miércoles, 28 de septiembre de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 7 . Verano en Cantabria

 




Y llegó el verano y me volví a Palencia para pasar allí las vacaciones. El segundo día de julio me encontré, cuando iba a hacer algunos recados, con un primo mío que vivía en Boston y al que apenas conocía. Tan solo tenía alguna difusa referencia familiar, comentada siempre en tono misterioso, entre admirativo y deslumbrado, refiriéndose al «primo que vivía en Estados Unidos», que «era un gran pintor de fama mundial». Narciso, que era como se llamaba, era artista y daba clases de pintura en una universidad privada en Rhode Island. Enseguida conectamos, sobre todo por mis afinidades artísticas, y nos hicimos amigos. Él andaba ya sobrepasando los cuarenta mientras que yo apenas acababa de aterrizar en los veinte, diferencia que él trataba de aliviar con ciertas dosis de progresía rampante y coleguismo, sobre todo para paliar los problemas psicológicos derivados de la preocupante e inminente pérdida de la juventud o de la amenazante llegada de la madurez y, desde luego, para tener acceso al contenedor de «carne fresca» que le proporcionaban amistades más jóvenes, siempre deslumbradas por «un artista de fama mundial que vivía en USA», que es como él se publicitaba sin ningún rubor, y a las que tenía mucha facilidad de acceso por su actividad artística que, justo es reconocer, era bastante merecida y que utilizaba para ligar sin miramientos, como también ya había hecho yo en más de una ocasión, como dejé dicho.

Narciso tenía en aquel momento el proyecto de utilizar una casa que había comprado en una pequeña localidad cántabra por cuatro gordas, para montar un estudio de pintura y dar clases, durante el mes de agosto, a un grupo seleccionado entre sus mejores alumnas (nada de alumnos) de la universidad de Rhode Island donde trabajaba. De esta manera pensaba amortizar los gastos de la compra del inmueble y los arreglos necesarios para convertirlo en habitable.


Enseguida me propuso ir allí durante el mes de julio para ayudarle a adecuar y adecentar el lugar y de paso veranear un poco. Naturalmente, a falta de otra cosa mejor que hacer, me ofrecí incondicionalmente y, dos días más tarde, en un «dos caballos» cochambroso y destartalado que también se acababa de comprar, nos fuimos a Cóbreces, que es como se llamaba el pueblo, una villa con mucha historia cercana a Comillas.


La casa era grande y conservaba todos los atributos típicos propios la arquitectura de la zona, como por ejemplo un balcón corrido muy bonito pero muy deteriorado en la fachada principal. En general mostraba un estado de abandono prolongado que hacía sospechar un elevado coste de tiempo y dinero en reparaciones. En la parte delantera tenía un pequeño prado lleno de hierbajos, pero suficiente para maniobrar o aparcar el «dos caballos». En el lado derecho de la fachada estaba la puerta principal, un portón astroso que pronto fue sustituido por una puerta más moderna con cierto aire sajón. En el lado izquierdo estaba la entrada de la cuadra con sus pesebres, lugar en el pernoctaban algunos gatos que pronto huyeron al comprobar las malas pulgas de Narciso. Haciendo cuerpo con la fachada, y en ángulo recto, había otro gran espacio destinado a almacenar forrajes y aperos agrícolas que fueron eliminados para convertirlo en estudio de pintura; y junto a este recinto otro más pequeño que también fue vaciado de todo tipo de cachivaches inservibles. En el interior, sobre las cuadras, con capacidad para cuatro o cinco vacas a lo sumo, se encontraba el pajar, otro gran espacio al que se accedía desde los pesebres por una peligrosa escalera y donde, después de asegurarnos de no correr riesgos, instalamos provisionalmente un par de camas mientras se arreglaban el resto de las habitaciones. Tras la puerta principal de la casa se instaló una cocina nueva en sustitución de la anterior y ya de paso se restauró y adecentó el resto de la planta baja, donde también había otra habitación además del cuarto de baño, un espacio amplio y luminoso junto al cual estaban las escaleras que conducían a la planta superior, con otras cinco habitaciones más con capacidad suficiente cada una de ellas para instalar, según las previsiones de mi primo, no menos de dos literas por habitación. Estas habitaciones tenían todas vistas al mar y daban a un prado descendente, con algunos árboles frutales, que terminaba en un seto descuidado y montaraz.




El asunto del agua era un problema serio, pero había en la parte trasera de la casa, junto al futuro estudio de pintura, un aljibe bastante grande, y ese primer día se hicieron las gestiones para contratar el servicio de abastecimiento por medio de un camión cisterna que llenaba el depósito cada quince días. También se hicieron un par de visitas, la primera al carpintero local para encargarle la reparación de barandillas, escaleras, balcones y marcos de puertas y ventanas, y la segunda al albañil para que fuera a tapar agujeros y grietas y rematar desconchones en la fachada. La última visita fue a la tienda para comprar suministros y como ésta se encontraba junto al bar, aprovechamos también para tomar unos vinos y comprar tres botellas de coñac y otras tantas de vermut que yo consideré cantidad suficiente para todo el verano y sin las que mi primo no podía vivir. Luego un paseo por la playa, aunque más que paseo fue visita de inspección para calcular las posibilidades de llevar a las futuras alumnas a un sitio decente y, no menos importante, inspeccionar al personal habitual para estudiar las posibilidades reales de ligar, cosa a la que era muy aficionado mi primo y de la que estaba bastante más necesitado que yo, entre otras razones porque hacía algunos años ya que se había separado de su mujer, o su mujer de él, que es lo más probable, y aunque en Boston estaba muy bien organizado, por lo que decía, aquí, en Cóbreces, no estaba dispuesto en entrar en dique seco en un período de tiempo tan largo como dos meses. Por otro lado, a sus alumnas no podía ni tocarlas por miedo a tener luego problemas de todo tipo a su regreso a Rhode Island, cosa que me recalcó puntillosamente en previsión de que yo pudiera meter la pata, y otras cosas, y dejar a alguna accidentalmente embarazada, lo que le ocasionaría una auténtica catástrofe judicial. Ningún problema por mi parte. Siempre quedaba el recurso de la mano tonta en privado si la necesidad apretaba.


Fue un mes de trabajo duro: Transporte de materiales diversos en el «dos caballos»; reorganizar, limpiar y pulir las praderas; habilitar espacios y vaciarlos de todo tipo de cachivaches inservibles; comprar literas suficientes para diez personas y alguna más para invitados; comprar un frigorífico con capacidad suficiente; revisar las instalaciones y en su caso repararlas, y otro sin fin de labores que yo realizaba a cambio de la comida, de la cual se encargaba la Ramona, una señora mayor y afable que vivía en la casa de al lado y que venía todas las mañanas, dejaba la comida y la cena preparadas y se volvía a su casa para atender a su hijo, un garrulo tipo macho ibérico desbocado y descerebrado que se pasaba el día comiendo o durmiendo o llevando las vacas al prado, o conduciendo un seat coupé rojo por las calles del pueblo a toda velocidad y, de vez en cuando, segando el prado de la casa, cosa que hacía sin prisas y dando siempre la sensación de hacer un esfuerzo sobrehumano. Era un peligro auténtico, pero a mi primo le gustaba porque le informaba puntualmente sobre las mozas del pueblo, las que estaban buenorras o no, las que se dejaban hacer o no y sobre todo dónde encontrarlas y a qué horas, información vital que mi primo absorbía y memorizaba con precisión.


