miércoles, 19 de octubre de 2022

PURGATORIOS (Por Jesus Herrero) Capítulo 8 . Madrid de nuevo

 





Consumido el mes de agosto en Cantabria, y tras unos días en Palencia, regresé otra vez a Madrid, pero esta vez, y puesto que Rafa ya no estaba, me busque un colegio mayor universitario, algo evidentemente más cómodo puesto que ya no tendría que complicarme la vida limpiando o haciendo la comida y demás servidumbres poco apropiadas para estudiantes vagos como yo. Reinicié el curso lectivo con no demasiadas ganas, sobre todo por el exceso de obligaciones de carácter social, en las que me había ido metiendo durante el curso anterior, aumentadas con muchas novedades ya desde los primeros trámites administrativos en la facultad al inicio de las clases y, sobre todo, con la incorporación de un buen puñado de féminas al núcleo de amigos ya consolidado con anterioridad.


No recuerdo muy bien cómo apareció Isabel en escena. En principio era amiga de la novia de un amigo, Luis, compañero mío de la facultad de Ciencias de la Información, que a su vez tenía un grupo de amigas entre las que se encontraba Isabel. 


Isabel no era una belleza demoledora, era más bien atractiva y ello debido en gran medida a que siempre iba sin sujetador y con camisetas ajustadas, por lo que sus oscilantes senos distraían el perfil más bien estrecho de su rostro, aunque en él destacaban sus ojos oscuros y unos labios finos pero sensuales, siempre con una mueca casi libidinosa asomada en las comisuras, sensación que se intensificaba con unos pantalones vaqueros muy ajustados que resaltaban los movimientos de su trasero, aparentemente despreocupados y naturales. Por lo tanto tenía un éxito inmediato entre la parroquia masculina circundante. Pero este éxito la llevaba directamente, casi por inercia, a tener que lidiar con una multitud de pretendientes, casi siempre dolidos o burlados según iban cambiando las preferencias emocionales y afectivas de la interfecta. Hoy se decantaba por uno y mañana por otro, así que generaba un alto nivel de frustración y ansiedad en la parroquia de los desechados, aunque nunca rechazara a nadie de plano, en gran medida por tener a mano recambios suficientes en caso de apuro. Solía dejar claro de una manera voluntariamente confusa, y en esto era una experta, su disponibilidad hacia el contacto físico de alto voltaje que, por otro lado, nunca se materializaba, siempre por causas ajenas, es decir, porque se le hacía tarde o porque había quedado con alguien o porque tenía que preparar un examen. Cuando en un ligoteo el siguiente movimiento de su amigo de turno se dirigía peligrosamente hacia el colchón, frenaba en seco. A Isabel bien podría clasificársela de «calientapollas». Pero ya se sabe cómo era de inocente el género masculino de la época. El resto de las amigas del grupo era más recatado, o menos dado a emplear tácticas, o más oficialista y más proclive a seguir con cierto rigor las normas rituales de cortejo. Algunas tenían novio y otras no, pero aunque las había más guapas ninguna tenía tanto éxito ni estaban tan solicitadas.


Una de sus víctimas, Tinín, fue el que más sufrió con ella, sobre todo porque dio por hecho que Isabel estaba enamorada de él después de que esta se dejara besar por el impulsivo incauto a la entrada del metro de Moncloa y en presencia del resto del grupo. Tinín picó el anzuelo y a partir de ese momento se le veía hacer las mayores tonterías para complacerla, cosa que a ella le encantaba. Sufrió el postulante lo que no está escrito el día que Isabel desapareció de la escena cotidiana. Se fugó a Ibiza, de buenas a primeras, con un taxista llamado Rubén. Nos enteramos algunos días más tarde porque una de sus amigas nos contó que la madre de Isabel le había llamado para preguntarla si sabía algo de su paradero, porque hacía varios días que no iba a casa y estaba muy preocupada. Nadie supo nada hasta que la propia fugada llamó a Ana, una de las amigas del grupo, para contarle su aventura con el del taxi. Parece ser que le había conocido durante un trayecto y éste, que ya andaba bastante salido previamente, debió de sufrir un ataque brutal de testosterona, con derrame hormonal incluido, ante la visión de las ondulantes tetas de Isabel bajo la ajustada camiseta, motivo por el cual inició una conversación tórrida en la que le propuso lo de las vacaciones ibicencas, cosa que a Isabel le pareció muy romántica, sobre todo asociada al concepto de fuga, por no hablar de la relajación de sus encomiables defensas ante las adulaciones marrulleras y excitantes del taxista, y por no hablar tampoco de lo que la interfecta venía rumiando con anterioridad y que no era otra cosa que deshacerse de su virginidad, que ya había perdido casi todo su valor en unos tiempos en los empezaba a cocerse lo del «amor libre» o libertario, como algunos decían, y para ello qué mejor escenario que Ibiza, por aquellos tiempos paraíso de la libertad y del porro jipi que, en realidad, tenía más de piji que de jipi.


