosto de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 4 . Merche

 



Como no podía ser de otra manera —y después de muchos avatares— terminé fuera del seminario en las navidades de 1970. Los traumas eran ya demasiados. Intentar forcejear contra la naturaleza, la genética y otros tales enemigos sin armas consistentes, por no decir absurdas, era poco menos que imposible. Y aún más insensato era tratar de luchar sublimando místicamente las exigencias o necesidades físicas para convertirlas en algo llevadero, lo que venía a ser lo mismo que sentarse sobre el cráter de un volcán pensando que eso sería suficiente para impedir la erupción.

Regresé de nuevo a casa después de ocho años de seminario y tuve que reciclar a marchas forzadas mentalmente todo lo vivido y acoplarlo a una vida nueva que se parecía tanto a la anterior como un huevo a una castaña. No fue fácil y no hubo tregua en la adaptación. Tenía prisa por encajar en el engranaje de la vida cotidiana, sobre todo porque me sentía descontextualizado, desorientado y rezagado en el camino por el que circulaba todo el mundo.


Al día siguiente de llegar a casa me crucé en la calle con un compañero de trabajo de mi madre, funcionaria en la Delegación de Hacienda de Palencia y, como ya nos co- nocíamos desde hacía tiempo, paramos a tomar unos vinos en uno de los bares de la calle Mayor. Leandro, que así se llamaba, participaba activamente en un grupo de teatro recién creado junto a unos cuantos amigos. Esa misma tarde me los presentó y al día siguiente me llevó a uno de los ensayos que solían celebrar en un colegio de monjas, quienes prestaban amablemente no solo las instalaciones, sino también al grupo de chicas que componían el elenco femenino, todas ellas dentro del tramo de edad comprendido entre los diecisiete y veintiún años. Lo que se estaba ensayando eran unos entremeses de Cervantes que yo ya conocía, lo que me dio pie no solo a incorporarme al grupo como actor sino también como parte activa en la dirección junto con Leandro y su amigo Rafa.

Ambos, conociendo mi situación de ex seminarista, y habida cuenta de mi notable aroma de indocumentado en asuntos terrenales —derivado de mi anterior vida frailuna—, dieron por hecho que tenían que actuar de mentores en las cosas de la vida civil que me eran desconocidas, es decir, casi todas, sobre todo las relacionadas con las costumbres y demás aspectos sociales del grupo, como por ejemplo ir de vinos a la calle Barrio y Mier que tenía más bares que portales. El resultado de aquel primer día fue, como era de esperar, una cogorza dantesca de la que fui consciente porque el suelo de la acera no paraba de moverse bajo mis pies, lo que parece ser, según opinión mayoritaria, síntoma claro.

Fue la primera y también la última, porque al día siguiente me levanté tan mal que, recuperadas ya las entendederas, juré no volver a repetir semejante estupidez.

Y también al día siguiente hubo ensayo. La obra avanzaba a buen ritmo, entre otras cosas porque las monjas pensaban estrenarla en su estupendo teatro el día de la fiesta de la fundadora de la orden —de la que no recuerdo su nombre— y que era un mes más tarde. Nada más empezar el ensayo me percaté de la presencia de una chica morena, muy guapa y estilosa, con una melena negra como el azabache y tan brillante como sus ojos. No le quité la vista de encima mientras duró el ensayo y cuando terminó y el grupo de actores fue desapareciendo poco a poco camino de sus casas, viendo que mi trayecto de vuelta coincidía con el suyo me ofrecí a acompañarla. Fuimos hablando mientras caminábamos. Se llamaba Mercedes, Merche para los amigos, Merceditas para su madre y «Oyestú» para el tronco de su hermano. Su padre acababa de morir hacía algo más de un mes en un accidente de tráfico, razón por la cual ella andaba un poco ensimismada y deprimida, así que yo la consolé lo mejor que pude, ayuda que no le debió resultar muy eficaz básicamente por mi falta de experiencia en el trato con las féminas.