A las once, todos los días, se paraban los trabajos para «tomar las once», o sea, el vermut de las once, y lo mismo a las doce, a la una y a las dos. A las dos ya con aperitivo añadido de aceitunas con hueso, porque las rellenas estaban muy caras y mi primo era más bien tirando a muy tacaño. Yo solía dejar pasar el vermut de las once y el de las doce, me tomaba el de la una, y no entero, y me comía las aceitunas de las dos solamente, pero a pesar de ello Narciso servía los dos vasos y si yo no bebía se trasegaba el mío con la excusa de no desperdiciar mientras me tomaba el pelo preguntándome si era todavía virgen o ya lo había solucionado. La única ventaja es que con tanto alcohol mi primo casi no comía y entonces yo, también para no desperdiciar, me comía lo que sobraba, aunque no sin protestas por su parte, porque decía que era mejor guardar las sobras en el frigorífico recién comprado, que para eso estaba, y así se ahorraba la cena.


Y después de cenar Narciso abría la botella de coñac y servía dos copas, yo bebía la primera y luego él se bebía las demás, repitiendo todo el ritual del vermut, lo que solía durar hasta las cuatro de la mañana. Le daba igual la hora porque apenas dormía, pero el problema es que a las ocho de la mañana ya andaba dando voces y haciendo ruidos innecesarios para despertarme. Parecía molestarle que yo durmiera estupendamente. La cuestión es que yo no conseguía dormir más de cinco horas seguidas con semejante incordio, lo que me obligaba a pasar el resto del día somnoliento con el consiguiente cabreo de mi primo, que solía increparme diciéndome que así no me ganaba el sueldo —nunca me dijo de qué tipo de sueldo se trataba— a lo que solía añadir que comía mucho y trabajaba poco, aunque se olvidaba de que mientras yo tenía las herramientas en la mano el solo tenía vasos y copas medio vacíos. De hecho se reponían las botellas cada tres o cuatro días y alguna vez se dio el caso de tener que ir a comprar, a horas intempestivas, un par de botellas al pueblo de al lado en una de esas tiendas que abrían durante toda la noche.


Con el mes de julio casi cumplido, la casa estuvo ya dispuesta para recibir a las diez americanitas del curso especial de pintura, y yo casi consumido porque no paraba de currar y además tenía que acompañar a mi primo en sus libaciones nocturnas de coñac. Solo quedaba por renovar toda la instalación eléctrica de la casa, y para ese menester se recabaron los servicios de su hermano Fernando, que al parecer era súper especialista en la materia —cosa que pregonaba él mismo con voz engolada y prepotente—. Se prestó voluntario para ir uno de los últimos días y solucionar el asunto. Narciso compró el día antes varios rollos de cable, bombillas, casquillos, tulipas, interruptores, cinta aislante y destornilladores y luego colocó todo sobre la mesa de la cocina para que Fernando no echara nada en falta y pudiera trabajar sin interrupción.


Fernando apareció ese día a las diez de la mañana y a las diez y media Narciso y yo nos fuimos a Santander para hacer algunas pequeñas compras y, sobre todo, a «limpiar la escopeta», o sea, que lo que quería realmente era ir de putas, porque se había pasado el mes intentando ligar con quien fuera y no se había comido una rosca, lo cual era lógico porque nadie le conocía en el pueblo y con su aspecto, entre progre pasado de años, desvencijado, algo sucio y con barba de varios días, las mozas del pueblo le miraban con cierta prevención y le rehuían. En Santander compramos cuatro bobadas, como tiritas, mercromina, alcohol, agua oxigenada y un par de rollos de vendas por si acaso, todo ello metido dentro de una caja metálica con una gran cruz roja en la tapadera, lo cual era absolutamente imprescindible para cubrir las apariencias de seguridad, los requerimientos de las normas americanas y en evitación de que se le pudiera achacar indigencia sanitaria. 


Y después de las compras nos fuimos al barrio chino que era donde estaba lo que a él le interesaba. No sería más de la una pero ya había señoras y señoritas enseñando las bragas en los portales así que mi primo y yo, calle arriba calle abajo, nos pusimos a repasar la mercancía con aires de desinterés para no mostrar ansiedad y no encarecer los precios. De vez en cuando, al pasar delante de algún portal, oíamos alguna grosería dicha con desparpajo, pero nosotros, sobre todo Narciso, poníamos caras de expertos mientras controlábamos por el rabillo del ojo piernas, culos, bragas, tetas y yo, particularmente, bocas desdentadas, dientes amarillentos, pelucas llenas de laca, uñas despintadas y zapatos de tacones desvencijados y mugrientos, por no hablar de olores a orines y basura añeja y cacas de perro por doquier. Con este panorama, mi primo, al llegar al extremo de la calle me dijo que había echado el ojo a una que estaba algo gordita pero que le apetecía y me preguntó si yo había visto algo interesante, pero le contesté que no tenía un duro, como bien sabía él, y entonces, para mi sorpresa, me dijo que me pagaba el polvo de su bolsillo. Se ve que tenía mala conciencia conmigo, porque después de todo el trabajo gratis que le había hecho en la casa tan solo a cambio de la comida de la Ramona, a lo mejor pensó que con cinco duros que le iba a costar la broma, saldaba cuentas a mi entera satisfacción. Total, que yo le dije que ese día no me apetecía nada, y sobre todo no quería que a costa del polvo acallara su conciencia. Y entonces se fue directamente a la gordita que le había hecho tilín y desapareció por el portalón del inmueble tras ella. Encendí un celtas para pasar el rato y cerca de diez minutos después volvió a aparecer abrochándose el cinturón muy castiza y ostentosamente, como dando a entender que ya había disparado la escopeta como un hombre. Luego me contó que la Juani, que era como se llamaba la señorita, estaba como un pan y se la había cepillado rápidamente a causa de la excitación que le produjo su culo, de tal manera que casi no le había dado tiempo ni a bajarse las bragas. Tanta explicación me hizo pensar que Narciso había tenido un gatillazo palmario y trataba de explayarse y adornarse para justificar la rapidez del servicio. Y de nuevo al «cuatro latas» camino de Cóbreces después de comer un bocadillo de calamares en una tasca mugrienta de aquella calle de Santander.


Llegamos alrededor de las cuatro de la tarde. Fernandito ya había comido, por supuesto había terminado la instalación eléctrica y se había sentado en la puerta con una copa de coñac a esperar nuestro regreso. Según dijo nos había esperado para inaugurar oficialmente la instalación, para lo cual Narciso tenía que darle al interruptor principal que estaba junto a la entrada y entonces se encenderían todas las luces para satisfacción general y admiración por su impecable trabajo. Así que Narciso se acercó al interruptor y bajó la palanquita con cara de alivio por la culminación de las obras y entonces algo explotó en alguna parte y empezó a oler a cables quemados. Se lió la de Dios es Cristo y empezaron a oírse tacos en inglés y en español y el jefe empezó a recriminar a Fernandito la chapuza y éste, a su vez, a defenderse echando la culpa a los fusibles y a la caja central que estaba hecha una mierda y que habría que haber cambiado desde el principio, pero que la tacañería genética de Narciso había evitado el gasto adicional ignorando que lo barato sale caro y, por lo tanto, el verdadero culpable era el jefe. O sea, que se explayaron de lo lindo el uno contra el otro. Y yo en el medio con más hambre que un gourmet en el Sahara, así que aprovechando mi neutralidad genética en todo tipo de conflictos, me fui a la cocina donde había una fuente casi entera de albóndigas, grandes y maravillosas como pelotas de tenis y me liquidé tres con un buen trozo de pan y un buen alijo de patatas fritas. Cuando terminé aún seguían discutiendo y poniéndose de vuelta y media. Pero cuando Narciso se percató de mi presencia y me vio limpiándome la boca con una servilleta de papel, empezó a meterse conmigo y a recriminar mi actitud y a decirme que con el problema que teníamos a mí solo se me ocurría comer y comer, y yo entonces le contesté que tenía bastante hambre, que el vermut solo se iba a la cabeza pero no al estómago y que la discusión en la que se habían embarcado me parecía estúpida y lo que había que hacer era comprar cuanto antes una caja de fusibles nueva y volver a hacer toda la instalación porque solo quedaban dos días y se echaba el tiempo encima, en vez de perderlo en broncas y batallitas. Parece que esto bastó para calmar los ánimos y acto seguido se pusieron manos a la obra y fuimos a comprar el material necesario para reparar el entuerto, lo cual se consiguió justo a tiempo para dar, por fin, la luz, justo cuando el sol se ponía en el horizonte marino.