En cuanto Ana se enteró dio noticia pormenorizada a los padres de Isabel, los cuales, como era costumbre en la época, pusieron el grito en el cielo y culparon de la fuga al grupo de amigos que, suponían, habían propiciado, alentado y ocultado la fuga de la interesada. Y el grupo de amigos, cabreado por semejantes apreciaciones y en justa correspondencia, se negó, a partir de aquel momento, a dar más información referente al caso, lo cual era como cerrar el único canal de la comunicación que tenían sus padres, tan emocionales, por decirlo suavemente, que no calcularon estas consecuencias, sobre todo teniendo en cuenta que Isabel, obviamente, no pensaba ni por asomo comunicarse con su casa, ya fuera por miedo o para demostrar a sus progenitores que podía hacer lo que le diera la gana. Tinín, con todo este jaleo, entró en crisis profunda y se pasaba el día doliéndose por las esquinas, tratando de dar lástima y buscando consuelo entre las amigas, lo cual siempre ha sido una manera facilona de ligar, de poco mérito, pero también él debía tener excedentes hormonales, que era el principal problema de fondo, y no solo de él.


A mí, como al resto de compañeros del grupo, también me gustaba Isabel, pero pronto comprendí que aquello era como pescar truchas a mano, es decir, un asunto escurridizo, así que me dedique a cortejar a otra de las chicas del grupo, que por cierto tenía novio, (un tal Vicente), pero que a pesar de ello, y manifestando un pretendido sufrimiento por lo que pudiera estarle pasando s su queridísima amiga Isabel con el taxista, empezó a buscar consuelo lo más cerca posible de mi cuerpo serrano y se arrimaba más allá de los límites de lo normal aprovechado cualquier aglomeración estudiantil, que eran muchas, para hacerme catar sus elásticas y consistentes carnes, ora aplastando suavemente sus nalgas contra mi zona pélvica en el ascensor, o las tetas contra mi espalda en la cola del comedor, o perdiendo sus manos sobre mis piernas por debajo de la mesa mientras comíamos. Alternaba todo ello con morritos y miraditas prometedoras, eso sí, mientras no estaba Vicente, porque cuando aparecía el susodicho, se ponía seria y ya no conocía a nadie. Vicente era un buen chaval, pelirrojo, algo flojo de mollera y más bien sosito, pero tenía un cuerpo cañón, de esos que deslumbran, cosa que traía a mal traer a las chicas del grupo y que fue la verdadera razón por la que Ana, casi sin esfuerzo, se lo ligó, y sobre todo porque los demás, si no enclenques, no disponíamos de semejante musculatura y Ana siempre quería quedarse con lo mejor, aunque en este caso calculó mal las consecuencias y, si bien cazó el mejor cuerpo, no puede decirse lo mismo del caletre. Ana era mona, ligeramente rellenita y disponía de unos labios carnosos y sensuales que manejaba con pericia y a destajo, no sé si con Vicente, pero yo sí puedo dar testimonio de ello. Lo mío con Ana tuvo muchos altibajos: desde morreos en portales oscuros o manos posadas en zonas peligrosas —aunque siempre por fuera de la ropa—, a pequeños cabreos por su parte por cualquier tontería que se la ocurriera, como por ejemplo que no le devolviera caricias en público, algo que a mí no me gustaba pero a ella sí, sobre todo por demostrar que la iba muy bien con los chicos. Por otro lado, a mi ese rollo con Ana no me acababa de convencer porque siempre tuve la sensación de estar robando peras en finca ajena. Una sensación muy desagradable que terminó cuando Vicente encontró un trabajo y la propuso inmediatamente casarse, cosa que ella aceptó velozmente, sobre todo porque eso la convertía en la primera del grupo que pasaba por el altar, algo que para ella era más importante que tener al lado una persona inteligente. Desapareció del grupo al poco tiempo y no tardaron en llegar noticias de que la cosa no iba bien, como era lógico esperar.