Nos despedimos en la puerta de su casa y ella me dio las gracias por acompañarla; naturalmente, yo le respondí que le acompañaría también el resto de los días. No hubo más, pero en el camino de vuelta a mi casa empecé a pensar en su timidez, que luego quedó demostrado que no era tal; en su mirada franca y directa, que luego quedó demostrado que era tal cual y, en fin, en su agradable carácter y en su no menos atractivo físico. En resumen, que quedé tocado y mi ávido cerebro, tantos años ayuno de experiencias decentes o, si se quiere indecentes, según se mire, pidió con urgencia reparación inmediata. Empezaron a fraguarse en mi imaginación estrategias de acercamiento y todo tipo de procacidades que ya no me estaban vedadas, así como un sinfín de versos para exaltar mi amor, a cual más cursi y descabellado. Por suerte no recuerdo ninguno. Mucho tiempo después, con el paso de los años, con la mollera más ordenada y lúcida, y extrapolando datos de otras experiencias de este tipo, llegué, demasiado tarde, a la conclusión de que una de mis debilidades más estúpida e inútil y que más disgustos me ha dado a lo largo de mi tragicómica vida sentimental ha sido la de enamorarme de quien se siente maltratada o herida o deprimida por las circunstancias de su vida. Y ello con el único fin de consolarla o protegerla y, creo yo que, en el fondo, en busca de mayores garantías de éxito. Y Merche en aquel momento era la persona más idónea que se podía cruzar en mi camino.

A la mañana siguiente tanto Leandro como Rafa, que me habían seguido todo el trayecto de vuelta desde el colegio de las monjas mientras acompañaba a Merche, me informaron de que la interfecta tenía novio, y que este era un broncas celoso y que tuviera cuidado, aunque no tenía por qué preocuparme demasiado porque para eso estaban ellos allí. Me quedé un poco perplejo, pero enseguida me explicaron que se habían percatado durante el ensayo del día anterior de que no le había quitado ojo de encima, y entonces, conociendo los antecedentes y previendo los consecuentes, decidieron vigilarme a distancia por si en algún momento me hiciera falta una mano. Esto son amigos...

Y como también previeron que, por razones obvias, yo estaba bastante pez en cuestiones amatorias, decidieron por su cuenta y por turnos darme unas cuantas clases particulares sobre acercamientos, contactos, corrientes eléctricas y chispazos amatorios, todo ello para no estropear lo que parecía haber empezado razonablemente bien.

Rafa comenzó poniéndome al día de la jerga lingüística relacionada con el asunto. Así por ejemplo me explicó que «darse el lote» significaba apretarse frontalmente contra el pecho de la pareja durante el baile de manera que uno pudiera notar o percibir con claridad los bultos del contrario, en la parte superior los de la contraria y en la parte media los del contrario, matiz importante a juicio de Rafa. El «profesor» aconsejaba, además, practicar esta modalidad en espacios oscuros, porque el pudor y la decencia se debilitan al amparo de la noche o en su defecto de la oscuridad, y las chicas se liberan con más facilidad de sus ataduras mentales. Algo muy parecido venía a significar «darse un filete», que era casi lo mismo pero de baja intensidad, como la corriente de 125 con respecto a la de 220.