Fernandito debía tener mala conciencia porque, ya vueltas las aguas a su cauce, nos invitó a cenar a Comillas, concretamente en «La Colasa», que era una casa de comidas muy tradicional regentada por tres hermanas mayores y gorditas que cocinaban como los dioses y ponían unas raciones descomunales y, para colmo, por cuatro duros. Me pulí una fuente entera de chipirones rellenos con pimientos y, por primera vez ese mes de julio, me fui a la cama sin que el estómago me organizara un mayo del 68.


Solucionados en apariencia todos los problemas nos volvimos los tres a Palencia, donde teníamos que esperar al grupo de diez adolescentes americanas procedentes de Boston que llegaban a Palencia en un microbús de lujo, expresamente contratado por mi primo, desde el aeropuerto de Barajas. Ese día descansaban en un hotel y al día siguiente, en el mismo microbús, de nuevo a Cóbreces, con Narciso y yo en el «cuatro latas» abriendo camino. Previamente nos habíamos puesto de acuerdo en algo que a mi primo —hábil negociador con incautos como yo— le convenía, sobre todo aprovechando mis habilidades: Quedamos en que yo les enseñaría a la alumnas español y, además, fotografía, algo a lo que yo era aficionado desde hacía años. No es que fuera buen fotógrafo, pero al menos tenía cierta experiencia y como «actividades complementarias» —y por supuesto gratuitas porque el servicio era a cambio de la comida—, le venían muy bien para apuntarse el tanto ante las alumnas y sus padres, casi todos multimillonarios como enseguida pude comprobar.


Llegados a Cóbreces el grupo se apeó del autobús lentamente y con gestos de admiración ante la casa que, previamente, Narciso les había publicitado como «casa típica de Cantabria de más de cien años, con todos los lujos y muebles de una casa rural con personalidad propia, tradicional y costumbrista», todo lo cual era muy apreciado por las americanitas y era aprovechado por Narciso muy arteramente para disfrazar las chapuzas y desarreglos arquitectónicos diciendo que había que conservar todo como estaba, así que cualquier fallo o anomalía se justificaba apelando a la sacralidad de lo etnográfico, con lo cual todas contentas.


El grupo era heterogéneo, las había gorditas y delgaditas, rubias y morenas, altas y bajas, guapas y más o menos feas, como en cualquier parte, y rezumando vitalidad y hormonas. Todas tenían cosas en común, aparte de su adolescencia, como por ejemplo la ropa: Vestían con ropa cara pero muy hortera, adoraban el dinero como pocas veces he visto, y todo lo relacionado con la calidad de lo que compraban o consumían estaba siempre conectado con el precio, cosa que Narciso tenía muy bien aprendido y siempre lo utilizaba para solventar problemas de todo tipo. Por ejemplo, ese primer día la Ramona había preparado para comer dos descomunales besugos al horno. Cuando apareció la cocinera con la bandeja de los besugos y la puso en el centro de la mesa, unas cuantas alumnas empezaron a hacer pucheros y a lloriquear entre exclamaciones entrecortadas y piadosas sobre los pobres pescaditos que había asesinado la Ramona, los cuales miraban impasibles al techo cubiertos de una costra de miga de pan tostada y bañada en jugo de limón patrio procedente de los árboles de la parte de atrás de la casa. Ante la negativa de no probar bocado de muchas de las alumnas Narciso liquidó el problema diciéndolas que era una pena desperdiciar un pescado que le había costado más de cincuenta dólares la pieza, naturalmente exagerando el precio lo más posible para causar sensación, y entonces empezaron a oírse vocecitas que decían, todavía con mucha pena, «bueno, entonces probaremos un poquito», mientras se secaban los lagrimones con la servilleta. De aquellos dos besugos no quedaron ni los ojos y yo tuve que andar listo para servirme un trozo más o menos decente. Y lo mismo sucedió con el pan. La Ramona había traído una hogaza enorme, un pan que al parecer era desconocido para las americanitas. Cuando lo vieron empezaron a decir que engordaba. Una nueva intervención de Narciso poniendo precio al desperdicio convirtió al grupo en un cardumen de pirañas de tal calibre que no hubo que recoger las migas al final.


Una vez instaladas en sus habitaciones Narciso organizó una excursión a la playa, algo que también iba incluido en el precio, mientras yo, circunstancialmente profesor de español a tiemplo completo, iba en medio del grupo señalando con el dedo todo tipo de objetos e instalaciones deletreando los nombres correspondientes en español, por ejemplo, «caaasaa» cuando pasábamos delante de alguna; aaaárbol cuando se nos cruzaba uno en el camino. Y luego ellas repetían a coro aaaárbol y caasaa y todos contentos, sobre todo Narciso ante la eficacia de mi magisterio. Poco a poco fueron aprendiendo otras palabras, algunas difíciles y otras peligrosas que, desde luego, yo no les enseñé nunca, como por ejemplo «joder», que alguna pronunciaba con hache aspirada y «polvo» que todas solían pronunciar con una w final bastante desconcertante, pero dejando muy claro su significado con un movimiento de brazos esclarecedor. La playa, aunque pequeña, les gustó mucho, lo cual encantó a Narciso al comprobar que todas estaban muy receptivas y admiradas con el entorno natural, casi carente de ruidos molestos, si descontamos los mugidos de alguna vaca descontenta o los ladridos de algún perro o el cacareo de algunos gallos al amanecer, sonidos todos ellos desconocidos en la vida cotidiana de las alumnas en su país de origen.


Al día siguiente empezaron las clases de pintura y Narciso les puso en círculo, cada una con sus instrumentos de pintura, alrededor de una castiza silla de enea con un pollo ajusticiado, desplumado y con la cabeza colgando ominosamente sobre un plato de loza. Ese era el motivo que tenían que pintar. Narciso era muy proclive en su obra pictórica a la exhibición escatológica de carnes sangrantes y tumefactas, según él para inquietar al espectador y según yo porque tenía una cierta tendencia morbosa hacia lo repulsivo, sobre todo en el territorio de lo erótico, donde no era fácil ver un culo sin una venda sangrante, lo cual le daba un cierto aire intelectualoide a sus despliegues pornográfico — pictóricos. Cada uno enjuaga sus manchas como puede. Así que lo del pollo no me extrañó lo más mínimo. Las alumnas no sabían qué era aquello que tenían que pintar porque nunca habían visto un animal vivo, y menos aún muerto y entonces, ante la sospecha de un nuevo asesinato animal, hubo algunos momentos de zozobra y, de nuevo, algunas lágrimas por parte de las alumnas, todo ello brillantemente resuelto por Narciso que apeló y arengó, como un general antes de la batalla, a la necesidad imperiosa de pintar todo lo que se cruzara en el camino y a superar impasibles cualquier tipo de sentimentalismos ñoños. El pintor es un notario de la realidad, dijo, ya sea buena o mala, bonita o fea, repelente o atractiva. Y terminó la perorata con un buen trago de vermut porque ya eran algo más de las once y añadiendo, a modo de posdata, que el pollo le había costado treinta dólares. Todavía no sabían las alumnas que ese pollo era parte de la comida de ese día. Las pobres solo conocían la palabra «pollo» asociada a un envase cuadrado envuelto en papel brillante y con letras de atractivos colores con las que se informaba escuetamente de su contenido, lo cual les alejaba de la cruda realidad de su existencia, su muerte, su desplume y su posterior descuartizado, fileteado y envasado y, desde luego, de la altanera, libertaria y bella estampa de un gallo de corral campando a sus anchas en el gallinero, ajeno por completo a su destino final. Todo muy higiénico.