En el grupo había otras dos Anas más y siempre nos referíamos a ellas como «las tres Anas», pero nadie las confundía. La Ana de Vicente desapareció en brazos del susodicho, como dije, y no se la volvió a ver más, sobre todo porque Vicente no miraba con buenos ojos a la parte masculina de la banda; debía sospechar que su novia tenía los límites poco definidos en materia carnal y no quería correr riesgos con el honor de su chica. En aquellos tiempo se sabía muy bien donde estaba ubicado el honor de las mujeres, al contrario de lo que pasaba con los chicos, que no interesaba más que a efectos castrenses, lo cual se reflejaba en la cartilla militar cuando uno se licenciaba con una confusa referencia a la defensa de la patria que normalmente se cumplía sin mancha. Así que Vicente se debió de hacer cargo, es de suponer, aunque quepan dudas, del honor de Ana la misma noche de bodas, como era tradicional, y todos contentos.


La segunda Ana por orden de antigüedad, era una chica guapita, rubita, delgadita, sensible y silenciosa y tengo la sensación que más liberal que el resto, como pude comprobar con el paso del tiempo, porque alguno de los amigos del grupo contaba que había tenido revolcones con ella en muchas ocasiones, como otros muchos, pero nadie decía nada en parte porque ella, muy celosa de su intimidad, solía prevenir al de turno para mantenerse calladito y no andar por ahí alardeando con los amigotes. Todo el mundo, por lo tanto, callaba muy a su pesar, prefiriendo el placer de repetir el revolcón al de pavonearse públicamente de ello. Lo cierto es que desde el punto de vista genital era la más activa del grupo, y yo sin saberlo. El caso es que a mí también me gustaba bastante, no solo por su presencia física, sino también por su discreción y por su buen carácter, siempre apacible y agradable, pero al ser tan silenciosa siempre fui demasiado precavido con ella. Ese mismo año encontró un trabajo de traductora en una embajada española en el extranjero, se supone que proporcionado por su padre, que era diplomático. Tampoco se supo más de ella. Seguramente se emparejó con algún muchachote para beneficio mutuo. En cierta ocasión intenté averiguar algo sobre su vida actual pero no conseguí saber nada sobre su paradero exacto, así que perdí la pista y las ganas de seguir indagando.


La tercera Ana era «la legal» desde todos los puntos de vista: Vestía ropa clásica más propia de mujer madura que de joven contestataria. Tenía melenita rubia, se pintaba y emplastecía la cara con esmero, en parte para disimular pequeños supuestos defectos, lo cual no conseguía ocultar su prominente nariz. Era seriecita, reía lo suficiente para no desentonar y rechazaba cualquier acercamiento físico con cierta naturalidad, preservando así, con celo religioso, su integridad moral. Se la aceptaba porque venía en el paquete de las Anas y poco más. Terminó echándose un novio tan formal y uniformado como ella, todo muy reglamentado. No se toqueteaban en público, todo lo más caminaban lentamente del brazo, como haciendo respiraciones para oxigenarse antes del pistoletazo de salida de una hipotética boda que justificara o bendijera el revolcón urgente. Era una más del grupo pero el colectivo masculino no se acercaba a ella a menos de dos pasos. Era tontería perder el tiempo para no encontrar lo que se buscaba. Su conversación era rígida, banal y poco imaginativa, algo que se reflejaba en gran medida en su indumentaria, un vestuario que no dejaba adivinar, ni siquiera imaginar, sus concavidades o convexidades, de las que nunca nadie tuvo noticias.