Y Leandro, todo un experto teórico en zonas erógenas periféricas, que es por donde, según parece, se empiezan las maniobras, también me puso al día en este territorio de las manualidades y donde cualquier tejemaneje resultaría menos sospechoso y más justificable como cosa accidental o imprevista. Así, por ejemplo, el roce casual de una mano contra otra o una suave caricia pasando los dedos por el perímetro exterior de la oreja con la excusa de recolocar algún cabello suelto de la chica, o tocar sin querer el muslo de ella con la rodilla propia (o viceversa) mientras se mira en dirección contraria para despenalizar la maniobra, y un largo etcétera muy estudiado y clasificado. Solo cuando se tenía constancia de que la chica no había rehuido el contacto casual podía pasarse a mayores y entonces, eso sí, ya se podía colocar una mano en el hombro con cierta seguridad de no ser rechazado intempestivamente. Eso sí, había que hacer todo al principio con levedad y aprovechando momentos como, por ejemplo, ceder el paso en una puerta a la dama, lo cual siempre sería un movimiento muy natural e incluso educado, y rechazarlo un acto de grosería. O bien ofrecerle a una chica la mano para ayudarla a levantarse de una butaca...

En fin, todo muy interesante, sobre todo para alguien como yo, que las únicas personas del sexo femenino que había visto en los últimos diez años, las monjas, iban todas tapadas de los pies a la cabeza y tan solo dejaban ver de su humanidad un rostro con los mofletes aplastados represoramente por las tocas que no dejaban un solo resquicio por el que pudiera colarse un solo gramo de lujuria.

La madre Josefina, que era la superiora o directora del colegio donde ensayábamos, también había tomado buena nota de mis movimientos y miradas sobre Merche durante aquellos primeros ensayos. Pero ella, bastante más profesional que Leandro y Rafa juntos, lo había hecho desde la penumbra, al final del patio de butacas y parcialmente oculta por una columna. Y además de observar había pensado y también había decidido muy cartesianamente que Merche tenía un novio muy macarra que no le gustaba, entre otras cosas porque consideraba que era bastante tarugo y además se propasaba; que Merche era una de sus protegidas, en gran medida por el aún reciente y doloroso fallecimiento de su padre, y no estaba dispuesta a que se perdiera en el laberinto de la vida con semejante zopenco; que yo le convenía más porque era ex seminarista y por lo tanto moralmente irreprochable, algo de lo que se había informado a través de Rafa y Leandro con abundancia de datos. Y por último, que tenía que establecer un plan de acción para enderezar el peligroso camino de su protegida. Lo hizo a conciencia. A partir del tercer día de ensayos adelantó una hora el horario, de manera que yo tuviera una hora más para acompañar a Merche a su casa y el garrulo con el que salía, que estudiaba el bachillerato nocturno, tuviera una hora menos, aunque lo cierto es que se saltaba la mayor parte del horario lectivo y algunos profesores ni lo conocían, cosa que no les pasaba, en cambio, a muchos de los camareros de los bares de la zona; pero como no quería que Merche se enterara de que no pisaba por clase, no osaba asomar el morro por los alrededores.

Como segunda medida, la monja decidió que lo mejor era asegurarse el resultado y para ello encargó a la profesora de costura, que era una de las clases a las que Merche asistía, que la alumna confeccionara un jersey de punto de cuello alto como práctica de curso. Para ello no solo tenía que tricotar con esmero sino también, y como paso previo, tomar medidas al modelo que, evidentemente era yo. Así que me hacía quedar en su despacho media hora antes del ensayo, mandaba venir a Merche y acto seguido desaparecía, requerida urgentemente por sus obligaciones de directora, dejándonos a los dos solos. Al principio Merche iba y venía con su cinta amarilla de medir toqueteando el cuello, los hombros, los brazos, la espalda, el pectoral y la cintura, y yo resistiendo como podía aquellas «inocentes» tomas de datos sobre mi humanidad que, inútil es negarlo, eran sumamente placenteros, sobre todo cuando Merche se ponía a considerar si el jersey quedaba corto o largo y de- cidía alargarlo hasta un palmo por debajo del cinturón. Era entonces cuando aparecía y se manifestaba el temido bulto delantero que Merche no dudaba en manipular con cara inocente, o sea, aparentando profesionalidad o simulando tomar la decisión de si medir a lo ancho o a lo largo. Merche no se cortaba con las dudas. Una de sus cualidades es que era decidida y no tenía prejuicios al respecto.