Enseguida se pusieron todas a pintar la naturaleza muerta mientras mi primo iba pasando detrás de cada una de ellas dando instrucciones sobre aspectos técnicos y estéticos, supongo, porque como lo hacía en inglés no me enteraba de casi nada.

Entre tanto yo, profesor de fotografía, empecé dando clases a Débora, una chica de diecisiete años, la más joven del grupo, que era la única que había traído una cámara de fotos, sencillita pero más que suficiente para los escasos conocimientos que tenía sobre el asunto. Débora, o Debie, como la llamaba todo el mundo, era bastante exuberante físicamente en paralelo a su carácter impulsivo, es decir, que nunca pensaba en las consecuencias de sus actos, lo cual tenía el peligro de que podría meterse en líos más o menos graves inopinadamente. Por suerte hablaba bastante español, lo cual me servía, si no estaba Narciso a mano, para entenderme con fluidez con el resto de las alumnas y sobre todo para pararla los pies cuando fuera necesario, que era constantemente. Aquel primer día mi clase magistral versó sobre la fotografía de grupos, —para lo cual disponía de modelos estáticos pintando un pollo muerto—, y los distintos ángulos y alturas en las tomas en función del dramatismo que queríamos imprimir a las imágenes. Y a continuación, en la parte de atrás de la casa, con vistas al mar, el encuadre de los limones que colgaban de dos árboles que había junto a la fachada. Todo fue muy bien hasta que Debie empezó a encontrar similitudes entre los limones y sus tetas y como no tenía suficiente vocabulario para expresarse con precisión, tocó con la yema de su dedo el remate inferior del cítrico y luego pasó sus dedos suavemente sobre su camisa que enseguida, como no llevaba sujetador debajo, dejó entrever el volumen inequívoco de sus pezones, duros y enhiestos, mientras sonreía y decía en español «iguales, iguales», y yo, azorado y confuso por la espontaneidad, asentía entre admirado por la visión de su delantera y la sensación de peligro inminente que podría materializarse con la aparición repentina de Narciso o cualquiera de las alumnas. Rápidamente comprendí que mis clases, para no tener problemas mayores, deberían desarrollarse en lugares públicos porque, no había que engañarse, ante visiones y circunstancias semejantes y, sobre todo, con las hormonas desatadas, no sabía cómo iba a reaccionar o, mejor dicho, sí lo sabía.


Un par de días más tarde casi todas las alumnas se habían comprado una cámara de fotos con el fin de apuntarse a las clases. Se ve que Debie había hecho propaganda favorable del humilde profesor, e incluso hubo que establecer un horario para no entorpecer las clases de pintura, que eran las importantes, pero no hizo falta seguirlo demasiado estrictamente porque decidí que todo el mundo llevara sus máquinas a la playa o a donde fuera y dar una clase continua e ininterrumpida, con lo cual terminé por enseñarles la lección más importante sin ni siquiera darme cuenta: Que un fotógrafo se levanta de la cama con su cámara colgada al cuello y que se puede acostar por la noche sin pijama, pero no sin su cámara. Al final algunas entraban también con su cámara incluso al cuarto de baño. Y como además daba las clases en español, también se aprendía español al mismo tiempo. Todo un éxito que a Narciso le dejó muy satisfecho, al menos en apariencia.


El problema gordo se planteó porque yo tenía programado dar clases también de revelado. Había adecentado para ello un pequeño espacio junto al estudio de pintura, en el que solo cabían tres personas como mucho, y había colocado allí una pequeña ampliadora y todos los cacharros necesarios para el revelado no solo del papel fotográfico sino también de la película. Había sellado minuciosamente todas las fisuras y rendijas por las que podía colarse la luz con el consiguiente peligro de velar el material sensible; y también había colocado la preceptiva bombilla roja. En fin, una instalación seria, pero nunca se me hubiera ocurrido pensar en el peligro que podría correr un servidor con una, o como mucho dos, americanas salvajes encerradas conmigo y con luz roja ambiental. Empecé a pensar si sería buena idea encerrarme allí, a oscuras, con Debie o con cualquier otra y sin posibilidad de escape, pero la cosa ya estaba publicitada y todas las fotógrafas en ciernes estaban ansiosas por aprender la técnica. Entonces se me ocurrió la brillantísima idea de preparar un cartelito para prohibir la entrada al cuartucho mientras se estuviera revelando, con lo cual, como ni el mismísimo Narciso podría transgredir la prohibición, a mí siempre me daría tiempo suficiente para recomponer la figura antes de abrir la puerta y aparecer en público como un querubín angelical. Con esta idea tranquilizadora decidí seguir con el proyecto y ello me vino bien para aprender algunas lecciones sobre la naturaleza humana desbocada desde el punto de vista hormonal; sobre la naturaleza y la idiosincrasia moral del pueblo americano, tan puritano y educado en público y tan desatado en privado o a oscuras; y sobre todo a no tratar de vencer heroica y denodadamente las tentaciones de la carne, algo que me había sido inoculado desde niño con resultados nefastos para mi futuro equilibrio emocional y físico. Así que decidí seguir adelante con mi programa educativo e inauguré con Debie el cuarto de revelado precisamente con el carrete de los arriesgados limones, y el resultado fue bastante espectacular, aunque no tanto por la calidad de las fotografías. Nada más cerrar la puerta del cuartucho Debie pronunció la palabra «calor» y se quitó la camiseta. Naturalmente no llevaba nada debajo, cosa que pude comprobar con el rabillo del ojo gracias a la bombilla roja que iluminaba apenas el tabuco, y aprovechando lo reducido del espacio Debie se aplastó contra mi espalda para ver por encima del hombro mis manipulaciones con la ampliadora. El previsible contacto fue irresistible y con la mano izquierda la desplacé ligeramente hacia la derecha para que se pusiera a mi lado, en principio con el único fin de no precipitar las cosas, pero Debie interpretó que la invitaba a restregarse contra mi espalda, y con la excusa de comprobar en cuál de los lados se veía mejor no solo intensificó los movimientos pendulares sino que también adosó su zona pélvica contra mí, mientras imprimía un suave y sugestivo movimiento de vaivén. Para entonces mis defensas ya habían desaparecido aunque ello no fue obstáculo para conseguir revelar una docena de papeles que sirvieron para justificar nuestra actividad no profesional, porque Narciso, en previsión de males mayores, se había acercado a la puerta y había preguntado qué tal iba todo, a lo que yo respondí que perfectamente y que en breve saldríamos. Debie aprovechó para ponerse la camiseta y repeinarse con las manos y en cuanto estuvo lista abrí la puerta para que Narciso pudiera ver una ristra de fotografías colgadas con pinzas de una cuerda que había colocado de pared a pared previamente. Narciso era bastante escéptico en relación a mis conocimientos de fotografía, pero cuando vio el resultado de la primera sesión de laboratorio se quedó perplejo, y más cuando le dije que la siguiente semana revelaríamos en color, todo lo cual le convenció, o le disipó las dudas, de lo que realmente se hacía dentro del «laboratorio», como empezó a llamarlo desde entonces, y a partir de ese día ya no volvió a preguntar cómo iba todo. Es más, animé a las alumnas a preguntarle sobre los encuadres de algunas fotos para que expusiera su punto de vista estético con el fin de perfeccionar los resultados, lo que le pareció estupendo, incluso se animó a entrar un día conmigo en el laboratorio para ver como era el proceso de revelado. Quedó encantado, y más yo porque se dio cuenta de mi seriedad y profesionalidad con el asunto.


