NOMBRAR LUGARES, PONER SEÑALES
Isidro CICERO
“Si pastorga fueras” - indican en León personas serviciales - “ten por cosa fija que te encontrarás a La Virgen antes de los ocho kilómetros”. Ningún forastero supone con esto que se le va a aparecer la santa Madre de Dios como en el romerito florecido lo tengo yo de coger. La santa Madre de Dios, recordad, sale en aquella polifonía tan rítmica. donde apareció la Virgen, un día al amanecer. Todos mis lectores recuerdan muy bien aquel ritmo si era o no era flamenco. Algunos lectores míos, como si los conociera, se han puesto ya a tararearla por lo bajo. Se acompañan con golpes de nudillos sobre sus escritorios: el romero florecido, los tiples, la Virgen del Romeral, tenores, tercera voz, coro completo. Barítonos, todos muy suaves, muy piano. Pianísimo el final.
“Nos vemos en La Virgen”, se citan los cazurros, “La Virgen es donde agarramos aquella cogorza monumental”, rememoran los más vividores. La Virgen es un lugar en los bordes de la carretera vieja Madrid-Coruña. Entonces pueblos y villas partidos por la mitad y la gente tan contenta. Ahora no. Ahora la Virgen prepara cachopos como si estuviéramos en Llanes. También es muy recordado que a La Virgen llegaron montones de muchachos, todos ellos de género y sexo masculino, abandonándose allí a una sacrificada formación en valores. A aquel conjunto poblacional, cruzado por una carretera con rango nacional, lo llamaban antes La Virgen. Y ahora lo mismo.
La gente no estaba en contra de que las carreteras pasaran por mitad. “Fíjate”, presumían, “estamos al pie mismo de la carretera”. Una bendición entonces. Añadían “del Camino” pero allí no hacía falta. Lo añadían por añadir y para distinguirla de tantísimas otras vírgenes: La del Romeral, la de los Cuchillos “venerada en Valladolid”, Cela la conoció y Carrizo la tiene siempre presente.
La clave de todo esto, no desvelo ningún secreto, fue la santa Imagen patronal y veneranda. Lo demás son derivaciones, contagios, irradiaciones sobre el pastizal de romerales, tomillares, jarales. Allí hacían su verano las ovejas de Velilla. La Virgen es por aquella virgen y su imagen, bien claro está para todos menos para las ovejas, que aquellos rumiantes no se enteraban de nada. Animalucos. La Virgen es hoy un simple topónimo, que a eso vamos. Dinamarca también es un topónimo. Algeciras, otro. Miami lo mismo. También Muelas de los Caballeros, pueblo natal este último de Mariano Estrada Vázquez, recopilado ya en antologías. El recopilado es Mariano, el pueblo no, por qué iba a ser recopilado el pueblo. Quiero decir con esto que La Virgen tendrá las dimensiones espirituales que quieras ponerle, el simbolismo religioso, la capacidad de conmoción, la fascinación estética que se te antoje. Pero de base es un topónimo más, como Trobajo del Camino, Gusendo de los Oteros, Oncina de la Valdoncina.
Todo esto viene a cuento de Maxi Trapero y su ciencia toponomástica, me explico. Gusendo de los Oteros es donde nació Trapero, que creció entre Corias y La Virgen y se desarrolló con refulgencias únicas en las Canarias. Algunos bien hablados están ya reclamándome la expresión “sin parangón”. Tenía yo que haberla escrito antes, porque Maxi lo merece como nadie, porque es un caso único, porque no admite comparación posible. Otros especímenes hemos podido coincidir en algún tramo de sus itinerarios vitales, pero no tenemos ni con mucho esa proyección universal suya. Al menos que a mí me conste. Yo creo que al paso que lleva, acabará siendo Trapero, él mismo, un topónimo también. Acabarán encontrándole un lugar, una plaza, si es que todavía no lo han hecho, una rotonda, quizás una avenida donde escribir su apellido: Avenida Maximiano Trapero estaría muy en su punto, pero veo que de momento, colegas canarios de su nivel intelectual le llaman “Max”, así no hay manera. Para nosotros es “Maxi” y los libros de la editorial IDEA le llaman “Maximiano”. Lo mismo que hace en discursos institucionales el excelentísimo señor presidente del Gobierno Canario, don Fernando Clavijo Batlle. cuando reconoce algunos de los méritos del catedrático emérito. O cuando le condecora con la Medalla de Oro de aquella Comunidad ultraperiférica, o con la del Mérito a la Conservación del Patrimonio Histórico.
Será por medallas. Aunque siga siendo “nuestro” Maxi, Trapero puede ostentar también la de oro José Vasconcelos, lo mismo que Borges, León Felipe, Salvador de Madariaga, Freyre, Uslar Pietri y otros próceres que no cito para no apabullar. Peninsular como nosotros, septentrional como nosotros y casi estepario, lleva una vida apuntando nombres de “sitios” de Tenerife, Gran Canaria, Lanzarote, Fuerteventura, La Palma, La Gomera, El Hierro y La Graciosa, creo que no me dejo ninguno. Sus topónimos, muchos que se parecen a los que yo he puesto más arriba, otros con resonancias exóticas con ADN isleño aborigen, guanche. De diez volúmenes que integran el Diccionario de Toponimia de Canarias, tres los dedica Maxi a explicar guanchismos. De ahí en parte las condecoraciones, de ahí la futura plaza, esa rotonda.
