El anillo de Moebius.
El blog De Francisco Pomares, 22- Mayo 2025
Maximiano Trapero y Fernando Clavijo (Presidente del gobierno de Canarias) durante la presentación del diccionario de toponimia canaria.
El profesor Max Trapero presentó ayer en el Guiniguada la que probablemente sea una de las obras capitales de su carrera: su monumental diccionario de toponimia en diez volúmenes, en un acto presidido por Fernando Clavijo y en el que intervinieron algunos de sus amigos, como el rector de la ULPGC, Luis Serra; el catedrático Manuel Lobo; y la también catedrática Dolores Corbella, de la Real Academia Española. Fue un acto con vocación académica, entrañable y discreto, como todo lo que tiene que ver con Trapero. Pero los que estuvimos allí tuvimos la sensación de estar viviendo un momento solemne: la conclusión y presentación pública de una obra en la que se destilan cincuenta años de investigaciones y trabajo de campo. Una de las más importantes publicadas en Canarias en lo que va de siglo, que ya ha recibido el Premio Internacional de la Real Academia, y que es, además, una deslumbrante demostración del amor de Max Trapero por las palabras.
Trapero es un científico auténticamente social, un maestro convencido de la necesidad de divulgar el conocimiento y de hacerlo llegar al máximo número posible de personas. Y, además, le entusiasma lo que hace. Se define en sus actos como un profesor, y ejerce como tal a todas horas, en todo lo que mira o toca, especialmente en esos dos vicios vitales que comparte con los grandes docentes: la curiosidad ilimitada ante lo que ocurre en el mundo y el deseo de aprender todos los días.
Supongo que fue ese deseo de aprender de los demás lo que llevó a nuestro hombre a patearse las ocho islas en un trabajo al que ha dedicado su vida: construyendo el archivo sonoro de Canarias y rescatando del olvido romances, cantos, leyendas y cuentos. Recuperando la memoria volátil, pero no efímera, de un pasado que —cuando él empezó— aún estaba a la vuelta de la esquina, a punto de perderse en la niebla, y que hoy solo existe gracias a su esfuerzo y su entrega.
Soy amigo de Max desde hace muchos años, y lo cierto es que nunca he logrado entender cómo hace para vivir su intensa liturgia de relaciones y afectos, y cabalgar al mismo tiempo sobre una obra que parece inagotable. Porque Trapero no para. No para nunca. Después de haber escrito, compilado o editado casi un centenar de libros, uno se pregunta si hay una vida por cada Trapero, o varios Traperos por cada vida, apostados uno tras otro como el astronauta Ion Tichy, de la novela de Stanisław Lem, capaz de reproducirse a sí mismo para repartirse trabajo, ocio, pasiones y emociones.Personas como Max Trapero nos enseñan que, entre los restos del naufragio, siempre aparecen tablas de salvación. Ejemplos a los que aferrarse para seguir defendiendo que un mundo diferente —y mejor— es perfectamente posible. Que la diferencia entre lo malo y lo bueno la marcan quienes se toman su tiempo para hacer bien lo que creen que deben hacer.
En medio del desinterés, la desidia, la apatía y el desprecio por el trabajo bien hecho, Trapero ha dedicado toda una vida de estudio y de correrías por las islas a reconstruir y preservar para el futuro el catálogo de las palabras que nos cuentan Canarias y dan nombre a cada una de sus miles de esquinas.
Ha hecho muchísimo más. Trapero ha formado a dos generaciones de filólogos e investigadores en lexicología, lingüística y semántica. Ha contribuido al conocimiento en las islas con 250 artículos científicos y un centenar de libros. Nos ha explicado cómo hablamos en Canarias y por qué. Ha sistematizado el estudio de la toponimia canaria y ha hecho que los mapas de esta región nos hablen del pasado a través de sus nombres. Ha estudiado la décima y la poesía improvisada en las islas y en América. Ha atrapado el recuerdo versado del romancero y lo ha fijado para siempre. No ha parado de trabajar este estajanovista grancanario, herreño consorte, canario vocacional llegado a las islas desde un minúsculo pueblo de León.
Pero aunque Trapero no hubiera hecho todo lo que ha hecho, aunque solo fuera por su monumental estudio de la toponimia de Canarias —en cada una de sus islas y en cada uno de sus pueblos—, aunque no fuera por ninguna otra cosa, Canarias se la debía. Se la debíamos.
Hace unos años, en 2017, Canarias le compensó con su mayor distinción: el Premio Canarias. Fue a recogerlo sin un átomo de arrogancia, con la modestia y el desparpajo de siempre, y aprovechó para decir allí, delante de un nutrido grupo de amigos y colegas, el orgullo que le produce hablar en español. Una confesión del hombre, del profesor y del investigador que más ha hecho —al menos desde Wölfel— por identificar lo que queda del guanche, de su visión de la tierra vivida, de su palabra… y cómo esa palabra forma parte hoy —y seguirá haciéndolo siempre— del español que hablamos los canarios.
Ese día aprendí de Trapero algo que no sabía sobre él. Aprendí que el motor que lo mantiene vivo y activo, apasionado y siempre de buen humor, es el orgullo de saber quién es. Un orgullo íntimo y discreto, que le ha permitido sobrevivir a la adversidad —e incluso a la agresión— refugiándose en el mundo de las palabras. Esas palabras simples y humildes de los campos, los cerros, los pagos y los caminos. Las palabras que Trapero ha adoptado y protegido sin renunciar nunca a la belleza y la bondad de las suyas.
1 comentario:
Simplemente, gracias, Francisco, por tu magnífica crónica sobre una obra tan sublime y meritoria como la de Maxi. Buen despertar de todo un finde cálido y luminoso. ¡Enhorabuena a ambos!
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