miércoles, 7 de septiembre de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 5 . Geni

 


Al grupo de actores que poco a poco se fue añadiendo al elenco a raíz de aquella primera representación teatral en el colegio de las monjas, se sumó Geni, una chica jovencita y muy guapa, melena negra, rostro equilibrado, ojos negros, figura estilosa y delgada, silenciosa, seria y alta, con más de cariátide que de Venus de Milo. Mi mente desocupada, o mejor dicho, vaciada de amores a mi pesar, empezó a ocuparse de aquella chica. No recuerdo muy bien de dónde vino, pero es probable que fuera amiga de alguien del grupo o también que fuera asidua a la misa de los domingos en la iglesia que las monjas tenían al lado del colegio y a la que asistíamos todos los actores, más o menos obligatoriamente, debido a la ominosa vigilancia de sor Josefina, muy meticulosa con respecto a los índices de asistencia del grupo de actores que luego, en caso de dudas o certezas al «pasar lista», podría tener incidencia en el reparto de las obras y la elección de actores.

La cosa es que Geni apareció, iba a misa y empezó a gustarme, y por lo tanto yo empecé a ocupar un sitio en el banco lo más cerca posible de ella. En gran medida este acercamiento también era debido a que Merche había empezado a dejarse ver con otro garrulo más dispuesto que yo a dispensarla caricias, contactos explícitos y besos, actitud mucho más adecuada a lo que cualquier adolescente pudiera esperar de una incipiente pareja en asuntos amatorios. Por lo tanto yo quedaba libre de ir y venir a mis anchas y de paso rellenar huecos y, no menos importante, sospechaba o tenía la esperanza de que Merche enarcara las cejas cuando se enterara o, directamente, me viera acompañado. Pero por suerte en esos tiempos solo se moría de amor en el teatro, sobre el escenario.



Por mi parte hacía ya mucho tiempo, incluido el tiempo del seminario, que la misa se había convertido en una rutina obligatoria y bastante fastidiosa, pero eran tiempos en los que no estaba bien visto cualquier opinión o actitud contraria a esta norma que para mí tenía más de carácter social que religioso. Así que yo dedicaba el tiempo para pensar en mis cosas y en las de los demás, algo evidentemente más práctico y menos masturbatorio desde el punto de vista místico.


Geni, en cambio, se abstraía aparentemente en la misa y se concentraba en su desarrollo ritual con seriedad, lo cual me facilitaba la observación directa de su cada vez más apetecible humanidad sin miedo a ser descubierto por ella. Así que yo miraba y repasaba de reojo todos sus salientes y entrantes salivando místicamente, ahora sí, por activa, pasiva y perifrástica, e imaginando y visualizando todo tipo de contactos físicos, desde los más casuales o inocentes hasta los más procaces, con lo cual lo único que conseguía era añadir más presión a la olla que, ya para entonces, silbaba estruendosamente por la válvula de escape. Al acabar las misas procuraba siempre salir de la iglesia con ella y acompañarla a su casa, y ella accedía siempre, lo cual me daba una cierta seguridad en la eficacia de mis acercamientos, incluso un día rechazó la compañía de otro miembro del grupo, que también la rondaba, para esperarme porque yo me había retrasado obstaculizado por la huida masiva de feligreses en el embudo de la puerta de salida. Eso me dio ya la confianza suficiente para invitarla a una cocacola aquel domingo por la tarde, cosa a la que accedió sin dudarlo ni un momento.


Volví a mi casa campechano y alegre con aquel primer paso hacia adelante. En el camino de vuelta me encontré con Leandro y Rafa que hacía rato habían iniciado la ronda de vinos después de misa, como era costumbre entonces en cualquier capital pequeña de provincias, mientras las hijas ayudaban a las mamás en la cocina a preparar la comida de los domingos e iniciarlas en esa mohosa costumbre y, por si no fuera suficiente, inocularlas la nefasta noción de dependencia y servicio hacia la parte masculina de la humanidad, cosa que por suerte ha desaparecido casi, aunque todavía quedan manchas de suciedad bastante rebeldes al jabón.