Quizá ocurra que, leyendo este globo de Cícero, el lector oiga mencionar por primera vez en su vida la palabra “toponomástica”, yo acabo de conocerla. Cuando Maximiano Trapero empezó a apuntar a destajo desde la oralidad canaria, pura y dura, topónimos isleños para proponer cómo habría que escribirlos en un castellano sin seseos ni ceceos, esta ciencia lingüística ni siquiera había sido bautizada todavía. Lo hizo años después uno de sus teóricos, el lingüista rumano Eugene Coseriu. Por cierto, fue Coseriu quien escribió el prólogo del primero de los cincuenta libros publicados por Maxi dedicado a la oronimia, los nombre del relieve del suelo y los usos que los humanos han hecho de ese relieve.
“¡Apuntar nombres canarios y decidir cómo transcribirlos!”, decía yo provisionalmente. No es justo. En el trabajo filológico de Maxi, convergen todas las facetas de la pieza lingüística. La Virgen, sí, es una pieza lingüística, pero qué dice la historia de la lengua, la morfología del binomio, de dónde procede etimológicamente, su campo léxico, el significado que tiene allí, la semántica “gobernando todo el entramado teórico”, como explica el propio Maxi. Tengo que ponerme serio, disculpe el lector, pero ni siquiera mi lenguaje académicamente desinhibido puede prescindir de vez en cuando de una o dos definiciones de las cosas. Corro el riesgo: “La toponomástica es el estudio teórico, esencialmente lingüístico, de los topónimos”.
Ya hubiera querido Maxi, supongo yo en mi ignorancia, encontrar las partidas de nacimiento de sus 40.000 topónimos canarios y las historias de cada uno de ellos, con la nitidez del acta bautismal de La Virgen y su curricular vitae. Pero el archipiélago le planteó un reto mental de memoria, reflexión crítica y especulación científico filológica. No una taxonomía, también un análisis genealógico comparativo de nombres y las hipótesis sobre sus posibles raíces y diacronías.
Registrar “echeides” y fijar como nombran los canarios los efectos de cada erupción, las concreciones de sus lavas. Anotar las “guaniguadas” que los castellanos denominaron barrancos; las “tenteniguadas”, que los cristianos bautizamos como montañas; los desiertos, que al parecer los aborígenes no sabían cómo llamar, tan uniformemente árido era su territorio volcánico. Estas oronimias ocupan los dos últimos volúmenes del Diccionario, incluidos naturalmente los entrantes, salientes, puntas y acantilados del Océano. No solo vale con decir “guaniguadas”. Hay que distinguir guaniguadas “tacandes”, “tagoros”, “tajogaites” o “ayamontes”. Los ayamontes tórridos, tostaderos tropicales a los que toda Europa por lo general somete alguna vez la delicadeza de sus pieles humanas.
El agua es un bien precioso en las islas, porque pronostica humedades vitales para la aparición de plantas y, con ellas, de animales. Fuentes, regatos, "maretas" formadas por la lluvia, porque eran esperanzas. Tres volúmenes del diccionario están dedicados al léxico que se refieren a topónimos vinculados a la flora y la fauna. vinculada a t que dieron nombres a lugares y constituyen apartados específicos de los diez tomos en que se acabó distribuyendo el Diccionario canario de Trapero.
Una diafanidad sencilla, tal que la de “La Virgen”, le habría privado a Trapero del goce de la exploración mental: del entendimiento reflexivo y crítico, abstraerse del aluvión de nombres y elaborar una teoría universal (universitaria) y científica, capaz de dar cuenta de la especificidad lingüística, pero no solo lingüística, con la que los canarios han sabido bautizar los lugares. Coronar esta magna obra de diez volúmenes en cuatro tomos es el fruto de la dificultad superada, gracias al compromiso ético del autor, ejercitando una fuerza de voluntad de 30 años aplicada al terreno, como descubridor arriscado y explorador pionero. Sin parangón, repito.
El Teide, por ejemplo, y sin ir muy lejos, es el mayor y más señero de todos los “echedeyes” del archipiélago. Prueba tú a decir “echedeye”, ya verás. Enseguida te oirás pronunciando El Teide de forma rara, hasta te provocará una sonrisa, no dejes de hacerlo. Los europeos a las montañas tipo Cheides estaban más acostumbrados a llamarlas volcanes, por mor del Vulcano de Nápoles. De Hefaistos el griego por aquella época no se acordaba nadie, aunque eran parecidos, entre otras cosas porque todavía no se sabía mucho griego, el Renacimiento estaba que si empiezo que si espérate un poco todavía. Vulcano, cojo y malhecho, vivía en una fragua al fondo de la gran montaña humeante. Este Echedeye canario, este Teide, los guanches parece ser que lo consideraban Montaña de Fuego, montaña del Infierno, donde vivía Guayota, la personificación del Mal.