Pero lo que había pasado dentro, o mejor dicho, lo que no llegó a pasar, provocó que Debie tomara las precauciones necesarias para que pasara. Dos días más tarde, cuando ya habían desfilado todas las alumnas por el laboratorio, decidimos ir a Torrelavega a comprar diversos materiales, tanto de pintura como carretes fotográficos que ya escaseaban a pesar de estar todavía empezando el mes. Íbamos por la calle en grupo, de dos en dos, con Debie y yo los últimos. Al pasar delante de una farmacia Debie me cogió del brazo y me metió dentro para que le ayudara a comprar algunas cosas, así que les dije a las demás que esperan fuera. La farmacéutica era una señora gordita con grandes mofletes sonrosados, gafas de gruesos cristales y aspecto de beata. Debie se dirigió directamente a ella y pidió dos cajas de condones. Entonces la gordita entró en la trastienda y después de unos segundos expectantes o, más bien preocupantes, salió el farmacéutico, un señor bajito, esmirriado, calvo, con cara de ratón y sonrisa complaciente, y empezó a desplegar un enorme muestrario de cajas de condones: Los había de colores, ultrafinos, ultrasuaves, ultrarresistentes, negros, blancos, con retardo de la eyaculación, con aceleración de la eyaculación, con crema deslizante o antideslizante, con textura granular que potenciaba las sensaciones o la sensibilidad, estriados en vertical y en horizontal, en fin, que llenó el mostrador de cajitas con lo que a Debie empezaron a entrarle las dudas con la consiguiente desesperación por mi parte por temor a que pudieran entrar clientes en cualquier momento o, lo que es peor, algunas de las alumnas o el mismo Narciso, y pillarnos con las manos en la masa. Así que ni corto ni perezoso elegí uno de los envases al azar al que Debie añadió otros dos más, supongo que también al azar, pagamos y mientras nos íbamos le oímos decir al farmacéutico que habíamos elegido muy bien y que esos eran los mejores, todo ello con voz meliflua y concupiscente, el muy ladino. La cuestión, o más bien el problema, es que habíamos comprado un total de treinta y seis condones (doce por caja), aquel era el tercer día del mes y solo quedaban veintisiete para acabarlo, lo que venía a arrojar un saldo de condón y medio por día. Pensé seriamente en prevenirle a Narciso para que estuviera alerta, pero finalmente decidí no decir nada y que saliera el sol por Antequera. Cuando nos incorporamos a la fila Debie me preguntó cuál era el más fino y sensitivo, se guardó la caja en el bolso y entregó las otras dos a otras tantas compañeras de curso que, por lo visto, le habían hecho el encargo. Luego me dijo que pensaban intercambiarse los distintos modelos para ir probando cuál les gustaba más a cada una. En principio el asunto debería haberme inquietado bastante, pero sucedió todo lo contrario, al fin y al cabo de esta manera lo que fuera a suceder sería más seguro.


Esto dio lugar a que las sesiones de revelado se convirtieran en algo excitante y como estaba programado que cada día tendríamos una, las alumnas que entraban al laboratorio venían ya perfectamente preparadas, incluso con un programa de actuación casi siempre novedoso y versátil: lánguido o pasional, activo o pasivo, caricias o arañazos, de pie o sentados —tumbados era imposible, no se cabía—, y todo ello en el más absoluto de los silencios, ya que cualquier jadeo, gemido, sollozo y no digamos grito, estaba rigurosamente prohibido porque podría oírse desde el exterior, y aunque Narciso estaba convencido de mi profesionalidad absoluta y dedicación exclusiva, siempre habría un peligro flotando en el ambiente, algo que ya habían previsto el resto de alumnas llevándose a mi primo a otra parte de la casa con cualquier excusa en cuanto alguien entraba en el laboratorio. Eso sí, había que justificar el trabajo y siempre que salíamos del cuartucho lo hacíamos con una buena colección de fotos que, a pesar de las incidencias, solían quedar cada vez mejor. Las alumnas salían antes y yo me quedaba un ratito más dentro para ordenar los cachivaches y cerrar bien las cajas de material sensible, pero sobre todo para que le diera tiempo al bulto sospechoso a desaparecer debajo de los pantalones y no me delatara, algo que no solía suceder con dos de las alumnas, especialmente aplicadas, que facilitaban mucho el trabajo de rebelado porque eran lesbianas y se lo montaban estupendamente detrás de mí, de manera que me dejaban las manos libres para manejar la ampliadora y los papeles, con lo cual la producción era mayor. Al final de la sesión solían agradecer mi complicidad con un buen montón de besos y abrazos llenos de sensibilidad. Era muy de agradecer porque ambas eran delicadas y tiernas y su pasión se deslizaba en vez de aplastar, como hacía el resto.

 

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Debie era una chica muy espontánea, incluso inocente e ingenua, y nunca pensaba previamente en las consecuencias de sus actos, como dije, lo cual terminaba indefectiblemente causando problemas a todo el mundo, sobre todo a Narciso, que era el responsable del grupo, y en última instancia a mí, que era una especie de ayudante o «ad latere» en las actividades diarias. Lo cierto es que tampoco yo era muy propenso a pensar las cosas con antelación, si bien, cuando se iniciaban actos o movimientos imprevistos, siempre me ponía en guardia ante la posibilidad o sospecha de un peligro o ante las dudas razonables de estar abocados inexorablemente a una metedura de pata. 


Normalmente, cuando terminaban las clases matutinas de pintura, nos íbamos todos a la playa a darnos un chapuzón en las olas. Solíamos bajar andando desde la casa y luego subíamos por turnos en el «cuatro latas» de Narciso. Uno de aquellos días me fijé en que Debie había cogido un frasco de champú y le pregunté para que llevaba eso a la playa y ella me contestó que para lavarse el pelo en un manantial que, efectivamente, brotaba en lo alto de las rocas que dominaban la playa en uno de sus costados. Al llegar al arenal le informó a Narciso que iba a lavarse el pelo con agua dulce y me preguntó si la ayudaba a subir hasta la roca. Llegamos recorriendo un pequeño sendero ascendente y llegamos a la surgencia que estaba cubierta de arbustos, yerbas y una buena cantidad de helechos. Nada más llegar me senté en una piedra para recuperar el resuello mientras Debie colocaba el champú y la toalla junto al charquito de agua. A continuación se quitó el sujetador y se puso de rodillas para introducir su cabellera en el agua; y entonces se me pusieron los pelos de punta porque la roca donde nos encontrábamos dominaba toda la playa desde arriba, pero desde abajo era como una especie de púlpito desde donde el cura arenga a la feligresía, y todo el mundo le ve de cintura para arriba. Allí sucedió lo mismo. A Debie no se le veía de cintura para abajo porque la tapaban los arbustos y los helechos, pero de cintura para arriba sí, y toda la playa podía contemplar el espectáculo de los rebosantes pechos de la criatura bamboleándose con el movimiento de restregarse los pelos con el champú, a lo que habría que añadir las no menos sugerentes escurriduras de espuma que se deslizaban por los hombros.