Y cuando el jersey estuvo terminado y me lo probó, empezó a repasar y alisar las arrugas con la mano. Al principio con rapidez profesional, pero a medida que alisaba por la parte inferior, con más lentitud y demora. Y justo cuando aquel día se acercaba peligrosamente al centro geométrico, se oyeron en el pasillo los pasos apresurados de la madre Josefina, por lo que rápidamente recompusimos la postura y Merche se alejó dos pasos para observar con distancia profesional el resultado final. En ese momento se abrió la puerta y apareció la monja con una sonrisa de satisfacción al comprobar el magnífico trabajo de Merche, y me refiero al jersey, naturalmente: un jersey ajustado de color tabaco con rayas de color beige en los puños y en el cuello. Y también su magnífico trabajo de alcahueta con un mozalbete alelado con Merche hasta los tuétanos que, para entonces, ya le había propuesto una primera cita al sábado siguiente por la tarde, para invitarla a tomar algo y charlar. No habían pasado ni dos semanas desde mi salida del convento.

Ello demuestra que una de mis características es la rapidez y la capacidad drástica de adaptación a los cambios de aires, pero al éxito inicial casi siempre he tenido que aña- dir el fracaso final aunque, sinceramente, en la mayor parte de los casos no debido a fallos humanos sino a fallos en las instalaciones —a veces escenarios intimidatorios y evidentemente muy preparados para facilitar el pecado, cosa a la que yo no estaba acostumbrado—, o en la maquinaria —es decir, fallos por desconocimiento de la mecánica del acercamiento sexual, o azoramiento y titubeo por miedo a dar un mal paso y ser rechazado, o por ceguera ante la evidencia de las claras intenciones de la parte contraria—. Suele suceder en los accidentes de circulación.

El caso es que yo no era muy consciente ni estaba se- guro de lo que tenía Merche en la cabeza con respecto a mí, así que por si acaso, y para apuntalar el resultado, le dije que viniera al día siguiente a mi casa para hacerle un retrato. Se me daba bastante bien pintar y dibujar, es un decir, lo cual era un buen recurso para ligar. Mi intención con el dichoso retrato era intentar pasar de lo empírico a lo material, que era mi verdadera asignatura pendiente. Suponía que Merche no pondría muchos reparos porque ya había dado muestras de ello, pero el problema era yo, que aún andaba con un alto grado de obstrucción mental de la libido que me impedía profundizar en los aspectos más físicos o eróticos, lo que constituía un grave problema. Los engranajes no estaban engrasados y necesitaba ponerlos a prueba con urgencia. Así que todas aquellas tentativas llenas de vacilaciones y amagos constituían una auténtica tortura, ahora creo que no menor que la que provoqué en Merche con mis inseguridades y omisiones.

Finalmente el retrato quedó angelical e ingenuo y se lo regalé. Lo enmarcó y lo puso encima de su cama, según me dijo, sustituyendo a una lámina de la Virgen María, algo que su madre le recriminó, pero supongo que bastante virgen era Merche para lo que a ella le hubiera gustado.

El sábado siguiente, y en cumplimiento de la cita, la invité a un chocolate en un bar de la calle Mayor y luego al cine. No recuerdo muy bien de qué película se trataba, pero sí que ella me cogía desesperadamente de la mano cada vez que la escena que se proyectaba le provocaba miedo o sobresaltaos, y una de las veces incluso se me abrazó, aunque solo parcialmente por culpa del maldito estorbo del apoyabrazos de la butaca que se interponía entre ambos. En la película también había besos apasionados entre los protagonistas y yo juraba que a la salida le daría uno al dejarla esa misma noche en su casa, sin caer en la cuenta que allí mismo, en la oscuridad de la sala, era el mejor sitio posible, como lo demostraba fehacientemente el aforo, que estaba a todo menos a ver la película. Pero la demora en pasar a la acción no era más que falta de valentía para afrontar el reto y, llegado el momento, en ese y en otros muchos que se repitieron muchas más veces, me entraba el pánico y las dudas sobre si no estaría propasándome con Merche si la besaba, o si eso no sería un abuso por mi parte, casi como un allanamiento de morada o una invasión en su intimidad bucodental.