Ya se ve, con esto lo decimos, que los nombres de lugares también tienen relación con, la cultura, de las creencias y de la religión. De hecho, dos volúmenes de los diez del diccionario sistematizan los léxicos de lugares con referencias históricas sociales y culturales.
El “ónimo” del topónimo “La Virgen” tiene una motivación de origen religioso, es bien sabido. Fue porque en torno al 2 de julio de 1505, ciertos señores aseguraron (y otros se lo creyeron) que en aquel específico “topos”, había venido María Santísima a encargar una capilla. Cuando la gente hablaba del topos “donde dicen que se apareció la Virgen” , luego dijeron “donde la Virgen” y ya finalmente por esa manía que tenemos a la reducción y la economía, pasaron a llamar al sitio “la Virgen”, simplemente. Hasta nosotros, hasta yo que casi no sé nada del asunto, podemos aventurar el itinerario evolutivo del nombre referencial de la sede de la patrona del reino de León, otra cosa es explicar los orígenes, la evolución y la fijación, acaso provisional, de los topónimos que ha estudiado el admirable Maxi Trapero, a quien sus colegas catedráticos, editores y académicos canarios también le llaman Max, abreviando aún más nuestro Maxi hipocorístico, que algunos escribimos con cierto recelo no vayamos a dar la impresión de que la familiaridad que propicia la mayor o menos coincidencia de orígenes, nos faculta, a mi o a cualquiera, a considerarnos familiarmente parangonables. Ya te digo yo que no. Que un respeto, que todavía hay clases.
Si alguna vez supiste que la Legio VII Gemina, la de Galba, tuvo por aquí sus acuartelamientos, no te sorprenderá saber que el topónimo León tiene su porqué. Unos porqués de los topónimos pueden ser religiosos (La Virgen). Militares, sede de la Legio VII y antes que de estas tropas, las de la Legio VI Victrix, la de Augusto, primero en calibrar las ventajas estratégicas de esta confluencia de aguas: las “verniscas” que bajaban del ahora Puerto Payares y las “turis” que provenían de la sierra que ahora llamamos Riaño.
Para decir “agua” antes de que nos invadieran los romanos, los nativos tenían otras palabras, “vern” y “tori”. Bernesga y Torío puede ser que se deriven de esos vocablos. Los astores, también conocidos como astures serían paisanos de una de esas riberas. Es fácil intuir por qué León se llama León, con tal de saber que lo más importante que le pasó a este “topos” fue que los generales romanos acuertelaron en él a sus tropas para someter por un lado a los astures, a los vacceos y, por otro, a los cántabros, “indoctos”, estos últimos, “iuga ferre nostra” según escribió Horacio: “Que no acaban de acostumbrarse a nuestros yugos”. A nuestras normas.
Siempre habrá quién piense que el papa León eligió el nombre de esta ciudad a donde nos llevaron de chicos. Otros piensan que León XIV se acordó de su predecesor León XIII, el iniciador de la doctrina social de la Iglesia. Pero no falta quien se acuerde del hermano Leone, amigo íntimo de Francisco, su continuador espiritual, su fisiólogo, su secretario, su albacea. A mí me gusta mucho suponer que el papa se llama León por fra Leone. Por cierto, el santo de Asís llamaba “ovejo” a fra Leone, dicen las crónicas, por ser tan sencillo, tan natural, tan sin dobleces. Lo mismo hacía nuestro fray Francisco, nos llamaba “ovejos” a nosotros, no sé si a todos nosotros, a algunos desde luego que sí. “Ovejiños” nos llamaba el cariñoso Fray. Poner nombres, poner motes. La comarca leonesa de los Oteros, podríamos aventurar nosotros, le pusieron ese nombre por las colinas que rompen la monótona línea horizontal del llano, podría ser. Lo del Gusendo tiene que encerrar otra picardía más oculta.
La última vez que estuve con Maxi. despidiéndoles en el aeropuerto Seve Ballesteros. Venían él y Helena en taxi desde Liébana y lo primero que me comentó, goloso de palabras, lambiscón de toponomasias, fue la rica variedad y la coherencia de los carteles señaléticos de nuestras carreteras y autovías. Pensé entonces, lo he pensado siempre en la gran suerte que han tenido aquellas islas de la Macaronesia española por haber contado con este estudioso leonés enamorado de los nombres.
Nostalgia cognoscitiva de esos ocho macrotopónimos canarios, que se antojan ocho macrocontenedores, cargados de verbos, muchos sustantivos, muchos materiales de comunicación en viaje de ida y vuelta a América. La flota que hizo el salto hacia América y luego el tornaviaje rumbo a Europa.
El trabajo concienzudo de Trapero no tiene parangón.