viernes, 2 de abril de 2021

UNA CENA ACCIDENTADA ( Por Lalo F. Mayo)






Aquella noche se encontraban en la estancia doce hombres sentados a la gran mesa en torno al Maestro, en lo que se había previsto como una reunión gozosamente festiva. Pedro, el organizador de todo, había conseguido —ninguno se podía imaginar cómo— que las «insoportables algarabías femeninas», como él las llamaba, quedasen fuera de aquella celebración. 

—Hasta ahí podríamos llegar— oyó Juan que el cascarrabias le decía a Lucas sin cortarse mucho porque lo oyeran los demás, aún extrañados por la ausencia de las mujeres. La indiscreta confidencia de Pedro llegó hasta los oídos del Maestro, que torció el gesto e hizo acopio de santa paciencia; otras preocupaciones, que él solo sabía, llevaban su mente lejos de allí. 



También Judas, algo así como el tesorero de aquel grupo más o menos organizado, tenía bastante idea de cómo se iban a desarrollar los acontecimientos aquella noche. Tanto que, en un momento determinado de la cena, cuando a los cuencos de la sopa ya se les iba viendo el fondo, la mirada compasiva del Maestro se cruzó con la cada vez más oscura del tesorero y hubo una especie de entendimiento entre ambos: 
—Lo que has de hacer, hazlo pronto. —Juan y Santiago, sentados ambos a su vera en el centro de la mesa, pudieron oír la profunda y melodiosa voz de Jesús. También lo oyó Judas; o más bien, apartado como estaba, lo leyó en los labios de quien se lo decía y, sobre todo, le resonó en su alma.

Ya no esperó más y, ni siquiera frenado por el olor del cordero asado que Pedro ya estaba despiezando, se levantó de su banqueta. Abrió su bolso de cuero y miró dentro. Allí estaban sus escasas pertenencias: una especie de diario de lo que hasta ese momento había hecho la organización, algunos efectos personales de los que nunca se separaba, el hato con las treinta monedas y la llave. Al entregársela, una hora antes, Pedro le había susurrado: «Es del almacén de las barcas» mientras le guiñaba un ojo. «Estás loco, tío, un día te van a crucificar», le había contestado Judas, también un tanto conspirador. Solo Santiago se percató del contenido del breve diálogo, mientras los demás se afanaban en buscar un buen lugar en el que sentarse alrededor de a la mesa. 

Judas se levantó y rodeó a los demás para despedirse del Maestro. Era algo que se obligó a hacer. Mantuvieron una nueva e intensa mirada —esta vez con las caras muy juntas— mientras las manos del tesorero dejaban el hatillo con las monedas y la llave sobre la mesa, al lado de la copa de fina cerámica en la que bebía Jesús. Solo Santiago, pegado a ambos, se percató del brillo de la llave y antes de que nadie se diera cuenta puso su mano encima, la guardó en su túnica y salió al patio para esperar a Judas, que salió de inmediato.

—Esto no es lo que yo quería. Espero que me perdonéis —se despidió azorado, perdiéndose enseguida en las sombras de la calle. Santiago no supo qué responderle y permaneció unos segundos parado tratando de interpretar las palabras de Judas, pero al no conseguirlo sacudió su cabeza y cruzó el patio camino del almacén donde se guardaban las barcas. Allí comprobó que, efectivamente, la llave entraba en la gran puerta donde los hermanos pescadores guardaban sus artes. La giró en la cerradura y empujó las dos hojas. Ante su vista aparecieron, unas tranquilamente sentadas en el suelo, y otras cómodamente echadas sobre las redes, las siete mujeres que acompañaban desde hacía meses, algunas ya años, a Jesús. Sus caras aparentaban tranquilidad bajo sus pelos revueltos. Seguro que cuando Pedro las encerró, cualquiera sabe cómo, gritaron y aporrearon las puertas hasta que comprendieron que los demás, enfrascados en la fiesta, no acudirían; así que decidieron practicar santa y relajada paciencia, a la que estaban bastante acostumbradas. Santiago se apartó de la entrada y extendió el brazo para invitarlas a salir.

Mientras tanto, la cena continuaba. En contraste con la postura hierática del Maestro, la animación entre los otros diez comensales había ido subiendo en intensidad y vocerío. Era tanta la algarabía que cuando Jesús quiso acallarlos para hablarles se vio obligado a gesticular ostensiblemente con los brazos para que le prestaran atención. Había pensado decirles que aquel momento era histórico, que ese sencillo acto que estaban representando aquella noche, sentados a la mesa y compartiendo unos sencillos alimentos, iba a ser la base del rito en el que se asentaría el movimiento social y religioso que estaban creando bajo su magisterio. Lo había estado pensando durante todo el día: llenaría la copa de vino y cortaría un trozo de hogaza para, tras bendecirlos, compartirlos simbólicamente con todos ellos en cuanto regresara Santiago de donde quiera que hubiese ido; su hermano no podía faltar. En eso era en lo que pensaba mientras su braceo había conseguido, por fin, el silencio y atención necesarios; pero con todos ya callados, el movimiento de la amplia manga izquierda de su túnica golpeó la delicada copa de cerámica, que se volcó y rodó sobre todo el ancho de la mesa hacia la esquina ya vacía en la que se había sentado Judas y cayó hacia el suelo dejando tras sí un rastro de vino rojo.