Rafa y Leandro, también asistentes a la misa, ambos guardaespaldas de mi integridad emocional, ya se habían percatado, por supuesto, de todos mis movimientos con Geni, así que después de informarme brevemente de las andanzas de Merche con su nuevo maromo, me pusieron al tanto de nuevas técnicas amatorias para practicar con «la nueva», después, eso sí, de haber estudiado en detalle las particularidades psíquicas de la interfecta con el fin de adaptar las estrategias, una vez que ambos habían coincidido en que lo más importante es que Geni estaba cañón y que solo por eso merecía la pena intentarlo.


Geni tenía una cierta tendencia a reivindicar la independencia de la mujer en la sociedad, pero como era muy joven —apenas tenía diecisiete años—, no tenía realmente argumentos sólidos o conceptos suficientemente claros como «emancipación», «dependencia», o «machismo», y mucho menos «feminismo», que por aquel entonces era una palabra que ni se escribía ni se pronunciaba, estando como estaba todavía el dictador sacando pecho junto a las hordas eclesiásticas del nacional catolicismo. Eran cosas que no se planteaban ni discutían so pena de ser considerado delincuente, inadaptado o inmoral.


Tal vez subconscientemente, Geni reivindicaba su independencia reclamando para sí oficios y actividades propias de hombres. Así por ejemplo, estaba obsesionada, entre otras cosas, con aprender a disparar una escopeta de caza como un hombre, e incluso, en momentos de exaltación, un rifle si se diera la coyuntura, aunque no supiera muy bien contra quién o qué disparar, porque, por un lado, tenía verdadero furor más que amor ecológico hacia los animales del bosque, y por otro, disparar a latas y botellas le parecía ordinario. Y a mí tampoco se me ocurrían ideas apropiadas como no fuera apuntar a las ramas de un árbol, cosa que a ella también le horrorizaba, pero como yo quería apuntalar a conciencia mis avances amatorios me declaré experto en armas —yo que ni siquiera sabía lo que era un gatillo, como no fuera un cachorro de minino—. Por lo tanto, aquel día de las escopetas y los disparos me vi impulsado, por razones obvias de lucimiento personal, a darle una charla sobre las partes de una escopeta de dos cañones, de un rifle con mira telescópica y de un revolver o pistola —la diferencia no la tenía clara, entre otras razones porque eso no se enseñaba en teología, que era de donde yo venía—. Todo ello con el fin explícito de dejarle claro que si buscaba arrimarse a un experto, el único que había por los alrededores era yo. El cursillo sobre armas se alargó, entre otras cosas porque mi imaginación nunca fue escasa y porque además había visto mucho cine y muchas películas del oeste y tantas o más de guerras mundiales en las que solían abundar francotiradores, que esos sí sabían disparar como los ángeles, es un decir. Y cuando ya estaba dispuesto a pasar al tema de los cañones y los tanques, algo que se salía un poco de la técnica de apretar el gatillo, se oyó una voz aguda que provenía de una ventana, situada en el segundo izquierda de la fachada, que la instaba urgentemente a subir a casa para ocuparse de las labores propias y dejarse de monsergas con desconocidos y despachar a un servidor a toda velocidad.


Por lo tanto no tuve más remedio que cortar mi disertación y despedirme apresuradamente y olvidarme del beso —solo, maldita sea, en la mejilla— que había pensado darle y para el que había pergeñado una estrategia concreta y precisa que consistía en el avance del pie izquierdo, sujeción de su brazo izquierdo con mi mano derecha y casto beso en la mejilla izquierda mientras la decía algo así como «adiós guapa, hasta esta tarde». Imposible imaginar tanta preparación y ensayo para tan escaso resultado. Y ya con el rabo en todo su esplendor entre las piernas, vuelta a casa, nada contento, no deprimido pero nada contento, porque analizada la cuestión por el camino, tuve que reconocer que el primer contacto con una hipotética suegra no había podido resultar más nefasto, lo cual era muy preocupante de cara a un futuro inmediato. Pero quién pensaba ahora en suegras.