Otro de los miembros del grupo era Horacio, todo un intelectual de tendencia comunista y ácrata. Pero su padre también era diplomático y además millonario, lo cual condicionaba hasta el ridículo su aspecto exterior. Resultaba divertido verle con un megáfono en la mano soltando un mitin reivindicando la revolución obrera pero vestido con traje de chaqueta, corbata de seda, camisa blanca impoluta almidonada, gemelos de oro en las bocamangas y zapatos negros tan relucientes como su engominado pelo negro con raya lateral trazada con escuadra y cartabón. Y aun causaba más diversión, aunque con un poco de vergüenza ajena, cuando lanzaba su mitin en la glorieta de Cuatro Caminos y no se paraba a escucharle ni Dios; bueno, un día se paró un jipi despistado, le escuchó unos breves instantes mientras le inspeccionaba de arriba abajo y, no entendiendo nada, siguió circulando y mascullando que no sabía de qué manicomio se había escapado el pollo. Ni siquiera los «grises», —que en esto de la contestación social, sobre todo si era de tintes comunistas, eran tan activos y contundentes por aquel entonces—, le hacían caso.


Horacio tenía cara de pan, o sea, redonda, dos ojillos pequeños e inofensivos de color indeterminado y una boca muy horizontal que iba de oreja a oreja. O sea, un tipo poco agraciado. Había sido en tiempos novio de Ana la de Vicente, pero cada vez que Ana necesitaba carne, Horacio le contaba la vida de Lenin como paso previo y entonces Ana, que no se cortaba, le mandaba a hacer gárgaras y le decía que la vida de don Juan Tenorio le parecía más interesante. El resultado final, como se puede suponer, fue el fracaso total. Después lo intentó con la siguiente Ana, cuyo padre también era diplomático y tal vez por afinidad trató de arrimarse, pero como insistía en lo de Lenin y, por otro lado, su físico no acompañaba demasiado, la cosa quedó en nada. Con la tercera Ana no hubo caso porque ella era católica practicante y Horacio ateo comunista, es decir, ni se rozaron. Finalmente apareció Celia, que era una chica gordita, libertaria o ácrata, según el momento y las circunstancias, y tan fea como él. Para colmo tenía un pelo rijoso con forma de escarola que producía cierta aprensión, sobre todo si uno tenía la fantasía de colocar semejante pelambre en su monte de Venus. Celia estudiaba en la facultad de Ciencias de la Información, rama Imagen y era compañera mía de curso, pero llegó al grupo por ser vecina de una de las Anas. Horacio intuyó que ésta si podría ser su novia, sobre todo por afinidad ideológica, de manera es que comenzó los acercamientos sin demora, pero enseguida encontró resistencias insospechadas e indefinidas. Hacía todo tipo de tonterías con tal de atraer su atención, pero no había manera, así es que un día, en una cafetería de Princesa a la que solíamos ir cuando teníamos algo de calderilla en el bolsillo, se puso a mi lado y empezó a contarme que estaba desesperado con la tal Celia y que ya no sabía qué hacer. Como es lógico yo le dije que probara a quitarse la corbata, la chaqueta, la raya de los pantalones y, muy importante, los gemelos de oro de las bocamangas, y a ver qué pasaba. Entonces me contestó que no tenía más ropa que trajes, camisas almidonadas y gemelos de oro. Pues entonces ya puedes ir a comprarte un jersey de segunda mano y unos vaqueros porque de lo contrario estás jodido, le contesté. El caso es que me hizo caso y al día siguiente apareció del tal guisa vestido que nos pareció una persona nueva. Celia se fijó en el cambio y sospechó que era por su causa y no lo echó en saco roto. A consecuencia de ello comenzaron a salir juntos y a hacerse arrumacos y sobeteos por las esquinas y a todas horas. Celia le acompañaba a Cuatro Caminos a lo del mitin de los jueves y a veces le sostenía el megáfono, sobre todo cuando terminaba de perorar y tenía que saludar puño en alto con la mano con la que sujetaba el altavoz. Luego se iban a tomar un vermut de garrafón en uno de los bares cercanos. En lo que no ganaron juntos fue en audiencia, que seguía bajo mínimos, pero a Horacio le daba igual y solía justificarse diciendo que como el megáfono tenía mucho alcance la gente le seguía oyendo mientras se alejaba. Y además el personal tenía miedo de pararse por si venía la policía. Después del vermut empezaron a coger la costumbre de ir al piso de Celia y allí, mientras ella se desnudaba, Horacio le iba desgranando anécdotas y episodios de la vida de Lenin y al final la chica terminaba por desnudarle a él y llamarle vago y señorito porque había que hacerle todo. Seguro que Lenin era más espabilado para el catre que tú, le decía Celia a Horacio, y él le contestaba que lo cortés no quita lo valiente y que es el proletariado el que hace avanzar al mundo y no el amor, y entonces ella le replicaba que era mejor no enredarse en teorías discutibles y pasar directamente a la práctica, que para eso estaban allí.