Habían pasado ya algunas semanas desde que salía con Merche. La obra de teatro se había estrenado sin contratiempos y hasta me atrevería a decir que con un cierto éxito, y por fin Merche, habida cuenta de mi falta de operatividad, había decidido aumentar las revoluciones. Así que me llevó a uno de los locales más clásicos de Palencia especializado en el solaz y esparcimiento de novios, amantes y demás especímenes del ramo. Tenía el local dos pisos. El de abajo consistía en una barra normal y un espacio con mesas bastante amplio donde se servían refrescos para familias con niños, o sea, un caos; y en la parte de arriba, otro espacio con silloncitos dobles corridos y mesas bajas, desde luego tan poco iluminado que permitía a las parejas actuar amparadas en la acogedora penumbra. Yo no había estado nunca en un sitio así por lo que se me erizaron los pelos cuando pude entrever la actividad de las parejas, de las que no se distinguía más que un solo bulto sin límites individuales . Aquellas sombras apenas ayudaban a identificar dónde empezaba y terminaba cada uno.

Nos pusimos en una de las mesas que quedaba libre y le pedimos algo al camarero. En cuanto nos dejó los vasos sobre la mesa, Merche empezó a acercarse y a acariciarme la rodilla y entonces me imaginé que todo el mundo estaba pendiente de lo que yo hacía por lo que en vez de abalanzarme sin contemplaciones sobre alguna parte indeterminada del cuerpo de Merche, que es lo que debería de haber hecho, empecé a retroceder disimuladamente con la imaginativa excusa de que seguramente se había sentado muy al borde, con el consiguiente peligro de caerse. Pero la realidad es que yo estaba invadido por el miedo a adentrarme por primera vez en los terrenos de la carne. Y finalmente fui yo el que, sentado demasiado cerca del borde, tropecé con mi pie en la pata de la mesita, me caí y arrastré en mi caída la mesa, los vasos y un platito de cacahuetes que siempre dejaban los camareros con la bebida. En el plato parecía que eran pocos, pero esparcidos por el suelo eran como un enjambre de abejas con reina incluida revoloteando de acá para allá.

Se organizó un estruendo terrible y de pronto se en- cendieron las luces, apareció el camarero, se puso a limpiar todo aquello y yo ni siquiera me atreví a mirar nada que no fueran mis zapatos, de la vergüenza que pasé. Al cabo de un rato todo volvió a la normalidad. Nos volvieron a traer nuevas bebidas y la actividad volvió a ocupar de nuevo a los novietes, ya amparados de nuevo en la penumbra. Merche se bebió de un trago el refresco y me dijo con cara de pocos amigos que ya era un poco tarde y que la acompañara a casa. Fue una despedida fría, heladora si se quiere, y a partir de ahí la cosa empezó a diluirse. Merche empezó a tener muchas cosas que hacer y no podía quedar conmigo los sábados o los domingos por la tarde. Y algunos días más tarde la vi a lo lejos con otro joven que, ese sí, la cogía de la mano con ojos tiernos. Entonces comprendí que aquello se había terminado.

Ante la total ausencia de actividad amatoria retomé de nuevo mis actividades con Leandro y Rafa, a los cuales no necesité hacer ninguna relación pormenorizada de los hechos que me condujeron al fracaso porque estaban perfectamente al tanto de todas mis correrías, especialmente de la última, que fue la peor. No sé dónde recibían tanta información y sobre todo tan detallada, pero lo cierto es que la conseguían y luego me informaban más o menos imperativamente sobre lo que tenía o no tenía que haber hecho. E incluso me recriminaban sin miramientos: «Pero Jesús, no me jodas, cómo no se te ocurrió hacer esto o aquello o lo de más allá». Ambos podrían haber creado juntos una nueva oficina de agentes secretos palentinos con la madre Josefina de jefa. Palencia es una ciudad pequeña y se sabe todo al momento, lo que facilitaría mucho las cosas.


