viernes, 1 de octubre de 2021

LA CENA DEL SEÑOR - Capítulo VII, 3ª parte (Por Baldomero López)

 

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3.      ALGUNAS CONCLUSIONES

 

3.1. La misa repite el rito de los primeros cristianos que recogieron solo aquellas tradiciones que fueron excluyendo paulatinamente la «comida» y que concentraron en la parte «eucarística» los gestos y palabras de Jesús en la Última Cena

 

         El gran error «originario» de la celebración de la Cena del Señor fue anular la comida y todo su significado para convertirla en un rito «sacro». Las misas pueden ser oraciones de alabanza, de bendición, de acción de gracias y de súplica de purificación, en las que el Resucitado estará presente como cuando «dos o tres se reúnen en su nombre», pero de ninguna manera son «memoria» de la Última Cena, porque falta en ellas algo tan esencial de lo que aconteció en el Cenáculo como es la comida. 

         Pablo y los sinópticos, al suprimir la comida de la celebración de la Última Cena, dieron pie o encaminaron todo a que la misa fuera un culto, una «eucaristía sin comida». Y también a que la teología cristiana que se ha elaborado desde entonces en occidente mantenga un marcado carácter «cultual–eucarístico». La comida del Cenáculo fue principalmente un acto «profano» (comer) y la misa es una acción exclusivamente «sacra» y cultual. 

         Imbuidos en una interpretación y en una práctica milenarias de la celebración de la Cena del Señor (misa) como un acto exclusivamente de «culto», nos hemos vuelto insensibles a admitir lo que señala el evangelista Juan: que el servicio a los demás (lavatorio de los pies) es también una manera de hacer presente entre nosotros al Resucitado. Las llamadas «especies de pan y vino» han acabado por ser absolutizadas y aisladas de todas las «acciones» que tuvieron lugar en aquella Cena. El pan y el vino estaban en el Cenáculo para ser comidos y compartidos, no para que Jesús diera una nueva definición «sustancial» de ellos. 

         La «sacralidad» que sigue teniendo la misa tampoco guarda relación alguna con la vida «profana» de Jesús de Nazaret, que fue lo que caracterizó la mayor parte de sus actuaciones en los años de predicación del Reinado de Dios. La «hostia» –no así el cáliz– ha monopolizado todo el protagonismo en las misas, en las procesiones, en los retablos de nuestros templos desde la Contrarreforma y en las discusiones teológicas que arrancan en la época medieval. Las «visitas al Santísimo» siguen siendo encarecidamente recomendadas como las mejores prácticas piadosas. Pero un discípulo de Jesús tiene que dar un golpe de timón y recuperar la verdadera estructura de «comida profana» que fue la Última Cena.

 

3.2. La misa no es de ninguna manera la celebración de la pasión y muerte de Jesús

 

         Las «comidas cultuales» y los «sacrificios» fueron de uso corriente entre los primeros cristianos y entre los miembros de otras religiones de su entorno. Es indudable que entre todas ellas existen analogías y hasta ciertas dependencias. La Cena de despedida de Jesús, si no fue directamente celebración de la Cena pascual judía, sí se realizó en el ambiente de esta fiesta, en la que los sacrificios conmemorativos y las liturgias que los acompañaban eran un componente necesario. Ciertamente, Jesús no pudo ser ajeno a todo esto al celebrar su Última Cena. Pero, por la actitud que mostró ante el culto durante su vida de evangelización, parece verosímil que no hubo ni rastro del tema del sacrificio en la referencia que, según los sinópticos, hace Jesús a su muerte. 

         Ya hemos señalado en repetidas ocasiones que Jesús fue crucificado como consecuencia de vivir el amor y la fidelidad a Dios y a los seres humanos en aquella sociedad de poder y de enormes desigualdades sociales. La misa –si pretende celebrar el sentido que tuvo la muerte del Crucificado– debería hacerlo con una comida compartida con las personas que no tienen medios para comer como expresión de amor fraterno. Esta forma de proceder al modo de Jesús tiene el peligro de despertar el recelo, la persecución y hasta la muerte por parte de los privilegiados y poderosos.