Por aquellos días estaba bastante molesto con el control ejercido por la madre Josefina sobre el grupo de teatro. Solía provocar «charlas» a base de encuentros casuales para, entre otras cosas, proponerme algunas obras de teatro interesantes para representar en el futuro inmediato. En las charlas solía incluir también alguna sugerencia sobre que actores eran más idóneos para representar determinados papeles y alguna que otra referencia o apunte al asunto de Merche enfocado a reanudar de nuevo tan lamentable negocio, algo en lo que yo ya no estaba básicamente por mis esperanzas más o menos fundadas con respecto a Geni, una chica que sor Josefina no controlaba porque no era alumna de su colegio y por lo tanto no sabía nada de ella, lo cual suponía un problema, y más grave aún porque junto a Geni se habían incorporado un par de amigos y la muy ladina se temía que el grupo se le fuera de las manos poco a poco y escapara a su control.


Por otra parte yo había tenido anteriormente muchos contactos con el teatro contemporáneo ya desde los tiempos del seminario. Así por ejemplo, ya había leído algunas obras del «teatro del absurdo», y más concretamente «Esperando a Godot» de Samuel Beckett, mucho más apetecible para mí que cualquier otra que fuera arteramente impuesta por la ineludible madre superiora, más proclive a la invasión de territorios ajenos que al respeto por la capacidad de decisión del prójimo. Así las cosas, fue creciendo en mi cabeza la necesidad de salir pitando de aquel colegio para organizar las cosas a mi manera.


También por aquel entonces Rafa y Leandro trabajaban con la emisora de radio local haciendo entrevistas, magnetofón en mano, a todo el que se cruzaba en su camino para preguntar por los asuntos más diversos, extraños y peregrinos, y uno de los que se cruzó, dicho eufemísticamente fui yo. Y, como estaba previamente pactado, me preguntaron por el teatro en Palencia y por el grupo de teatro que había tenido tanto éxito —algo que se inventaron ellos para dar más importancia a la entrevista—, cómo se había formado y cómo se llamaba y otras muchas cosas. Como algunas de las preguntas surgían sobre la marcha y sin previo aviso, tuve que improvisar y cuando me quise dar cuenta, en apenas un cuarto de hora escaso, perfilé un futuro que ni yo mismo sospechaba ante la sorpresa de la pareja de amigos entrevistadores. Cuando me preguntaron si el grupo tenía un nombre contesté que sí, que se llamaba Grupo de Teatro Samuel Beckett en honor del recientísimo premio nobel y ya, totalmente embalado, añadí que la próxima obra del grupo iba a ser «Esperando a Godot», una pieza teatral que en cuya representación había participado en los tiempos del seminario un año antes y que me había causado un gran impacto. Rafa y Leandro no salían de su asombro con tanta novedad porque ambos pertenecían al grupo y tendrían que haber estado enterados de todo esto, así que una vez terminada la entrevista y apagado el aparato de grabar me pidieron explicaciones de todo y, naturalmente, yo les puse en antecedentes y, por supuesto en consecuentes, que no iban a ser pocos como se verá. Quedaron encantados con las explicaciones, tanto que empezaron a proponer y barajar fechas, nuevos escenarios y actores, pero sobre todo, una de las cosas que más les gustó fue salir de la jurisdicción de las monjas en general y de sor Josefina en particular. Estaban tan entusiasmados que me propusieron de inmediato incorporarme con ellos a lo de las entrevistas callejeras, seguramente aprovechando que yo también tenía aparato de grabar. E inmediatamente comenzamos también a planificar los temas de las próximas entrevistas, y la primera fue, ya que estábamos con la Semana Santa encima, el de las procesiones y la necesidad de mantener el ritual; o de si los cofrades tenían que ir con capuchón y con velas encendidas; o si era mejor el sucedáneo de la vela eléctrica; o si por razones higiénicas había que prohibir desfilar descalzos, por mucha penitencia que se quisiera hacer, teniendo en cuenta lo sucia que estaba siempre la calzada con el consiguiente peligro de infecciones o juanetes reventados y el consiguiente gasto a todas luces inasumible para la Seguridad Social; o si las autoridades debían ir al principio o al final de la comitiva procesional; o si Jesucristo tenía más de falangista que de comunista; o si la resurrección era creíble o no, y otro sin fin de pajas mentales y tonterías. Pero a la gente le gustaba opinar porque luego «salían por la radio», así que todos los entrevistados sin excepción, tenderos, viandantes, conserjes de bancos —siempre accesibles—, guardias municipales, maceros del Excelentísimo Ayuntamiento, señoras de compras, curas párrocos y frailes de San Pablo o de la Compañía y, faltaría más, algún que otro canónigo de la catedral, todos, todos preguntaban por la hora de emisión del programa para que todos sus familiares y amigos estuvieran al tanto y pudieran ser admirados por sus inteligentes o fervorosas respuestas. Incluso alguien, don Antonio, dueño de una tienda de lencería muy conocida de la calle Mayor se hizo al final de la entrevista su propio anuncio y recomendó muy encarecidamente a las penitentes desfilar en la procesión con bragas «La Gloria», una prenda muy pensada para casos como este en el que las ingles, válgame el cielo, terminaban escocidas después de varias horas de recorrido procesional a causa de remates y puntillas de baja calidad. Naturalmente estas bragas las tenía él en exclusiva recién llegadas de Alemania que parecía ser el lugar en el que mejor se trabajaba el género. A mí todo aquello me resultaba bastante divertido y en el fondo también preveía que, entre las nuevas perspectivas del grupo de teatro y mi actividad radiofónica, pudiera causar un plus de admiración y deslumbramiento en Geni, que era la que por el momento me atraía.