4 comentarios:

JOSÉ MANUEL GARCÍA VALDÉS dijo...

Amigo Jesusache, de tu historia amatoria postconventum, "deduzo" que no tuviste la suerte de tener de profesor como tuvimos nosotros, al Desiderio, el de Campohermoso. Con aquella psicología que él impartía te ponías al día en todos esos complicados avatares del amor y no la guerra. Nos explicaba cómo reacciona el cuerpo cuando un agente externo y extraño, como la pulga, te pica. ¿Qué diferencia pude haber entre la pulga y Merche? Pocas si ambas te pican. En la piel se produce un cosquilleo, se te eriza el vello, y se aviva un fuego interior que aviva el tizón aquiniano, pudiendo llegar a una erupción de piel e, incluso, a una polución nocturna. Según Desiderio todo ese proceso es algo pasajero que se puede combatir con baños de agua fría, como la de un las duchas aquellas de aquellos tiempos, y con mucha oración. Así fue como muchos de nosotros logramos superar la crisis y salir ilesos e inmaculados. En Palencia, donde unos pocos de nosotros hicimos el noviciado, tenías la Iglesia de S. Pablo para ir a orar y un montón de frailes para que te dieran consejos de como ensayar con la Merche. El P. Desiderio y sus enseñanzas de psicobiología fue nuestro maestro de vida. Tal es así que yo cuando me vi por primera vez una Disco supe sobrevivir, eso sí, la piel se me erizó, sufrí sarpullidos y algo más que polución nocturna. Hay que saber buscarse un buen profesor que te guíe. Lo que ocurre es que tú saliste hambriento y no había pan suficiente para calmar tanta necesidad. Cuando dicen que la carne hay que seleccionarla bien y saber digerirla por algo será. También es cierto que se necesita mucha penitencia para limpiar los pecados de la carne. Doy por hecho que te estás esforzando y cumples a rajatabla los baños de agua fría y la oración constante, eso te hará más liviana la eternidad eterna. Yo, para no verme envuelto en problemas, ya no peco en lo referente a la carne ni al pescado, de ese modo gozaré de una buena visión por la eternidad.
Si ves a la Merche háblale de mí.
Abrazos castos.

Jesus Herrero Marcos dijo...

Querido José Manuel, tuve al Desiderio de profesor y, en nuestro curso, si la memoria no me falla, no nos habló de pulgas, pero sí de agua fría, aunque muchos entendimos que eso era solo para las ranas. Sí recuerdo en cambio un enorme tostón sobre las reacciones del cuerpo humano a los agentes externos. La Merche podría ser considerada como un buen agente externo y desde luego, por los testimonios que he ido recogiendo de muchos antiguos alumnos, el Desiderio tenía razón en casi todo lo referente a lo de las "reacciones". Yo no supe sobrevivir a este primer agente externo por culpa de su excesivo tamaño, me refiero al agente externo, no me malinterpretes. Actualmente me estoy esforzando en no hacer tanta penitencia como antaño, aunque ahora la penitencia me viene impuesta por una evidente mengua en algunas cosas por culpa de la edad. Es decir, que antes que podíamos no nos dejaban y ahora que nos dejan ya no podemos. Un auténtico purgatorio. Hablaré de ti a la Merche si la veo, pero a lo mejor ella no quiere verme a mi. No te garantizo nada.