 


3.3. Es urgente quitar a la misa el carácter «cultual» o «sacro» que ahora tiene, y también el que sea el centro de toda la vida del discípulo de Jesús, porque la Última Cena, y también la pasión y la muerte en la cruz fueron actos «profanos»

 

         Toda la teología tradicional rechinaría ante la afirmación de que el sacrificio de la cruz no fue el acto «cultual» por excelencia. Como veremos, todos los textos de la misa se sustentan en este supuesto del carácter cultual. Pero la muerte ignominiosa de Jesús en la Cruz tuvo una condición totalmente «profana», porque no fue un asunto «programado» por Dios, sino que se debió a la maldad política del imperio de Roma y de sus colaboracionistas, los ricos saduceos. Como ya hemos señalado en el capítulo IV, la pasión del Señor y la cruz no son, en cuanto tales, objetos de devoción ni de culto. Fueron la consecuencia de la conducta de «Alguien» que amó tanto a Dios y a los seres humanos, que arrostró una muerte tan humillante por mantener la fidelidad y no ceder en su misión. La pasión de Jesús y la cruz del Calvario sí son un signo «profano» de los efectos que produce la maldad humana. También, sirven de aviso de lo que les puede pasar a los que siguen a Jesús en la predicación y en el testimonio de su evangelio. Y, en tercer lugar, son una denuncia contra los crucificadores de los muchos sacrificados por el hambre, la pobreza, la enfermedad, el desamparo, las guerras y la explotación. Hoy las verdaderas procesiones por la Vía Dolorosa no las protagonizan imágenes de «culto» con semblante doliente y adornadas con valiosas joyas, sino las personas «profanas» que viajan en pateras por el mar huyendo de la violencia, del hambre y de enfermedades endémicas y otros muchos que están «clavados» a la marginación y al desamparo.

 

3.4. La misa no representa el carácter crítico contra las injusticias que tenían las comidas de Jesús

 

         Es muy cómodo y poco comprometido para los pudientes cristianos suprimir la comida y quedarse tan solo con el rito inicial de la fracción del pan. Compartir unas obleas no obliga a nada. Nuestro mundo, organizado injustamente, no tiene ninguna censura ni crítica en la estructura de la misa. Aparece tan solo en algunas peticiones de la oración de los fieles, pero se le encarga a Dios el cometido de que sea Él quien establezca la justicia (te lo pedimos, Señor). ¿Dónde está representada en la estructura de la misa el deber que tiene la iglesia ante el injusto reparto de las riquezas de este mundo? Jesús lo hacía en vivo en sus comidas abiertas: nadie quedaba excluido de comer, aunque no tuviera medios para comprar el alimento o perteneciera al grupo de los excluidos sociales. 

         Precisamente porque no ejerce la censura contra un orden social injusto, la misa no tiene entidad para «hacer nuevas todas las cosas». Jesús inauguró una nueva forma de vida, cuyo núcleo es compartir la comida, el servicio a los necesitados y el amor específico suyo. Solo tienen validez cristiana las acciones, cultuales y no cultuales, que expresen ese proceder de Jesús. La protesta contra un orden social de grandísima injusticia y la solidaridad con los marginados es un modo de hacer nuevas todas las cosas, de «amar como yo os he amado».

         Si decimos a los clérigos y a sus jerarcas, y a las personas de mentalidad políticamente más conservadora –que son los clientes mayoritarios y hasta virulentos defensores de nuestras misas– que la celebración de la Cena del Señor entraña por naturaleza la protesta contra el neoliberalismo económico que coloniza por completo nuestra vida y que cada día extiende más las zarpas del hambre en el mundo, incluso en los países que se consideran desarrollados, lo más suave que nos podrían decir es que no pertenecemos a la religión cristiana, sino a una religión atea y comunista. Se han olvidado estos cristianos «practicantes» de que la «buena noticia» (evangelio) anunciada por Jesús fue la de la justicia y la del amor, no la del culto. Hoy la celebración «eucarística» tiene poco o nada que ver con la vida de los más desfavorecidos. En la misa no se ve ningún gesto que exprese esa caridad fraterna y, desde luego, no hay ningún signo en ella de que busque la justicia entre los hombres.