Pero tanta actividad mental y física también tuvo sus consecuencias. A raíz de la entrevista que se emitió el jueves siguiente y en la que yo hablaba del nuevo grupo de teatro Samuel Beckett y de su obra «Esperando a Godot» que en breve se iba a comenzar a ensayar, se dispararon las expectativas públicas con respecto a una nueva y moderna actividad teatral en Palencia, algo nunca visto, lo que a su vez también disparó las solicitudes para ingresar en el grupo de teatro de tal manera que tuvimos que organizar una especie de «casting». Y para ello tuvimos que pedir auxilio a la Casa de la Cultura de Palencia que disponía de un teatro muy acorde a nuestras necesidades organizativas. Y como los gestores de la institución estaban perfectamente informados, nos concedieron el permiso casi de inmediato y además nos hicieron la propuesta de cedernos la sala de teatro para todos los eventos presentes y venideros, incluidos los ensayos correspondientes. Algo que a sor Josefina la debió producir, según Rafa y Leandro, un cabreo de proporciones sobrenaturales cuando se enteró, que fue casi inmediatamente.


Con casi todo el viento en popa se organizó el examen de candidatos al ingreso en el grupo. Había que leer un texto y recitar sobre el escenario un poema de Lorca que habíamos elegido. Los del jurado calificador permanecíamos en el patio de butacas anotando minuciosamente en un cuaderno las características declamatorias de los participantes. Las físicas nos las comentábamos al oído con cara muy seria y profesional. Nos decíamos por ejemplo «¿te has fijado en las piernas de esa chica?» y cosas peores totalmente irreproducibles que luego no iban a más porque éramos tan inoperantes e inútiles como un pianista manco. Luego, para dar emoción e imponer respeto una vez terminada la prueba, se les informaba a los aspirantes que el resultado final se les comunicaría en un par de días. Naturalmente pasaron la prueba todas las niñas guapas que supieron interpretar el texto a nuestro gusto y algunos tipos del sexo contrario que también lo hicieron muy bien. Se nos podría haber tachado de machistas perfectamente, pero aquellos eran otros tiempos y el «casting» fue una buena excusa para tratar de ligar con garantías de éxito aunque, por suerte o por desgracia, no llegó a ninguna parte en ningún caso.