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Enhorabuena de nuevo, Jesús, pues el filón de oro que es este despertar sexual se vuelve más grande y aquilatado a cada línea hasta la apoteosis final del fracaso previsible. Quienes en el momento de ese mismo despertar seguíamos fidelísimamente las exigencias de una vocación a ser “pescadores de hombres” nos contentábamos con que la “explosión nocturna” (¡mira que llamarla “polución”!) fuera precedida de un “sueño dulce” y, al despertar, a otra cosa mariposa.
Dicho sea de paso, muchos de los que continuaron con su afán de “pescar hombres” supieron sublimar tan enorme fuerza natural con el atractivo de una misión cuya recompensa recompensaba incluso la represión o encauzamiento de tan impulsivo instinto. Digo “muchos” porque algunos, como es bien sabido, se la dieron con queso a la institución eclesial aprovechando las buenas relaciones con las “consagradas” o, lo que se ha vuelto escándalo rabioso, con adolescentes de uno y otro sexo.
Viniendo al añorado y sin par Desiderio, los de mi curso de Las Caldas, los “cursarios”, le debemos mucho en cuanto al discernimiento de lo que realmente es el sexo. En el curso 59-60, segundo de Filosofía, o en el siguiente, él nos dio un cursillo sobre “la animación del feto”. Con lo jacarandoso que era, nos advirtió al iniciarlo que trataría el tema profesionalmente y que no permitiría ninguna sonrisita, pues, para introducir convenientemente la cuestión, tenía que explicarnos a fondo el funcionamiento de los órganos sexuales masculinos y femeninos. ¡Y vaya si lo hizo sin que ninguno esbozara ni la más leve sonrisilla de tan absortos como nos tenía! ¡Magistral, francamente magistral! Creo que, tras ello, nosotros éramos en aquel entonces los jóvenes españoles que más sabían sobre el funcionamiento de la sexualidad humana.
Viniendo al tema central del cursillo, Desiderio dejó la cosa en tablas, tal como sigue estando hoy, pues, entre las muchas opiniones que nos expuso sobre la “animación del feto” (hoy diríamos sobre cuándo el feto puede ser considerado “sujeto de derechos inviolables”), la más común es que podría producirse sobre la duodécima semana de la gestación, cuando el feto ya tiene un cierto soporte orgánico para considerarlo como ser racional o como persona con todos los derechos (como feto en el que Dios ya había infundido un alma, en el lenguaje clásico de la época). Tanto los abortistas como los antiabortistas de nuestros días deberían asistir a un cursillo como el que nos dio en aquellos lejanos tiempos oscuros nuestro excepcional por tantos motivos Desiderio, bibliotecario tan pulcro como ordenado que también era. Observa, amigo Jesús, que he dicho “deberían asistir” y no “deberían de asistir” expresando “deber”, no “suposición”, porque a ti se te ha colado ese “de” que descoyunta la frase al pretender que sea suposición lo que es deber cuando dices: “que es lo que debería de haber hecho”, lo de meterle mano a la compinche. Lo digo solo para contribuir a la pulcritud y elegancia literarias de un escrito que debe aspirar a la perfección.
Os recuerdo, en otro orden de cosas, pero referente al “manubrio” de la cuestión, que Victorino, otro sólido y peculiar profesor de Teología en Salamanca, un día nos expresó en voz alta sus dudas sobre el hecho de que la masturbación fuera pecado por tratarse de un fenómeno tan universal y frecuente que podría considerarse como natural y, claro está, por muy incisivo que fuera el “pecado original”, la naturaleza no podría estar dañada hasta ese punto. En fin, Desiderio y Victorio, dos dominicos que llegaron muy lejos en cuestiones tan bellas, pero que nos hemos empecinado en convertirlas en espinosas.
Feliz día, feliz inicio de otoño y que una contundente “polución nocturna” colectiva se lleve de arreo la guerra, el costo de la energía, el IVA y la “alta clase feudal política” que padecemos.

Jesus Herrero Marcos dijo...

Efectivamente Ramón, lo que quiero expresar es "suposición", no certeza...

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