 

3.5. La misa consiste en la mera proclamación de un «relato» de la parte eucarística de la Última Cena

 

         Los asistentes son meros «espectadores» y «oyentes» de un espectáculo, por muy sacro que lo quieran considerar. Por eso, es coherente con ese modo de entender la celebración de la última Cena «oír» por la radio o «ver» en televisión ese «relato». De un artículo de H. Schäffer son los dos párrafos siguientes:

 

     «Al final de los años cincuenta, Karl Rahner se mostró vehemente adversario de la práctica, que a la sazón estaba iniciándose, de transmitir por televisión celebraciones eucarísticas. K. Rahner aducía el argumento de la «disciplina arcani», la enseñanza secreta que se da en todo acto de culto religioso. Gracias a la «disciplina arcani», se custodia el núcleo más íntimo del culto divino, y dicho núcleo se mantiene oculto a las miradas de los de fuera. La eucaristía es el misterio más íntimo de la fe cristiana». (¡Qué mal ha envejecido esta teología del sabio K. Rahner!)

 

     «G. N. Lammers, frente al argumento de que la retransmisión quebranta la «disciplina arcani», recalca el carácter público del evangelio, que debe «pregonarse desde la azotea» (Mt 10,27)». La oportunidad de acercarse por radio y televisión a los enfermos, a los impedidos y a los ancianos, y de ofrecerles consuelo es un excelente motivo, aunque Rahner lo rechazaba, en el año 1959, de manera bastante áspera. Y como se vio que tales emisiones eran acogidas por muchos como un auténtico beneficio, sería difícil llegar a suprimirlas de nuevo en virtud de unos argumentos teológicos sumamente discutibles»[1].

 

         Las argumentaciones que todavía hoy se esgrimen de que los televidentes no pueden participar en la celebración –como sí lo hacen los que están presentes–, de que no comulgan, de que no sienten el calor humano de la compañía en la celebración, de que no pueden fomentar la unidad u otras cosas parecidas no deja de ser un deseo más que una realidad, porque ninguna de esas «virtudes» se practica en las misas, mucho menos si son las multitudinarias.

         Pero creo que tanto los que están a favor como en contra de que las misas se transmitan por radio o por televisión no han llegado al quid de la cuestión. La misa es una simple «proclamación» de un relato y no un banquete. Por tanto, se puede oír y ver en directo o a través de las ondas, en tiempo real o en diferido. Da igual, porque no es una comida, en el que la presencia en ella sí sería ineludible.

         A este propósito, tengo que decir que no veo ninguna diferencia entre la misa y lo que ahora se hace como «sustitutivo» de ella: las celebraciones de la palabra. En ambos casos se trata únicamente de «proclamaciones», de oraciones, de cantos y de comentarios de textos bíblicos. Si uno de los asistentes a estas celebraciones de la palabra «proclama» desde el ambón uno de los relatos evangélicos sobre la Última Cena, ¿qué diferencia existe con que esa proclamación se haga sobre el altar y la realice un «sacerdote»? Muchos dirán: que la proclamación desde el ambón no produce la «transustanciación» y la que realiza el sacerdote desde el altar, sí. Que juzgue el lector si esta respuesta tiene la más mínima consistencia.

 

3.6. La celebración de la comida del Señor es esencialmente comunitaria

 

         En estos días, se ha producido una nueva ofensiva ultra en el Vaticano ante la prohibición de las misas individuales en San Pedro. El cardenal guineano Robert Sarah, hasta hace poco prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el norteamericano cardenal Raymond Leo Burke, el alemán Gerhard Ludwig Müller, anterior prefecto de la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio) y el también alemán Walter Brandmüller han exigido al papa Francisco que revoque su orden de prohibir las llamadas «misas individuales» y sin público que se celebraban a diario en los 45 altares y en las 11 capillas de la Basílica de San Pedro y que fueron autorizadas por el papa Ratzinger. Aparte de que eran un negocio descarado y suculento, no salgo de mi asombro ante el hecho de que teólogos de tanto renombre desconozcan que la comunidad es un elemento constitutivo esencial de la celebración de la Cena del Señor.