Para cuando empecé a darme cuenta de la magnitud del problema ya era tarde. Traté de interponer disimuladamente la toalla entre Debie y los parroquianos, pero ella no paraba de moverse y salirse de la protección, que además era roja y la hacía aún más visible y notoria, y por otro lado la concurrencia ya había empezado a mirar hacia allí. Menos mal que se agachó de nuevo para enjuagarse el jabón del pelo, con lo que desapareció por unos momentos de la vista de todo el mundo. Hubiera jurado haber oído exclamaciones de fastidio entre los bañistas, o tal vez fueron imaginaciones mías, pero no pude pensar en ello mucho más porque, acto seguido, apareció en el manantial de autos, y viniendo desde el monte, una pareja de la Guardia Civil. El primero de ellos ya maduro y el otro un jovenzuelo supongo que en prácticas. El susto fue casi mortal, lo cual no me impidió tapar con urgencia las tetas a Debie, la cual debió comprender que estaba pasando algo grave, por lo que, ya cubierta con la toalla roja, se puso detrás de mí muy recatada y sumisa. El guardia mayor, que era cabo primera, empezó a preguntar qué hacíamos a allí y si éramos conscientes de que estábamos infringiendo las normas más elementales de la moral pública —que en los años setenta eran así de estúpidas—. Entonces decidí contarles la historia desde el principio, así que comprendieron que aquello iba a durar y se sentaron en sendas piedras, o más bien peñascos, que había junto a la fuente, se encendieron un cigarro cada uno y se dispusieron a escuchar. En realidad sentarse a escuchar era una buena excusa para sentarse a contemplar, evidentemente, las exuberancias de Debie, la cual, muy avispada, dejaba entrever de vez en cuando su anatomía para mantener desviada la atención, o mejor aún, para centrar el interés en otra parte que no fueran mis explicaciones, que consistieron en hacerles comprender que Debie era la integrante de un grupo de americanas que había venido a recibir un curso de pintura en Cóbreces, y que siendo extrajeras aun no estaban suficientemente informadas acerca de nuestras honestas y maravillosas costumbres, aunque ya estábamos en ello, lo cual no impediría que, de vez en cuando —era imprescindible curarse en salud— se produjeran situaciones un tanto complicadas que serían rápidamente corregidas. En este caso, les dije, había calculado erróneamente la visión del asunto desde la playa ya que el manantial estaba rodeado de vegetación y pensaba que eso sería suficiente para ocultar la escena a todas las miradas y por lo tanto evitar el escándalo público que se había producido, y que había sido rapidísimamente denunciado a la benemérita, según ellos mismos confesaron, por una señora muy religiosa y pía que, efectivamente había «piado». Y después de un elocuente discurso —reforzado por la inconmensurable «presencia» de Debie—, y después de prometer por activa, pasiva y perifrástica que aquello no volvería a suceder, y de pedir humildemente perdón a la autoridad, la autoridad más mayor, que rondaría los cincuenta, me dijo que se fiaba totalmente de mí y que se veía que tenía estudios por lo que mi moralidad no le ofrecía dudas y por lo tanto daba el asunto por zanjado, no sin antes pedirme la dirección de la casa donde se daban las clases de pintura porque tenía una cuñada que pintaba muy bien, sobre todo cuando copiaba castillos y patos del calendario anual, y a lo mejor le interesaba visitarnos, algo que a mí me pareció una estupenda idea, sobre todo si era joven y gordita, o sea, a gusto de Narciso. Dicho lo cual ambos se levantaron para irse. A los dos se les notaba claramente un bulto sospechoso a la altura de la bragueta, sobre todo a la autoridad joven, que no sobrepasaría los veinticinco años, y que tuvo que recolocarse disimuladamente la guerrera y aun así daba la sensación de llevar la pistola por dentro en vez de colgada del cinturón por fuera. Bultos, por otra parte, mucho más comprometedores cuando los exhibe la autoridad que cuando revientan inopinadamente en las braguetas de la gleba, pensé yo. Cuando se fueron, caminando lentamente, no paraban de mirar hacia atrás, no tanto para asegurarse de que nosotros también nos íbamos, sino para echar un último vistazo.


A pesar de lo escandaloso de la exhibición de Debie, casi nadie aparentó darse cuenta de nada en la playa. Narciso se mosqueó un poco cuando vio asomar entre los arbustos del manantial los dos tricornios de charol de los agentes, pero como también vio el humo de los cigarrillos supuso que todo estaba en orden o dentro de la normalidad. A toro pasado yo me limité a hacerle un informe muy poco detallado del lance y otro más exhaustivo sobre la hermana del guardia civil que pintaba muy bien patos y castillos y tenía unas carnes estupendas y a lo mejor nos visitaba una tarde de estas.

F

Algunos días más tarde fuimos todos a cenar a Comillas y, por supuesto, a La Colasa. Cortesía del jefe para dar cierta sensación de magnificencia y generosidad. Por allí apareció casualmente Julia, una joven cercana a la treintena que había intervenido favorablemente en la compra de la casa de Narciso y, por lo tanto, mantenía una cierta relación amistosa con él. Julia era una chica maciza, más bien rolliza, con unas piernas y unos brazos más bien alejados de la escualidez, pero con un carácter apacible, aunque no exento de cierta energía según las circunstancias. Enseguida se acercó a saludar y como Narciso, habida cuenta de sus responsabilidades de tutor del grupo, estaba en el dique seco, es decir, sin demasiadas posibilidades de ligar por falta de tiempo y exceso de responsabilidades, empezaba ya a notar los efectos perniciosos del ayuno carnal en forma de manifestaciones coléricas y mordaces —cosa que por otra parte era su forma de ser—, no dudó ni un instante en aprovechar el momento para invitarla a cenar con nosotros. Aceptó en el acto y se sentó a su lado, como no podía ser menos, y con la excusa de colocarse bien la servilleta sobre las piernas, puso su cantábrica mano sobre la rodilla de mi primo para después subirla disimuladamente hasta la entrepierna mientras le decía con voz melosa que esa noche le apetecería cenar huevos rellenos que, por cierto era una de las especialidades de la casa. Durante la cena, y más bien descaradamente —porque los faldones del mantel que cubrían la mesa lo permitían—, hubo todo tipo de tocamientos, roces y restregones por ambas partes, en ciertos momentos más que notorios, sin que ello pareciera preocupar a los protagonistas, entre otras razones porque en el grupo también las dos lesbianas estaban a lo suyo, y Debie se había sentado estratégicamente a mi lado y también se había metido con sigilo en faena, así que, en general, todo el mundo estaba ocupado en sus cosas y no se ocupaba de las de los demás. No recuerdo muy bien lo que se cenó, pero a la salida Julia propuso ir a una discoteca que estaba de moda en Comillas y que se llamaba Bangla Desh en homenaje a una población india que había adquirido por entonces cierta relevancia entre la progresía nacional a causa de una guerra de independencia y demás catástrofes naturales. Allí fuimos todos, nos sirvieron un «gintonic» y nos fuimos sentando como pudimos en una zona de penumbra, que suele ser la más interesante en todas las discotecas del mundo.


Julia pasó a la acción con Narciso sin contemplaciones, las lesbianas se convirtieron en una sola persona, un par de alumnas del grupo se pusieron a bailar en la pista y Debie, y también sin contemplaciones ni demoras, me metió la lengua hasta las cuerdas bucales y allí se quedó un buen rato practicando complacida movimientos giratorios, deslizantes, espirales y helicoidales mientras, cubierta hábilmente por un enorme pañuelo de seda, me apoyaba su mano donde quería y llevaba la mía hacia su imponente busto que, previamente, había sido liberado de los botones superiores de la camisa dejando expedita la ruta. Narciso seguía a lo suyo con Julia y se había quitado las gafas, así que no veía nada a partir de los diez centímetros, lo que unido a la semioscuridad ambiental nos volvía invisibles e impunes, razón por la que Debie se volcó literalmente sobre mí lanzando gemidos y aullidos, casi inaudibles a causa de la potencia de los altavoces, pero apreciables a tan corta distancia. Entonces descubrió un recoveco bastante más oscuro y menos expuesto aun en la sala y me arrastró hacia allí para abrazarme y restregarse con intensidad inusitada, sobre todo en la zona pélvica, y volverme a besar despiadadamente mientras yo amasaba sus fondillos no menos implacablemente.


Aquello terminó porque Narciso, en un momento determinado, no pudiendo soportar más los decibelios desatados que le incapacitaban para concentrarse en lo que estaba haciendo, tocó a retreta y mandó a Julia a avisar, uno a uno, de la retirada general. Todo el mundo recogió sus torrenciales hormonas, recolocó sus copiosos fluidos a base de servilletas de papel y nos fuimos al «cuatro latas» para volver a Cóbreces, ahora ya bastante más desahogados de espacio porque Julia se prestó con su coche a llevar a una parte del grupo, quizá no tanto por generosidad, sino sobre todo para continuar la fiesta en otro lugar menos ruidoso y apacible. 