Pero Celia era más bien aficionada a picotear aquí y allá y a comentar con sus amigas las particularidades, tamaños y prestaciones de sus conquistas ocasionales, lo cual hacía que fuera tenida por peligrosa en el grupo. De hecho apenas pasaron un par de semanas cuando toda la facultad sabía ya las singularidades y rarezas de Horacio que, como siempre, fue el último en enterarse. Como consecuencia de esto todo el mundo huía cada vez que Celia llegaba con aires de cazadora aunque, como decían algunos, a oscuras no se ve nada, pero aun así en sus manos solo caían los muy desesperados. Con el paso del tiempo Horacio cayó del guindo y un día, tomando unas cañas, me dijo que alguien le había dicho que Celia le engañaba con otro y tuve que aclararle que con otro no, más bien con otros, con muchos, con todo el que quería y que cualquier día la vería repartiendo el numerito de la vez como en la carnicería. Se quedó pasmado, pero se lo volví a repetir y parece que empezó a entender que él solo estaba en la cola con los demás, y también comprendió que si él era preferente es porque tenía pasta y le pagaba bocadillos, cañas, vermuts, libros, algo de ropa y en una ocasión hasta el alquiler mensual de la pensión donde vivía. Y Horacio la dejó plantada ante tanto desmán y Celia se quedó a dos velas, eso sí muy compungida porque se le había acabado el chollo. Todo esto añadido a su merecido aislamiento la llevó a la interpretación de melodramas variados e imaginativos sobre desgracias que la ocurrían. Se supone que pretendía dar pena con el fin de recuperar los afectos perdidos. Una de las cosas más tremendas que contaba era sus intentos suicidio, al parecer varios, y por si no la creían solía enseñar, a modo de prueba testifical, unas supuestas cicatrices en las dos muñecas que apenas se veían. Cuando la gente se acercaba para verlas mejor se bajaba teatralmente las mangas y ocultaba los indicios con lo que el interesado se quedaba siempre en la duda y se perdía el efecto deslumbrante y trágico que se pretendía, con lo que fracasaba en el intento de ligar y cuando el afectado empezaba a dar síntomas de querer marcharse, ella se adelantaba y se despedía con la excusa de tener que ir a su sesión de psicólogo, algo por aquella época muy moderno y chic, pero que en su caso siempre producía el efecto contrario, es decir, la sensación de que a Celia le faltaba algún tornillo y lo mejor era desaparecer. La actuación se repetía constantemente con apenas variaciones de texto, lo que dio lugar a que todo el mundo empezara a llamarla «la loca» y el vacío que se le impuso fue aún mayor, hasta que finalmente desapareció del mapa.