         En el Cenáculo, la relación de los comensales con Jesús y entre sí fue comunitaria, «eclesial». No hubo una relación individual de Jesús con cada uno de los participantes de la comida, sino que la propia naturaleza del repartir y compartir el alimento exige, crea y fortalece las relaciones comunitarias entre todos los miembros que asisten a la comida. Según los cuatro evangelios, hay algo que es totalmente incompatible con la Cena del Señor: que no haya unidad fraterna entre los comensales. Jesús desenmascara al comensal que se dispone a traicionarlo y a romper la unidad de los que estaban sentados a la mesa.

         No tengo ninguna duda de que la supresión de la comida y la transformación de la Última Cena en una «eucaristía» es lo que ha traído consigo una teología y una catequesis erróneas, en las que se ha enseñado a los fieles que es sumamente recomendable una relación individual e íntima con el Señor en la «comunión eucarística», en la «adoración del Santísimo» o en «las visitas al sagrario». En la Última Cena no hubo comunión «del pan» y de la copa, sino comunión de hermanos con el Señor, a los que los unía una comida de fraternidad con pan, con vino y con otras viandas. No es este, ciertamente, el sentido frecuente que se le da al acto de «ir a comulgar», el cual, además de reflejar en la conciencia de los comulgantes un carácter de relación individualista con Jesús «comido» –contrario a la común–unión que es compartir la comida–, ha sido originado por una «sacralización» del elemento pan, y no de las acciones con el pan. Marcos, en su relato «eucarístico» de la Última Cena no dice simplemente: «bebieron (de la copa)», sino «bebieron todos». Sin duda quiere recalcar esa unidad al apostillar que la compartieron todos juntos, no uno por uno.

 

3.7. Una vez finalizada la «experiencia» del recuerdo de la Cena del Señor, todo lo que ha intervenido en dicha «experiencia» deja de tener la entidad que había tenido durante ella

 

         Ya hemos manifestado y explicado que Jesús no se identificó en la Última Cena con los elementos «pan/vino» como tales, sino con las acciones que realizó con el pan y con la copa de vino. Así pues, el pan y la copa tienen el sentido y la entidad que le dan las acciones que Jesús realizó con ellos en la Última Cena: invitar a comerlos y a compartirlos, comiendo del mismo pan y bebiendo de la misma copa. Por ello, es una sinrazón seguir manteniendo la opinión oficial de la jerarquía católica y de la mayoría de los teólogos: que el pan y el vino «consagrados» adquieren para siempre esa entidad y no pueden volver a recuperar el estado de ser profano mientras no estén degradados como alimento (Cf. K. Rahner, «La presencia de Cristo en el sacramento de la Cena del Señor», en Escritos de teología IV (Madrid 1962) 367–396). La «reserva» en el sagrario y también la «exposición» en la custodia confirman tal creencia, que proviene de dar la total preeminencia a estas especies (fundamentalmente al pan) y no a las acciones que realizó Jesús con estos alimentos en la Última Cena y que tienen como apoyo una ontología estática como la de Parménides. Si somos coherentes con este modo de pensar, hemos de afirmar con la misma lógica que la manzana del comerciante («ser» económico) no puede volver a ser elemento para componer un bodegón («ser» estético), ni postre para una comida («ser» biopsíquico), ni regalo para unos amigos («ser» social), ni causante de míticos paraísos perdidos («ser» religioso), ni objeto de juego entre niños («ser» lúdico), ni remedio del hambre de una persona necesitada («ser» justicia). Esta pluralidad de entidades contenidas en el nombre «manzana» son inconcebibles e inadmisibles para una mentalidad que tenga como eje de su ontología la univocidad y la permanencia estática del ser. Ya hemos expuesto que cada ser o estado entitativo de la manzana solo permanece mientras dura su experiencia específica con ella. ¿Por qué no va a suceder lo mismo con la comida y la bebida compartidas como identidad de Jesús en la celebración de la memoria de su Última Cena? ¿Acaso «profana» el sagrario quien nunca ha «creído» que las hostias sean otra cosa que obleas y las «secuestra» para comerlas o para tirarlas a la basura? Las sobras de la tarta nupcial que un camarero del restaurante se lleva para que sus hijos pequeños la coman en casa ¿sigue manteniendo la misma entidad que tenía en la comida festiva para los recién casados? ¿No forma parte de dos experiencias muy diferentes y, por tanto, tiene en cada una de ellas una «entidad» específica y distinta?