Debie siguió a lo suyo conmigo en el coche y llevó mi mano directamente a su entrepierna, y pude comprobar que, en algún momento inopinado, se había quitado las bragas para facilitarme el acceso directo a su clítoris y, una vez allí, me dejó hacer hasta que tuvo un fuerte espasmo cerrando fuertemente las piernas, ahogando a duras penas un profundo gemido y aprisionándome la mano ya totalmente mojada por una copiosa profusión incontrolable de humedades. Una vez relajadas sus carnes sacó del bolso un paquete de pañuelos y, después de secarse, me lo ofreció a mí. Unos minutos más tarde llegamos a casa y, aun levitando, el grupo se apeó somnoliento de los coches y empezó a desfilar hacia sus habitaciones con Narciso vigilando la retirada, no tanto para asegurarse de que no faltaba nadie, algo que ya había hecho al salir de Comillas, sino para comprobar que se quedaba solo y a sus anchas con Julia. Debie, ya aplacados sus ardores, se cubrió hábilmente las notorias humedades de la parte trasera de su falda con el cómplice pañuelo de seda, y después de darme teatralmente un casto beso, también desapareció. Narciso, con todas las ovejas ya en el redil, me preguntó si había sábanas en la cama de la habitación de invitados y yo le contesté que esa cama siempre estaba preparada, como bien sabía él, y por lo tanto desapareció con Julia cogida de la mano. El último en desaparecer fui yo, pero no antes de sentarme en una pulida piedra tallada junto a la entrada y fumarme un cigarrillo para respirar no solo la perniciosa nicotina sino también los efluvios de la noche, cargados de balsámicos aromas herbáceos y un cierto grado de complacencia por haber podido dar satisfacción a una semejante en aquellos oscuros tiempos en los que todo esto era pecado.


Pero Debie, a pesar de los pesares, no daba abasto para controlar sus hormonas, que eran muchas y tan ruidosas como una manifestación de estudiantes. Siempre andaba al ojeo, sobre todo de los mozos del pueblo, toscos y primitivos, que solían aparecer todos los días en la playa atraídos por la carne extranjera facilona. Quizá esa apariencia de cromañones fuera un aliciente añadido para despertar sus fantasías sexuales. Con la gente normal, entre la que me incluyo, se ensamblaba o, como mucho, se apareaba, pero con los cromañones vernáculos follaba sin paliativos. Esa era la diferencia como se vio días más tarde. 


Eran las fiestas del pueblo y fuimos todos al ineluctable baile popular nocturno a tomar unas cervezas y, de surgir la ocasión, a arrimarse a quien fuera con el pasodoble de fondo. En un momento dado apareció Julia para desaparecer inmediatamente con Narciso en el primer rincón oscuro disponible. Las lesbianas también se esfumaron en el prado anexo, que asimismo estaba en sombras. Y el resto se quedó por allí zascandileando cerveza en mano. Llegado el momento, es decir, la hora tope de las dos de la madrugada fijada para volver al redil, reaparecieron Narciso, Julia y las dos lesbianas. Todos ellos muy relajados y felices. Y entonces empezamos a regresar lentamente hacia la casa. Como algunas de las alumnas ya se habían retirado un poco antes, Narciso y yo, después de comprobar que no quedaba nadie del grupo por recoger, cerramos la comitiva sin preocuparnos de más historias. 


Al llegar a casa ya se habían acostado algunas, así que Narciso abrió la botella de coñac y empezó a contarme lo prietas que tenía las carnes la Julia, sobre todo en el trasero, que era lo que más le gustaba de ella. Y entonces apareció Louise, una de las alumnas, para decirnos que Debie no había vuelto todavía y estaba preocupada. Inmediatamente, pero con la copa de coñac en la mano, nos fuimos los dos en su búsqueda. Pero en el baile no quedaba nadie, así que empezamos a preocuparnos seriamente. Volvimos a casa por si ya hubiera regresado, pero nada de nada. Volvimos de nuevo a los posibles escenarios de la desaparición, pero esta vez adentrándonos, linterna en mano, en todos los espacios oscuros, que era donde yo sospechaba que estaría, y llamándola a voces, lo cual, en medio de la noche, producía una sensación bastante dramática. Pero surtió efecto porque cuando ya estábamos a punto de volver apareció surgiendo de las sombras del prado que estaba a nuestra derecha. Narciso, más preocupado que enfadado, lanzó un suspiro de alivio y luego le preguntó de dónde venía a esas horas —serían ya más de las tres de la madrugada— y ella contestó tan fresca que venía de dar un paseo por el prado aprovechando que hacía buena temperatura y todo estaba en silencio. Pero lo cierto es que vi alejarse furtivamente y subiéndose los pantalones entre las sombras, a uno de los mozos del pueblo, lo cual me daba una idea muy clara de lo que había pasado. Luego Debie se puso por encima de los hombros una chaqueta fina de punto y pude ver en su espalda la torta estampada de un cagajón de vaca junto a una buena cantidad de material biológico de otra procedencia muy distinta. Se ve que con las prisas y la oscuridad no había calculado correctamente el lugar adecuado para tumbarse en la yerba. Menos mal que Narciso no se dio cuenta, o si se la dio se calló. Cuando llegamos a casa nos dio un beso en la mejilla a cada uno. Muy filial ella haciéndose la inocente, aunque cuando me lo dio a mí pasó disimuladamente su mano pecadora sobre la cremallera del pantalón para comprobar ladinamente mi grado de excitación que, con tantas emociones estaba en estado de reposo absoluto, por suerte. Era como un cartucho de dinamita con la mecha encendida esta chica.


Al día siguiente, pasados ya los ardores nocturnos, fuimos a Santander y allí pude comprobar algo que ya sospechaba: Casi todas tenían un talonario de cheques nuevecito y en blanco firmado por sus millonarios progenitores hoja por hoja, algo que Narciso ya sabía, como es lógico. El objeto de la excursión era comprar suvenires a diestro y siniestro para sus familias y amigos. Las compras no fueron baratas. Debie, por ejemplo, se gastó más de ciento cincuenta mil de las antiguas pesetas en cerámicas de Manises, Sargadelos, Teruel y talavera de la Reina. Naturalmente del trasporte hasta su domicilio en Boston se encargaba la tienda, faltaría más. Otra se metió en una tienda de ropa y se puso verde y oro, como los toreros. Al parecer admiraba la calidad y originalidad de la moda española y olé, como todas las demás chicas del grupo. La ruidosa flautista del grupo se compró una flauta travesera y un clarinete profesional que debieron costarle un riñón y medio y con las cuales nos dio la murga a todas horas el resto del verano, poniendo a Narciso en más de una ocasión al borde de la demencia, lo que tampoco era muy difícil. Al principio yo me alarmé con la brutalidad de las compras y se lo dije a mi primo, pero él no le dio importancia y me dijo que lo que realmente le interesaba es que estuvieran contentas, lo cual, evidentemente, estaba consiguiendo. Y con respecto a sus padres respectivos añadió que la mayoría estaban divorciados y que ese tipo de gastos les daba igual. El capítulo de compras se cerró con la adquisición por parte de una de las lesbianas, y en la misma tienda de música, de un violín, la cual decidió allí mismo aprender a tocarlo para dar serenatas a su amada, con lo cual la sobrecarga acústica se amplió a un dúo infernal y continuo: Cuando no era una de las dos flautas era el violín, y a veces todos al mismo tiempo silbando y maullando al unísono. Narciso tuvo que poner freno a los excesos imponiendo horarios, por ejemplo, nada de músicas durante las comidas, las horas de la siesta, la playa, las clases y desde luego, nada de nada entre las diez de la noche y las diez de la mañana, lo cual agradeció todo el mundo menos las instrumentistas, que vieron restringidos los ensayos en apenas unos minutos al día. Como castigo por los incumplimientos sugerí quitar las cuerdas al violín y tapar los agujeros de las flautas con los tapones de las botellas de vino, pero no fue necesario.