Para Horacio todo este episodio apenas tuvo consecuencias traumáticas, sobre todo porque un día, dando su mitin semanal en Cuatro Caminos, ya desprovisto de corbatas de seda, gemelos de oro y demás zarandajas, se paró a escucharle una joven de estética jipi, o sea vaqueros ajustados y sucios y ropa de color indefinido y polvoriento, todo ello envuelto en una espesa nube de pachuli —que era la colonia oficial del colectivo—, a lo que habría que añadir una cabellera totalmente liberada de la esclavitud del peine. No se sabe que vería Gilda, pues ese era su nombre, en Horacio, pero lo cierto es que la chica le trincó del brazo izquierdo y, aun con el megáfono vociferante en el derecho, se lo llevó de allí perdiéndose su rastro entre la multitud de viandantes de la glorieta. A Horacio no se le volvió a ver en tres días de calendario. Cuando reapareció en el bar de la facultad venía acompañado de Gilda, cogiditos de la mano, tiernos y sonrosados como angelitos de iglesia y dando la impresión de que solo habían salido de la cama para ir a la cocina o al cuarto de baño. Horacio nos presentó a Gilda y como las chicas del grupo eran muy normalitas desde el punto de vista asociativo —y los chicos también— Gilda se incorporó al grupo sin problemas, aunque añadiendo una nota de color y olor diferencial mediante los cuales se conocía su presencia a gran distancia. A Horacio esto no le importaba, incluso llegó a justificar el olor del pachuli como el «aroma del proletariado universal». Del proletariado porque la vestimenta de Gilda no pasaba de proletaria y el olor del pachulí, con origen en las culturas orientales, porque su tufillo trasportaba a paraísos exóticos lejanos, se supone que dentro del ancho mundo, de ahí su denominación de «universal». Horacio tenía la facilidad de justificar cualquier cosa, por contraria que fuese al sentido común, sin mover una ceja. 


La cuestión es que para celebrar la llegada de Gilda, Horacio organizó una fiesta en su piso unos días más tarde, aprovechando que sus padres estaban de viaje. Hasta entonces las fiestas solían llamarse «guateques», aunque por aquellas fechas empezó a no llamárseles de ninguna manera, tal vez porque con la liberación sexual en las fiestas se hacían muchas cosas nuevas difíciles de bautizar, al contrario que los antiguos guateques que eran más bien sinónimo de cubata con baile y restregón somero, es decir, con un alto grado de contención en el desmadre. Era como si flotara sobre las parejas una nube de moralina mientras bailaban algunas de esas cancioncillas tan cursis que parecían compuestas por la Conferencia Episcopal. En las fiestas post guateque ya casi no se bailaba si no era de forma frenética o esquizoide y casi siempre espolvoreada con «grifa» marroquí o «hachís», los cuales empezaron a ponerse de moda y si uno no llevaba alguna de estas sustancias en el bolsillo era prácticamente un don nadie.


Cuando llegamos a la mansión del Horacio, situada en una calle madrileña de postín, nos encontramos con uno de los escenarios menos apropiados para semejante zambra. La decoración era un poco preocupante no solo por la calidad de los objetos, lámparas, cuadros y muebles, sino por su integridad al final de la fiesta. Obviamente estábamos en una casa de millonarios, de no menos de siete habitaciones y cuatro cuartos de baño como mínimo solo en el pasillo principal, porque había otros dos pasillos laterales por los que no me aventuré. Daba la sensación de que lo mejor era pedir permiso antes de dar un solo paso, porque, naturalmente, había unas alfombras indias y turcas tremendas y pisarlas hubiera sido casi delito. Pero lo más curioso fue cuando Horacio nos llevó a una especie de salón secundario que era donde se iba a celebrar el cisco. Horacio, previsor él, había quitado y apilado los cuadros en una de las habitaciones y había cubierto la mesa con un hule ignominioso. Allí había puesto las inevitables coca colas, el güisqui, el ron, la ginebra, la tónica, la litrona de naranja y la de limón, y luego había tapado los huecos de los cuadros con cartulinas de cincuenta por setenta con frases reivindicadoras del amor libre, el polvo libertario, varios poster repetidos del Che con su boina inmortal —de la boina para abajo resultó ser bastante mortal, como se vio— y otros cuantos con Mao y su revolución cultural. Como se suponía que aquello era una fiesta y no debería de haber mucha luz, y como los tiempos no eran los del reóstato, Horacio, que siempre estaba en el detalle, como se dijo, apagó la mitad de las bombillas de los apliques y al resto las cubrió con papel de celofán rojo, o azul cuando se le acabó el primero. Todo quedó en penumbra. De fondo se oía una musiquita india muy sugerente procedente de un tocadiscos. En cuanto empezó a sonar todo el mundo empezó a encenderse los porros y a dar caladas con expresión mística, casi como en los viejos conventos, tal vez esperando la parusía o la revelación marxista leninista, y ya de paso, a medida que el cannabis iba haciendo efecto, ensayando algunas posturitas de baile para lucir arrebatos espirituales deslumbradores, aunque más bien, pienso yo, para ir tratando de imantar a alguna de las chicas allí presentes que todavía no estaban acostumbradas a tomar iniciativas manifiestas en estos terrenos tan sicalípticos.