 

3.8. Es un desacierto la afirmación tan extendida de que el pan y el vino de la celebración eucarística constituyen un alimento de orden «espiritual»

 

         La verdad es que desconozco qué contenido le dan a cada uno de los dos antónimos las personas que recurren a la dicotomía «espiritual–corporal» y afirman que la misa es el sustento «espiritual» del ser humano. En las comidas humanas, por ejemplo, en la que se ingieren comestibles «materiales», se da una presencia de lo «espiritual» como en pocas otras actividades humanas. Es hora, pues, de ir abandonando la referida dicotomía socrático–platónica y maniqueísta sobre la naturaleza del ser humano y sobre todas sus diversas vitalidades y experiencias, utilizada con frecuencia para afrontar sin mucho entendimiento cuestiones religiosas, pero que no tiene correspondencia en la antropología judía hasta que no llegó el helenismo.

 

3.9. El servicio fraterno no deriva de la eucaristía, sino que ambos son componentes de la Cena del Señor

 

         ¿Por qué se ha hecho derivar el «amor cristiano, el servicio a los demás», del «rito eucarístico», si están en el mismo plano: acciones ambas de Jesús dentro de la Cena de despedida? Es más: el rito de la alabanza y de la acción de gracias («eucaristía») no tienen sentido por sí mismos, si no es como parte de una comida que debe estar caracterizada por el amor y el servicio, los cuales se personifican repartiendo el mismo alimento –principio de la vida biológica– a todos los asistentes, sin importar la clase social a la que pertenezcan. Ha sido un error en la tradición eclesial que el amor y el servicio fraterno practicados al modo de Jesús, que son el modo privilegiado que tiene la «ekklesía» de vivir de y con Jesús el Cristo, hayan sido absorbidos en su importancia por el «culto eucarístico». Ciertamente, no hay que descartar el acto «eucarístico» a costa del de «compartir el alimento», porque en la Última Cena estuvieron ambos presentes; pero tampoco debe suprimirse el «lavatorio de los pies», un sacramento tan importante como la «fracción del pan». «Culto» y «servicio fraterno» están en el mismo plano. Hay que desechar de una vez para siempre la idea de que el servicio es efecto del culto, es decir, que la «eucaristía» produce como efecto la «caridad».

         La comunidad de Jesús permanecerá unida firmemente por la comida, no por la eucaristía, hasta llegar al banquete, que no eucaristía, del final de los tiempos.



[1] SCHAEFFER, H., «La celebración eucarística en televisión. Reflexiones sobre una práctica», en Concilium 172, 1982, págs. 222–235.

 

 

8 comentarios:

jmgarciavaldes#gmail.com dijo...

Amigo Baldo, sigo mostrándote mi reconocimiento, eres un pensador con Mayúsculas, con la particularidad de que tu agudeza intelectual la aplicas tanto a lo divino como a lo humano. Siento comunicarte que, ante el cariz que tus disquisiciones tomaban, hube de ponerme en contacto con el monseñor Cañizares, faro enhiesto que da luz a la cristiandad, para pedirle consejo y rogarle su pronta intervención. Está preparando una cruzada para venir a convertirte al verdadero cristianismo. Me ha dicho que veles y vigiles porque no sabes cuando ha de llegar el Sr. Te pongo en antecedentes como amigo que eres, no quisiera tener que ir a rescatarte de las mazmorras vaticanas.
Abrazos cañizarescos.


Francisco yeguada 61-67 dijo...