Pero entre tanta gente y tanto movimiento tampoco faltaron algunos intelectualillos deseosos de hacerse con las riendas de la dirección del grupo e imponer, como sor Josefina, sus criterios y su necesidad de notoriedad aunque solo fuera en el ámbito regional de una pequeña capital de provincia que despertaba a la modernidad con bastantes legañas en los ojos.


A todo esto Geni andaba por las sombras del patio de butacas observando silenciosa en un lentísimo ir y venir, tal vez pensando en disparar su escopeta o en vaya usted a saber qué, lo cual me daba mala espina, porque para colmo uno de los que pasaron la criba empezó a gustarla o viceversa, según me informaron puntualmente Rafa y Leandro, que seguían sin perder ojo a todo lo que pasaba a su alrededor. En aquel momento andaba yo pergeñando la estrategia de pintar un nuevo retrato, en este caso, lógicamente, a Geni, pero el exceso de actividad en el que me había metido me impedía encontrar huecos, y además me llegó el momento de ir a la mili que se me venía encima como un nublado, lo cual me producía un estado de ánimo sombrío, sobre todo cuando Leandro me contó que había visto a Merche magreándose en el reservado de un bar con el garrulo con el que salía desde hacía nada, cosa que según Rafa tenía que haber hecho yo también y entonces no estaríamos como estábamos y que más valdría que tomara nota para practicar con Geni con un poco más de intensidad porque de lo contrario estaba expuesto a un nuevo fracaso.


Y llegó la puta mili y me tuve que ir a un cuartel de Valladolid, y entre idas, venidas y ausencias prolongadas, Geni terminó por liarse con el nuevo que seguramente sabría mucho más que yo de armas, gatillos y cañones. Total, un nuevo fracaso sentimental, por llamarlo de forma dramática que siempre es más desgarrador y causa más impresión. Cuando me enteré me invadió un cierto desaliento e incluso me puse a repasar aquellos versos de Neruda en los que decía que podía escribir los versos más tristes esa noche en la que pudo escribirlos y terminó escribiéndolos casi sin querer y de repente, no sé muy bien la razón, me vine arriba y decidí no escribir versos tan tristes, sobre todo porque recordé lo que en cierta ocasión dicen que dijo el gran Winston Churchill, eso de que «el éxito es la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo». Pero como todo lo malo, también la mili finiquitó y fue para mí una liberación en la que mi único consuelo fue la de haber sido campeón de tiro con pistola, una Star de nueve milímetros que le sonaban las piezas y tornillos interiores. A buenas horas mangas verdes. Ahora ya no podría lucirme con Geni a pesar de que el nuevo acompañante, o novio o lo que fuera, no hizo la mili por pies planos y solo con oler la pólvora se mareaba.


Para cuando yo terminé la mili el grupo ya tenía una actividad importante y había alquilado un pequeño local junto a la catedral para realizar los ensayos de obras como la ya mencionada «Esperando a Godot», o Fando y Lys de Arrabal, e incluso algunos entremeses de Cervantes, los cuales nos producían bastantes dineros que pagaba muy gustoso un tal Franciscus, propietario de un pub que todos llamábamos cariñosamente «Pacus», en su honor, y que le llenábamos de clientes en cada representación. El dinero servía no solo para pagar el alquiler del local de ensayos, sino también para tenerlo surtido de bebidas tanto refrescantes como alcohólicas de alto octanaje que causaron más de una cogorza. Lo sobrante, que no era poco, se guardaba en una cajita de madera debidamente custodiada por turno semanal, y servía, a su vez, para pagar los materiales necesarios para fabricar los decorados de las obras y algunos guateques de cuando en vez en los que, al amparo de la penumbra, alguna se quedó embarazada por falta previsión, aunque justo es reconocer que daba mucho apuro ir a una farmacia a comprar preservativos porque el farmacéutico, y no digamos ya la farmacéutica, le miraban al comprador como si éste fuera un depravado disoluto e indecente, lo que ponía las cosas muy difíciles a una hipotética planificación familiar responsable y sensata. No obstante ahí empecé yo a dar algún achuchoncillo, o mejor dicho a recibirlo, porque yo siempre he preferido que se lanzaran sobre mí, —algo a lo que nunca puse reparos—, a lanzarme yo, siempre con el temor de tener que oír eso de «oyes rico, las manos quietas», algo siempre desagradable y a lo que nunca se sabe bien cómo reaccionar, temor cuyas consecuencias siempre me han ocasionado más perjuicios que beneficios. 