 

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Algunos días antes de terminar el mes organizamos una exposición con todos los trabajos realizados por las alumnas, tanto de pintura como de fotografía, para lo cual se utilizaron como soporte algunos paneles de contrachapado apoyados directamente sobre la fachada. Luego se invitó a toda la gente del pueblo a visitar la muestra aprovechando que ya éramos, para bien o para mal, muy conocidos. Los viejos del lugar nos conocían como «los americanos» y nos miraban con el respeto con el que un español pueblerino solía tener por entonces con todo lo extranjero; los bañistas de la playa por la exhibición general de bikinis y otras cosas de las alumnas, todo lo cual estaba todavía por verse entonces en el suelo patrio; las señoras del pueblo nos miraban con recelo como peligro potencial para sus maridos a causa de las historias escabrosas que circulaban por la localidad sobre el grupo, razón por la cual nos ignoraban desdeñosamente; la garrulería masculina joven nos miraba con los ojos muy abiertos por la posibilidad que brindaban las costumbres relajadas de las americanas en materia sexual; las chicas jóvenes casaderas como competencia desleal de las americanas porque sus novios tenían potencialmente a su alcance los accesos carnales que ellas les negaban a causa de la moral reinante en la época, aunque se estuvieran muriendo de ganas de hacer lo propio con urgencia; y qué decir del cura párroco, que nos veía como uno de los ataques más violentos que la feligresía había sufrido en siglos por parte del maligno. ¡Qué más se podía pedir para asegurar el éxito de la exposición!


Vino todo el pueblo a excepción de las mujeres y el cura párroco, como es natural y, desde luego, no falto la pareja de la guardia civil que vino de uniforme oficial pero sin la escopeta. Narciso se dedicó a explicar al más mayor de los dos los pormenores de la actividad desarrollada que se reflejaba en lo expuesto, mientras que el guardia más joven fue escoltado inmediatamente por Debie y un par de alumnas más (que se le comían con los ojos) para enseñarle pormenorizadamente cuadros y fotografías. En general la cosa resultó un éxito total, sobre todo con las fotos en las que había de todo: Paisajes inéditos del pueblo, bodegones, vacas, perros, gatos, alguna que otra flor y muchos retratos de los parroquianos, e incluso una muy especial que una de las fotógrafas había hecho a traición a la pareja de la benemérita, aunque hubieran sido pillados en el más estricto cumplimiento de su actividad profesional. Y como ya se había previsto se les regaló una copia a cada uno, con lo cual quedaron plenamente satisfechos y se hicieron muy amigos del jefe supremo Narciso, lo cual le vino muy bien para tener de su parte a la comandancia en previsión de futuros desaguisados.


Al finalizar la expo y después de vaciar unas cuantas botellas de vino y refrescos, se recogió toda la tramoya y de nuevo quedó la fachada de la casa impoluta. Quedaban un par de días para terminar el curso y era hora de pensar en hacer las maletas. Se habilitaron un par de cubos para los desperdicios y basuras del mes y todo el mundo se deshizo de cargas inútiles, y cuando fui a tirar lo mío descubrí perplejo que en uno de los cubos había no tres, sino cinco cajas de preservativos, y eso sin revolver en la basura, a simple vista. Parece ser que las actividades extraescolares habían funcionado a pleno rendimiento, así que le hice un ligero comentario a Narciso sobre el asunto y me contestó que eso le daba cierta tranquilidad.


Cóbreces se diluyó como un azucarillo a la misma velocidad que el autobús contratado por Narciso se perdía en la carretera comarcal con las americanas camino del aeropuerto de Madrid. Narciso y yo nos quedamos allí un par de días más para preparar la casa para el invierno que se avecinaba, sobre todo porque iba a quedar desierta y vacía. Y luego, a bordo del invulnerable y montaraz «cuatro latas», también nosotros nos fuimos de allí.

  

3 comentarios:

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

Francamente, esperaba que alguno se hubiera atrevido a hincarle el diente a este bocadillo de jamón jamón, más largo que una barra de pan abierta en carnes, antes de que lo hiciera el chivo expiatorio de siempre y de nuevo presente. Gracias, JH, por tanta abundancia de sentimientos y sensaciones nobles, revestidos de jugosa literatura y de cuya delicia, tú, cual narrador y paciente más que agente, eres el que más disfruta. Seguro que ninguno de todos los demás, incluidos los más atrevidos humoristas, se hubierabn atrevido a compartir lo que tú abiertamente compartes. Que no te comenten se debe solo a que la cosa sigue dándoles vergüenza, aunque ninguno de ellos se peirda ni ripio de lo que cuentas (¿inventas?). Tiempo y edad en que otros pelábamos la pava, cantando himnos deportivos en las "olimpiadas de Montesclaros" (también en Cantabria) y cuando, si acaso, algunos se atrevían a darle una chupada a su primer cigarrillo tentador u organizaban minúsculos guateques que llegarían a su apogeo en los recovecos de las peñas de la Peña de Francia. Nunca ha sido fácil, aunque sí muy estimulante, pasar de la infancia a la pubertad, razón por la que me sigo preguntando por qué fijas en tan precisosa edad el "purgatorio" purgante.

Jesus Herrero Marcos dijo...

Bueno, pues ya ves... tienes toda la razón en lo de "preciosa edad" para calificar el paso de la infancia a la pubertad (y, no se nos olvide, la juventud), lo que pasa es que no dejó de ser una transición con algunas espinas, me refiero a las derivadas de los miedos, inseguridades y obstáculos morales derivados de nuestro paso por un seminario. Obviamente todo eso se supera, pero con "tropezones y caídas" que son lo que constituye mi purgatorio, que tambien será el de muchos otros con las pertinentes variantes y matices.
En lo que respecta a la vergüenza que les debe dar a algunos comentar estos asuntos, es evidente que la hay, pero sería interesantísimo leer lo de otros, no en vano de la experiencia sale la ciencia que nos debería permitir ver la vida con alegría, con ironía y sin reservas, entre otras razones porque ya "estamos de vuelta".
Y gracias a tí por tus loas y, sobre todo, por cargar con mis ladrillos...

JOSÉ MANUEL GARCÍA VALDÉS dijo...

Amigo Jususache, lo que estás haciendo para motivar al personal para que no dejen morir a este moribundo. Yo,en mis días y años de Profe, hice muchas cosas para motivar a los jóvenes que estaban interesados en todo menos en lo que yo intentaba contarles, pero nunca "me se" ocurrió desnudarme como haces tú aquí y ahora. Mis castos ojos y oídos no me permiten entrar a comentar tu texto tan escabroso. Tú pasaste el bautizo de carne de forma más abrupta que la mayoría de nosotros que, cuando colgamos el hábito, hubimos de pasar una larga travesía del desierto carnal, menos mal que sabíamos hacer solitarios sun que nadie nos hubiera enseñado. Tu escrito me trae recuerdos porque estuve, de joven, creo, de camping en Cóbreces, fui a la playa esa en la tú y tu primo rezabais el rosario en compañía de las beatillas americanas; yo siempre estuve acompañado de la pareja, casi como de la guardia civil. También me desplazaba a Comillas y Santillana a comer, beber, y pocos más verbos acabados en "er".
Si quieres que el blog resucite tienes que cambiar de estrategia: convoca una concentración en la que el plato fuerte sea, primero, misa cantada, segundo un espectáculo en el que tú aparezcas en bolas como andabas por Cóbreces, yo, por hacer bulto, puedo aparecer en ropas menores, no por vergüenza sino por no hacer el ridículo. Ah, convoca con un "todo incluido" y gratis. Éxito asegurado.
Agradecerte este desnudo en favor de la causa. No te derrumbes ante el éxito al que tanto contribuyen tus lectores.
Un abrazo casto cobrecino.
P.D. Para Ramón y para mí bien estaría que hubiera un todo incluido incluso lo otro.

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