Baldomero dice que son Eucaristias sin comida y que las misas no son el memorial de la Pasion, Muerte y Resurrecion de Jesus. Cuando un cristiano extiende su mano izquierda y en ella como cunita recibe del sacerdote la Santa Hostia lo que sucede a continuacion es ni mas ni menos una comida del cuerpo, sangre de Cristo. No me extraña que las Eucaristias , como dicen algunos, sean aburridas si negamos que en la Eucaristia celebramos entre otras el Memorial de la Cruz y su Resurrecion. Abrazos

Ramón Hernández Martín dijo...

Va a ser que hoy os toca chincharos a todos, pues Baldo y este menda y otros cinco compinches más hemos comido hoy (¡y cómo de bien que lo hemos hecho!) en la Casa del Dago, restaurante que está en la Manjoya de Oviedo. Cinco, con más de ochenta años y, según relatos, el que más y el que menos dándole de lo lindo todavía al zapato o a la zapatilla, y los otros dos, imberbes todavía ellos, con los sententa ya vencidos hacia los ochenta. Lo digo porque hoy allí se inauguraba un nuevo comedor al aire libre y los dueños del restaurante y los comensales, que ya lo llenaban y que nos conocen bien porque no solemos hablar bajo, nos pidieron que lo "bendijéramos". A pesar de mostrarnos remolones y de estar ya un tanto apoltronados en nuestra mesa, allá que nos fuimos Baldo y yo, más el mayor del grupo, que ya tiene bien cumplidos los 85 pero que está ágil como una hardilla, para acometer tan digna encomienda, sirviéndonos precisamente de la "Cena del Señor" de Baldo, circunstancia que nos vino mejor que anillo al dedo para la ocasión. Seguro que, cuando Baldo siente del todo sus reales de pirata universal (Lalo dixit), la forma actual de vida humana se verá beneficiada por una mejora substancial, los valores le habrán ganado una batalla importante a los contravalores, fray Eladio Chávarri sonreirá muy complacido en el universo-cielo que ahora ocupa y la Teología católica se habrá sacudido de encima una corrosiva pandemia. A Baldo lo hemos retado a que convierta alguna vez una de estas entrañables comidas nuestras en una auténtica "cena del Señor". Cuando lo haga, estaréis todos invitados. ¡Palabra!

Ramón Hernández Martín dijo...

Curiosidad para el Furriel: debajo de cada comentario veo que hay una hora y una fecha tan desajustadas que me parece que deben de estar tomada de algún reloj y de lagún californianos. Lo digo porque tras mi último comentario aparecen las tres de la tarde del día 1 de octubre, la hora justo en que comenzábamos la comida aludida. La hora y fecha reales de ese comentario fueron, minuto arriba, minuto abajo, las 00.05 a.m. del 2 de septiembre. Este lo voy a publicar en torno a las 00.20 a.m. A ver qué hora me pone debajo.

Ramón Hernández Martín dijo...

Corrijo en la segunda línea del comentario anterior: "deben de estar tomadas de algún reloj y de algún calendario californianos". Gracias.

Antonio Argueso dijo...

A ver, Ramón ¿has leído sin precipitarte lo arriba escrito? ¿Dónde se critica a los formadores? ¿No se comenta, justamente, la excelencia de algunos?. Respeto, claro, que consideres que a ti no te robaran ni la niñez ni la juventud. A mí sí. Aquél sistema sí me lo robó. Y me robó el cariño de mi familia, a la que me impedían ver y la única vez que mi madre podía venir solo podía estar con ella entre la misa mayor y el rosario (unas tres horas) cuando a ella le costaba tres días de viaje y dos noches de posada.

Por otro lado, si tuvimos formadores que “nos dieron todo lo que pudieron” también hubo malas bestias que hoy hubiesen ido a la cárcel por practicar castigos corporales dignos de otras épocas. No puedo olvidar aquellas bestiales palizas, aquellos castigos de rodillas, con los brazos en cruz, dando patadas si se bajaban; o aquella vez que en el comedor un “formador” obligó a uno con golpes a que comiese lo que había devuelto; para qué seguir, salvo para decir que atacaban a los más débiles con lo que pienso que, además, eran cobardes. No olvidemos tampoco el caso aquí contado de abuelos que al venir de Argentina quisieron ¡en dos ocasiones! ver a su nieto y un “formador” lo impidió. Termino recordando la forma como se expulsaba del colegio, en aquellas “sacas” en las que el “expulsador” de turno venía al estudio en el que todos estábamos aterrorizados, paseándose de arriba abajo hasta que señalaba con el dedo a los “expulsados”, que desaparecían sin más de nuestra vida. Hubo luces, claro, tuvimos, como arriba escribí, formadores extraordinarios.