Lo que sí estaba claro desde el principio es que todo el mundo, mediados los porros, empezó a desaparecer en busca de alguna superficie, mayormente horizontal y mullida apropiada para «ensamblarse» o «acoplarse» —dicho sea en lenguaje industrial, más apropiado que «hacer el amor»—, para encauzar o canalizar los efluvios hormonales, tan embravecidos como urgentes. No obstante sí hay que reconocer que algunas chicas, sobre todo Gilda, eran de las que toman la iniciativa, aunque también hay que admitir que los porros ayudaban en esto, si bien no es menos cierto que algunas tenían ya ganas de dejarse de sandeces relacionadas con la tradicional sumisión femenina al macho ibérico, que por entonces todavía andaba muy escaso de conocimientos técnicos en lo referente al asunto. Eso se palpaba en el ambiente, y también se escuchaba: Se solían oír cosas como «así no, bruto», o «haz esto o lo otro», o «empuja más, cabronazo», pero todo dicho relajadamente, sin brusquedad pero con cierta urgencia o ansiedad.


A mí me enganchó alguien que andaba por allí y que no conocía. Debía de ser alguna de las amigas de Gilda que se habían apuntado a la fiesta por sorpresa. No puedo describir su aspecto porque la relativa oscuridad me lo impidió, pero tenía una piel agradable y una orografía consistente y rebosante que manejaba a su antojo marcando los ritmos. Respondía con intensidad y vehemencia a cualquier estímulo por casual o improvisado que fuese. No le pregunté su nombre ni ella me lo dijo, y cuando se lo pregunté a Gilda tampoco supo decírmelo. 



Entre cogorzas y mareos acabó la fiesta en la que Horacio, según contó él mismo, se puso las botas, aunque no se sabe muy bien hasta qué punto exageró. Lo que sí se sabe es que se cogió un cabreo de mil demonios cuando descubrió que alguien le había pintado a Mao un bigotito tipo Dalí. No dijo nada sobre un aplique roto, una alfombra persa con un charco de coca cola, las sábanas de algunas camas hechas un asco y el rail de una cortina medio colgando, pero lo del bigotito de Mao casi le mata. Los desperfectos no tenía importancia, los pagarían sus padres, que para eso tenían pasta. Y además no les importaba. Era normal que el «niño» se divirtiera con sus amigos y, por cierto, al «niño» le tenían por un hijo modélico, aunque evidentemente no sabían lo de los mítines de Cuatro Caminos megáfono en mano, ni nada referente a su vida de crápula, y menos aún a lo de Mao o Lenin, o sus novias jipis o locas.

 