Y fue en ese momento, justamente en el instante en el que Jesús acababa de perder de vista la copa tras el borde de la mesa, cuando la puerta de la estancia se abrió violentamente y apareció Santiago y tras él, en un maremágnum de túnicas revoloteando, pelos revueltos, gritos y miradas enfurecidas, las mujeres encabezadas por una María Magdalena que parecía —todos lo vieron— muy enfadada.
—¡Peeedro —venía gritando la visceral mujer— machista engreído y paleto, que sea la última vez que me...! 

No pudo terminar la frase. Con el eco de los añicos de la copa de Jesús todavía buscando los rincones más apartados de la habitación, una paloma dorada se coló por la misma puerta por la que acababan de entrar Santiago y las siete mujeres e iluminó la escena con una potentísima luz blanca que cegó a todos mientras una música disonante y extraña los ensordeció. La paloma sobrevoló la mesa con un ralentizadísimo aleteo y se colocó con sus alas extendidas en la viga travesera del fondo, sobre la cabeza del Maestro.

En realidad nadie llegó a ver ni a oír cómo la delicada copa se rompía al golpear contra el piso porque el tiempo que empleó la extraña ave en cruzar la estancia con su parsimonioso y elegante vuelo fue superior al que necesitaron todos los presentes para salir de allí. Ellos, los comensales, y ellas, que aún no habían probado bocado, se desperdigaron en la noche aterrorizados por tan inexplicables y sobrenaturales fenómenos.

Cuando se hubo extinguido el último ruido provocado por la estampida y la puerta maltratada dejó de aletear sobre sus goznes, la música paró de golpe y la potente luz se fue apagando paulatinamente devolviendo una agradable penumbra a la estancia ahora vacía. Por eso cuando unos veinte minutos después apareció el tesorero acompañado por varios soldados romanos, allí ya no quedaba ningún ser humano; solo algún perro que mondaba con fruición los huesos del cordero a medio comer esparcidos por el suelo y la paloma, que desconcertada, seguía posada sobre la viga del fondo.

——

Epílogo. Con todas las excepcionales incidencias de aquella noche, el Maestro ya no tuvo ocasión de enseñar a sus discípulos el ritual del vino y el pan y de muchas otras cosas que había pensado decirles, así como de todo lo que estaba escrito que tendría que suceder. Y eso fue algo que no dejó de agradecer cada vez que, muchos años después, miraba feliz a su esposa María Magdalena —todavía tan temperamental ella— y a la numerosa prole de nietos que pululaban por la nave de la carpintería que había heredado de su padre y que ahora gestionaban sus hijos.

Lalo F. Mayo. Málaga 2021

1 comentario:

BALDO dijo...

Lalo, amigo. Es maravilloso tu relato «periodístico» de lo que pasó en el Cenáculo. Has hecho uso de la misma libertad de que disfrutaron los cinco narradores canónicos de la última Cena, cuyos relatos difieren tan sustancialmente entre sí, que es imposible saber realmente lo que allí sucedió. Tú estás mucho más en lo cierto que los evangelistas sinópticos en lo referente al número y a la naturaleza de los asistentes. No sería coherente con el modo de obrar de Jesús excluir de la comida a las mujeres y a los que habían subido con él desde Galilea, y tampoco que dejara de despedirse de todos ellos y de legarles su testamento de vida. Para más inri, fueron las mujeres las únicas discípulas que acompañaron a Jesús en su pasión y en su muerte en la cruz, mientras que los varones huyeron despavoridos como unos cobardes. Este número «Doce» es, sin duda, un constructo teológico que simboliza a las doce tribus y que se utilizaba para referirse a todo el pueblo de Israel. Y también a otras cosas, como cuando se narra que Jesús subió al Templo a la edad de doce años o que la mujer a la que curó Jesús hacía doce años que padecía flujo de sangre o que la hija de Jairo tenía doce años o que en el milagro de la «distribución» de panes y de los peces se recogieron doce canastos del pan sobrante. Tú has lanzado el dardo contra este «theologoumenon» de los «Doce» hombres porque expresa una teología clerical, selectiva y antifeminista. Los jerarcas y teólogos católicos y ortodoxos se han basado en él para no permitir a las mujeres presidir las celebraciones de la Cena del Señor, y también para que se venga celebrando en el Jueves Santo el día de la institución del sacerdocio masculino, sin que se sepa a santo de qué. Bueno, sí se sabe por qué. Nos lo dice Pablo, aunque tú, con igual fundamento, se lo has atribuido a Pedro:

«34 las mujeres cállense en las asambleas; que no les está permitido tomar la palabra; antes bien, estén sumisas como también la Ley lo dice.
35 Si quieren aprender algo, pregúntenlo a sus propios maridos en casa; pues es indecoroso que la mujer hable en la asamblea». (1 Corintios 14, 34–35).

Resalto también una frase mordaz de tu relato: «…, mientras los demás se afanaban en buscar un buen lugar en el que sentarse alrededor de a la mesa».

«Vamos a ver, ¿cuál es mayor, el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pues yo estoy entre vosotros como el que sirve (ὡς ὁ διακονῶν)» (Lc 22,24–27).

Está fuera de lugar para un discípulo de Jesús el pelearse por estar en los primeros puestos de la mesa. La comida del Señor simboliza una especial comunidad de los hermanos, que no puede fundamentarse en el dominio de los que tienen poder, sino en el servicio mutuo. Lucas sitúa la exhortación de Jesús a una vida de servicio poco después de la narración de la Última Cena. La Cena del Señor muestra que los verdaderos «jefes» de la comunidad deben ser los servidores de sus hermanos. Los «obisperinos» –que diría nuestro Luisín Carrizo– ya han tomado nota, porque hasta ahora no habían caído en la cuenta de que las cosas debían ser así.

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