Salvo que defendamos “aquel sistema”, tenemos que aceptar que también hubo sombras. Mejor no olvidarlo, sobre todo ahora que parece ser hay una idealizada nostalgia de tiempos pasados.

jmgarciavaldes#gmail.com dijo...

Por una vez, y sin que sirva de precedente, suscribo lo que dice en Antoñín. Se puede decir que es li que había, es cierto pero, recoño, intramuros para unos había más que para otros, unos eran más y mejor reconocidos que otros. Eso no se explica aludiendo al "es lo que había". No vamos a renegar de la historia pero sí podemos criticarla y, si pudiéramos, enmendalla. Esta lanza que rompo por el bruselense no impide que le diga que de Hegel no tenía ni idea, ¿Por qué? Sencillo, es lo que había. Lo había pero él no estaba.
Nuevos abrazos

Ramón Hernández Martín dijo...

Gracias, Antonio, y gracias, José Manuel, por certificar tan clara y crudamente mucho de lo ocurrido y sufrido en aquellos años. Si de entablar un juicio se tratara, yo mismo, que fui una especie de escoria estudiantil, podría multiplicar por dos o por tres cuanto vosotros contáis. Sin ir más lejos -lo digo aun a riesgo de escandalizar a algunos- nuestro buenísimo, grande y admirado paPedro, al que realmente aprecio y venero, un buen día me dio un "capón" con tal rabia y fuerza que durante tres días mi pobre cabeza no encontró alivio en ninguna parte. Imagino que algo hice -realmente no lo recuerdo- que debió de sacarlo de sus casillas. Cuando, en uno de los encuentros de Oviedo, le recordé la "anécdota", él no solo no la recordaba, sino que tampoco se acordaba de mí. ¡Fijaos la relevancia que yo debía de tener para él entonces!. Así, puedo referir mil otros ataques a sangre y fuego que me tocó sufrir como niño y como adolescente y que me sigue tocando sufrir como adulto e incluso como ya fruto maduro para la cosecha. Pero lo que ocurre es que me pasa lo mismo que a los seguidores de Felipe González, pues, según él mismo acaba de contar, quienes hoy todavía lo aclaman le siguen siendo fieles porque han borrado de su memoria todo lo malo que hizo y solo recuerdan lo bueno, y lo bueno fue francamente mucho, muchísimo. Decididamente, hace ya mucho que tiré por el retrete la enorme lista de agravios que sufrí no solo entonces, sino también mucho después e icluso los de hoy mismo, para enriquecerme y recrearme con lo mucho que entonces se me dio y cada día se me sigue dando. Hoy, cuando fracaso y meto la pata, cosa que ocurre muchas veces al día, pienso que se debe únicamente a que, ahora como entonces, sigo siendo un cafre. Pero, si os divierte que cuente escabrosidades de Corias y de después, os aseguro que en mis neuronas hay sobrados sedimentos para entreteneros todo lo que queda de este año y seguramente todo el tiempo que dure la monumental crisis que padecemos. De ahí mi empeño en mirar atrás con las afortunadas cataratas que nos dejan los años para no ver más que aquello que conviene a nuestra salud y a nuestro mejor ánimo, pues es la nuestra una afortunada etapa de la vida en la que -vuelvo a mis queridos Baldo y Chávarri- los contravalores se nos caen solos del guindo porque ellos solos se van pudriendo. De corazón, feliz día a todos y, si no fuera demasiado el atrevimiento, me gustaría daros un utilísimo consejo, el de haceros un buen enjuague de mente para vomitar toda la frustración, depauperación y veneno que nos inocularon.

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