Al final había tanto dinero en la caja que algunos miembros del grupo pedían prestado y se les concedía el préstamo a condición de poner en ella un papelito con el nombre, la cantidad y la fecha de retirada junto a la previsible de devolución. Algunos, como Rafa, pedían poco y siempre devolvían el dinero antes de la fecha prevista, pero algún otro se llevó un buen puñado y nunca lo devolvió. Como es lógico terminó metiéndose en política y me da la sensación de que allí los fondos eran más cuantiosos y apetecibles, y las justificaciones del gasto más facilonas incluso que en la exigua y escuálida caja de un pequeño grupo de teatro de provincias.


El grupo terminó de desaparecer cuando algunos de sus miembros se casaron entre sí o, como yo, se tuvieron que ir a la nefasta mili o, como el que metía mano en la caja, se hizo diputado y desapareció con su novia eterna. Geni hizo la carrera de Medicina en Valladolid y terminó casándose con un tipo estupendo y yo, un poco despistado aún, terminé en Madrid tratando de estudiar cine justo cuando desaparecía la Escuela Oficial de Cinematografía y se creaba Ciencias de la Información. 


No duré demasiado allí porque la rama de Imagen de dicha facultad aún no estaba ni en pañales, el ochenta por ciento de las asignaturas no tenían nada que ver con el cine y la única que realmente merecía la pena era Estética, que impartía George Uscatescu. Las demás estaban sin estructurar ni programar. 


Algunos profesores caían allí como paracaidistas, como el caso de la ya por entonces famosilla Pilar Miró que intentó dar clase de fotografía a pesar de que estaba muy verde en la materia y los alumnos la ponían en constantes aprietos de los que ella siempre escapaba diciendo que ese asunto lo veríamos mañana… Así que con estos percances dejé de ir por clase definitivamente para dedicarme a otros asuntos.

2 comentarios:

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Delicia de narración que te mantiene en vilo esperando ver por dónde salen los tiros, aunque, claro está, ya se sabe por el título: saldrán por el lado del "Purgatorio". Claro que, en otro orden de cosas y preferencias, uno podría llegar a plantearse en serio si es verdad aquello de que "tiran más dos tetas que dos carretas", entendiendo por lo primero todas las curvaturas de la picarona muchacha y, por lo segundo, la seducción cuasi profesional del teatro en la espera desesperada a que alude. El relato se decanta claramente por el peso de lo último, pues nos deja al protagonista prácticamente "virgen" para nuevas acometidas. Bien por Geni, mejor por el teatro y todo el loor para el autor, no solo por revivir y hacernos revivir lo narrado, sino también por intentar tan meritoriamente que reviva este blog inyectándole oxígeno directamente en los pulmones. Obviamente, el blog es un moribundo al que, como encima le apliquen el IPC consolidado actual, lo dejan "turulato", que es lo que mi salerosa nieta de cuatro años de mí cuando me pongo a hacer tonterías con ella: "el abu está turulato". ¿No será que el blog está necesitando una Geni?. Gracias, Jesús, una vez más por el placer que me regalas al seguirte.

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Completad por favor la frase: ... mi salerosa nieta de cuatro años "dice" de mí... y eliminad el feo "punto" que se me ha colado tras el intrerrogante de "... una Geni?". Gracias.

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