Horacio y Gilda nunca llegaron a ponerse del todo de acuerdo con respecto a los atuendos respectivos, pero no fue obstáculo para su amor. La última vez que les vi juntos se alejaban de la facultad camino del autobús de Moncloa. El con su brazo sobre los hombros de ella y ella con su mano izquierda dentro del bolsillo trasero del pantalón cogiéndole el culo a puñados. Se había acabado el curso aquel día. Se iban de vacaciones y yo también. Al empezar el nuevo curso dejé de verlos. Alguien me dijo un par de años más tarde que seguían juntos y que Celia se subía por las paredes a causa de Gilda que le había afanado al amor de su vida. Evidentemente la pobre Celia andaba un poco despistada por lo que su psiquiatra aún tuvo que aguantarla unos cuantos años más y, por añadidura, a un psicólogo argentino que terminó por hacerse terapia a sí mismo con ella, la cual tenía casi más verbosidad que él. Terminaron en el diván, los dos al mismo tiempo, experimentando físicamente nuevas terapias: Él introduciendo la mano bajo la minifalda de ella y ella intentando encontrar en la bragueta de él la solución a su problema. Nadie sabe si finalmente lo consiguieron pero la misma Celia comentó que el argentino había dejado de cobrarle las sesiones, e incluso llegó a apartarla de las garras del psiquiatra y de las pastillas que éste le recetaba, con lo que las aguas volvieron a su cauce y se ahorró un buen puñado de las antiguas pesetas. Alguien les vio en la Gran Vía paseando y se sorprendió al ver a Celia con un nuevo aspecto, por cierto, espectacular: Más delgada, melena negra larga y sensual —nada de rizos calamitosos— y con los ojos, los labios y las uñas pintados. Se ve que le iba bien.

 

 

4 comentarios:

JOSÉ MANUEL GARCÍA VALDÉS dijo...

Ese traslado a Madrid ¿Sería a un poco conocido colegio Mayor Elías Ahuja? Empiezo a sospechar que yendo como ibas encendido por las americanas tú inauguraste la tradición de asomarse a la ventana a piropear a las jovencitas de enfrente y, aquello que empezó como un jueguecito, se convirtió en un best seller de las novatadas. De aquellos polvos estos lodos. Habías adquirido demasiada práctica por Cóbreces y Comillas. Confiesa tus pecados.
Éstas hecho un artista.
Un abrazo literario.

Dacio dijo...

Por fín has reaparecido, Jesusito H. Nos debes un miércoles, bribonazo. En lo que respecta a tu vuelta a la capital, te muestras casi como mero espectador. Confiesa tus pecados, Jesús, como te exige Valdés desde su aldea global.

RAMON HERNÁNDEZ MARTÍN dijo...

¡Hay que ver, amigo Jesús, lo que algunos, por andar a uvas a esas edades, nos perdimos esos años en los que la mente, atenta a la "vocación", alineaba y aliñaba el cuerpo! Tus dotes de narrador y de vividor se dan la mano para crear un clima excitante y enganchar al que se atreva a asomarse a lo que escribes. Ni siquiera me distraen tus "laísmos" y "leísmos", aunque frenen un poco la lectura y rompan los ritmos. Claro que, aunque no sea más que por lo de que "nunca es tarde si la dicha es buena", vinieron los años posteriores, de supuesta madurez para algunos, pero de elongada pubertad para otros, en que a uno se le presentaron sobradas ocasiones para probocar o sufrir semejantes arrebatos pasionales, ocasiones que afortunadamente no cesan cuando te haces octogenario y el sexo pasa del cerebro a los ojos tras hacer el mismo recorrido orgánico. ¡Qué grande es Dios que supo inocular el sexo en un pedazo de carne! Si algún ateo me lee, que se chinche, porque el sexo es buena prueba de resurrección y perduración.

Jesus Herrero Marcos dijo...

Querido Pitu, el Elías Ahuja era por entonces, y a pesar de su fama de progre, una especie de remanso de moralidad comparado con lo que es hoy. Lo más que se veía en las novatadas era un desfile de garrulos con los calzoncillos por encima de los pantalones. Poca cosa...

Dacio, hermano, con respecto a mis pecados, en la demanda que haces con Pitu de una narración más precisa, he de decir que fueron todos veniales, o sea, de purgatorio solamente. No estoy seguro de haber llegado nunca a los "mortales" de infierno global, lo cual, a su vez, es el peor pecado.

Ramón, he de darte las gracias por no distraerte con mis "leísmos" y "laísmos". La verdad es que sucedió todo tan rápido que ni siquiera me dio tiempo a corregir el texto con calma, no solo en este asunto, sino en otros más gramaticales o sintácticos, pero ya sabes, las prisas "provocan" a veces estos descalabros. Laus Deo y el que quiera un dios que se lo trabaje, como dijo en su día Groucho Marx.

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